La Sra. Pita, cantando y tocando su guitarra en el patio
de su
casa de San José, Invierno, 1.7.2010 (Veranito de San Juan).
Luis Martiniano Rodríguez Herrera, hijo de
Juan Esteban Rodríguez Segura y nieto de Manuel Rodríguez,
de quien doña Pita desciende en línea directa.
Carmen Rivadeneira y Eduardo Barrios -padres de Doña Pita-
a la orilla del Río Maipo, en la década del 30.
En primer plano, mirándolos, Angélica, la hija menor.
Año 1925 aprox. La niña Pitita con Elcira, la mujer de Rojas,
el cuidador de la casa de siempre, alimentando a las gallinas.
La joven Pita a fines de los años 30 en el fundo La Marquesa,
en Leyda, propiedad de su suegro, el escritor Juan Emar.
Almacén (ex casa Franco Española) de don Víctor Campodónico
Costa,
con boina, segundo de la izquierda. Los marineritos
son
René, Jorge y Juan Canello Campodónico, nietos de don Víctor.
Apoyado en el poste está el maestro Juaco (zapatero y peluquero
del
pueblo)
y los demás son amigos de don Víctor, algunos
enfermos
de tbc. el tercero desde la izquierda es don Vicente
Visonne,
quien les regaló a los marineritos la primera
bicicleta
que llegó a San José. En 1928 el almacén pasó a manos de don
Julio Campodónico Purbleza, padre de Julio, Carolina, Sergio y
Mario,
quienes nacieron en la casa del almacén.
El incendio que destruyó el almacén fue en 1973, cuando era
propiedad de la familia Campos. Hoy se levanta aquí el
Supermercado Abasto, de la misma familia.
Foto concedida por Mario Campodónico Latorre.
Eduardo Barrios en la casa Sanjosefina,
en la que hoy vive doña Pita.
En la casa de Maipú de doña Pita y su esposo Miguel Martínez, junto
al gallinero, 1954, desde la izquierda: Braulio Arenas, Nicanor
Parra,
Carlos Vattier, Elio Rodríguez (Atrás), Manuel Donoso
y «Pizarrón» (con un martillo).
En la casa de Maipú, desde la izquierda: Carmen Barrios
(Doña Pita), Olguita Aracic, Violeta Parra (Sentada) y
Catalina Parra (Hija de Nicanor), Artista Visual.
Salón de Honor de la Universidad de Chile, mediados años 50,
celebración
de los cincuenta años de literatura de Eduardo Barrios,
desde la izquierda: José Balmes, Gracia Barrios, Miguel Martínez,
Carmen Barrios (Doña Pita), Carmen Rivadeneira de Barrios,
Eduardo Barrios, Leonardo Carvajal (hijo de Angélica), Angélica Barrios,
una funcionaria de la Universidad y Damián Balmes.
A fines de la década de los 80, Doña Pita dando clases de guitarra
y canto en el Colegio Rafael Eyzaguirre, en San José de Maipo.
Yo nací en Santiago, en San Isidro 387, en la casa que era de mi abuela Adelita, frente a la iglesia, en la plazuela chiquitita que yo entonces encontraba enorme. Ahí se casaron mi mamá y mi papá, los casó el cura Echeverría, que después nos bautizó a las tres hermanas. Era una casa antigua que tenía una entrada con un hall de baldosas, tipo patio con claraboya, y después un corredor al que daba el comedor y más allá un segundo patio donde estaban los dormitorios y donde nacimos yo y la Gracia. Cuando nací estaba vivo mi bisabuelo, Luis Martiniano Rodríguez - hijo de Juan Esteban, que a su vez era hijo de Manuel Rodríguez-, el que me dejó el Cristo que tengo hasta ahora al lado de mi cama y que él me hacía besar. Era el papá de mi abuelita Adelita, la mamá de mi mamá. Mi abuelita era viuda y vivía con su papá en la casa. Yo me acuerdo de él perfectamente, iba todas las mañanas a saludarlo. Era una casa muy entretenida. Pasaban carretelas por la calle vendiendo papas, cebollas, de todo, y el tata Luis Martiniano compraba sacos y sacos, todo por sacos, y los pasaban por toda la casa hasta el último patio.
En esa casa, mi papá, todos los jueves, hacía tertulias literarias, y también hacían hipnotismo. El que dirigía esas sesiones era mi tío Guillermo, hermano de mi mamá, que estaba en primer año de medicina. Le hacía hipnosis a la Rosa Ortiz - una chica de 16, 15 años que ayudaba en la casa- y le decían ay, pero mira Rosa, cómete este plátano exquisito, y le pasaban una vela, y la otra casi se la comía y le gritaban ¡no, no, no, Rosa, si es una vela! Yo era chica y me contaban, porque yo nunca vi esas cosas. A los jueves literarios iban siempre Manuel Rojas y Pedro Prado y alguna veces también González Vera y Pablo Neruda. Yo adoraba a González Vera. Llegaban los dos, Manuel Rojas bien alto y González Vera más chico con un abrigo negro, me acuerdo como si fuera hoy. Me hacía meter la mano en un bolsillo del abrigo y estaba lleno de calugas. Yo lo adoraba, esperaba todos los jueves para comer calugas. De esa casa, tengo un recuerdo de Gabriela Mistral que es una vergüenza pero es la verdad. Ella era muy amiga de mi papá, y una vez, cuando yo recién caminaba, él me llamó y me dijo Pitita, venga a conocer a esta amiga mía que quiere conocerla. Miré para arriba y vi una persona alta, con un vestido café y con… bigotes. Con una voz muy ronca dijo oh, esta es la Pitita, y yo me planté a llorar a gritos… Me tuvieron que llevar de ahí.
Me asusté, me dio terror, la encontré como un cura… y era nada menos que la Gabriela Mistral. Mi papá la quería mucho y después yo la seguí viendo, pero la primera vez me aterroricé, jajaja.
Por esos tiempos mi papá se compró una vitrola Columbia, un mueble, y compraba discos de música clásica y canciones de moda. Después, cuando nos veníamos a veranear a San José, mi papá le traía los discos pasados de moda al cuidador de la casa, que tenía una vitrola chica a cuerda. Y había un disco que a mí me encantaba, «El sueño chino», y una vez mi papá dijo ya, estos discos se los llevamos a Rojas, y en el montón venía ese. Yo estaba tan sentida, era mi disco preferido… Hacíamos bailar a mi papá aquí en la terraza de esta casa de San José, debajo del parrón, y bailaba pésimo, jajaja. Esta casa mi papá se la compró a medio hacer a don Isaías Torrejón cuando yo tenía como dos años, allá por 1923. Siguió construyéndola de adobes, tal cual era. Quería tener gallinas, y entonces, en la reja de madera, afuera, puso "Granja Avícola El Trébol". Compró de las gallinas más ponedoras, rhode island, las coloradas, y leghorn, las blancas. Recuerdo que cada gallina tenía en una pata un anillo con un número, así que cada vez que íbamos a recoger huevos a los ponederos había que apuntar el número de la gallina porque mi papá quería saber cuáles eran las más ponedoras. Ya después nosotras usábamos los anillos para jugar, nos poníamos los anillos en los dedos.
Detrás de la casa estaba el acueducto –donde ahora está la calle Volcán- y después mi papá fue comprando pedazos hasta el río. El tren pasaba justo por donde terminaba la propiedad de nosotros. Había una acequia, entonces íbamos todos corriendo y ahí en un puentecito nos poníamos los niños a ver pasar el tren y después nos íbamos corriendo detrás de él hasta la estación. Ahí se vendía el diario y llegaba un saco con el correo. Yo le compraba El Mercurio a mi papá y los jueves compraba El Peneca para mí. A veces íbamos a pasear en el tren hasta El Volcán, a mí me daba susto pasar por el túnel del Tinoco. Había tren los martes, jueves, sábados y domingos, los otros días había puros trenes de carga, carros de pasajeros había sólo esos días. Muchas veces vinimos en tren. Mi papá tuvo un Ford de esos cuadrados pero manejaba pésimo, así que preferíamos venirnos en tren. Una vez en el Puente del Colorado, que no era el puente grande de ahora, chocó contra el muro, casi nos morimos de susto. Veníamos todos, con mi mamá, con la Gracia guagua. Sí, mi papá no manejaba nada de bien, tanto que después de viejo no tuvo más auto. Cuando era ministro tenía auto pero con chofer, y después, como Director de la Biblioteca, también. El chofer se llamaba Tapia y él nos traía para acá en los veranos, hasta con el canario, con todo. Nos veníamos pasadita la Pascua y no nos volvíamos hasta Semana Santa, llegábamos siempre atrasadas al colegio. Porque mi papá después compró Lagunillas y entonces nos quedábamos todos aquí esperando el rodeo, en abril, así que siempre llegábamos atrasadas al colegio. A mí me cargaba el colegio, yo me creía mucho más inteligente que las profesoras. Era el Liceo Nº 1.
Cuando yo estaba más grande, mi papá compró la casa de General del Canto 182. A Pablo Vidor, el pintor húngaro que hizo el retrato de mi papá cuando era Director de la Biblioteca Nacional, lo conocí mucho porque iba a esa casa a almorzar. Y una vez le regaló a mi papá un cuadro de una mujer totalmente desnuda tendida en una felpa roja, de porte natural. Mi papá puso el cuadro en la casa, y yo era chica y todos los chiquillos decían vamos a la casa de la Carmen Barrios a ver a la mujer desnuda, así que entraban sin que mi papá los viera, jajaja. Otro pintor era don Carlos Isamitt, que hizo ese cuadro en que su primera mujer aparece con un seno desnudo y que él puso en una exposición. Ganó un premio y le regaló el cuadro a mi papá. Después él quedó viudo y se casó con la Beatriz Dannits, una alumna de él mucho más joven, que fue la primera profesora de dibujo de la Gracia. Después don Carlos se dedicó a la música y fue más conocido como músico que como pintor.
Mi papá vendio la casa de General del Canto y compró, a principio de los años 30, el fundo Lagunillas. Entonces nos dieron un caballo a cada una, a la Angélica -que era la más chica de las tres-, a la Gracia y a mí. A la Angélica le compraron un mampato y ella estaba furiosa, decía que era muy chico, jajaja. Andábamos todo el tiempo a caballo, íbamos a Lagunillas casi todos los días, al pueblo, cualquier cosa la hacíamos a caballo. Cuando pasábamos, los enfermos del sanatorio, asomados a las ventanas, nos miraban pasar y decían "ahí vienen las Barrios", y nos hacían señas. Y si no, en bicicleta. No iba casi nunca a pie al pueblo. Me acuerdo que iba a comprar al almacén grande de don Julio Campodónico -donde ahora está el Abasto-, y de lo que más me acuerdo es de un molinillo enorme que tenían en el mostrador. Ahí don Julio molía café. En esos tiempos se tomaba café y se mezclaba con café de trigo para que no quedara tan cargado. Y don Julio molía café en esa cosa. El almacén estaba precioso, con géneros, las famosas percalas de ese tiempo, géneros de algodón de florcitas. Nosotras nos caíamos y andábamos con las rodillas todas rotas, se nos rompían los zapatos, así que la solución cuando nos íbamos a ir a Santiago era ir donde don Julio Campodónico. Nos sentaba en los mostradores de madera y nos probaba zapatillas blancas. Y antes, nos compraban alpargatas para pasar las vacaciones. Me acuerdo de los hijos de don Julio y de su señora, de apellido Latorre, y de sus hermanas, que vendían lana y que vivían más hacia la plaza por la calle Comercio, que entonces era de tierra y se llamaba Calle del Medio, mucho más bonito, qué idea ponerle Comercio… Toda mi atracción era ir al pueblo a comprarle lana a las Latorre, que eran amigas mías. La menor, la señora Rebeca, bien buena moza, es la que se casó con don Julio. Y tenían un hermano también, René Latorre, un hombre grande que conversaba conmigo y me protegía y me encaminaba a la casa.
Por la Calle del Medio, poco más arriba del almacén de don Julio, estaba el teatro Ideal, de don Félix Martínez. Don Félix llegó con su mamá -una española con moño- enfermo del pulmón. Se vinieron a vivir a San José para que él se mejorara, y entonces puso el teatro, hoy se dice cine. Esa era una parte importante del pueblo, con el almacén de don Julio y el teatro de don Félix. También me acuerdo de don José Castillo, que tenía carnicería frente al costado de la iglesia por la calle del Medio y que era pariente de don Juan Quintana y de doña Teolinda Quintana, que también tenían carnicería por ahí cerca. En ese tiempo San José estaba lleno de carnicerías porque en la Calle del Río había matadero, además todos ellos eran los dueños del fundo El Romeral y de ahí traían animales al matadero y vendían la carne en sus carnicerías. El bar Colo Colo también era propiedad de los Castillo o de los Quintana, y se lo arrendaban a un francés, el famoso Trompito, que estuvo ahí hasta que se murió.
Los Astorga de San Alfonso eran una familia y otra diferente los Astorga de acá. Allá estaban Eduardo y Alfonso, que fueron muy amigos míos, y aquí estaba don Angel. Ahora están la Beatriz y Alejandro, que tuvo ese accidente tan terrible, pueda ser que se recupere, quedó paralizado pero ya está en su casa y tiene algunos movimientos. Alejandro hacía miles de cosas, estaba en todas partes, todo esto es muy terrible porque no paraba de hacer cosas. Los conocí porque la Beatriz me pidió hace unos años que le fuera a cantar a su mamá en su cumpleaños, en su casa de San José Alto. Cumplía como cien años, murió hace poco.
Los de la Paz estaban aquí ya cuando nosotras éramos chicas. Era un despacho en la esquina de la Cañada Norte, donde todavía hay un almacén. Tenía piso de tierra y envolvían el azúcar, el arroz y todo en papelillos, dándoles unas vueltas en el aire. Nosotras los imitábamos jugando al almacén. Y al frente -la casa vieja esa donde ahora están los peluqueros Jorge y Pedro- estaba don Pedro Torreblanca, otro de los señores antiguos de San José, que tenía otro almacén en esa esquina. Y frente a los bomberos, dos cuadras más arriba, donde ahora están las monjas, estaba el almacén de Juanito Canelo, primo de los Campodónico. Antes estaba ahí don Ramón Gaete, adonde mi papá, al principio, iba a almorzar cuando venía a San José.
Personajes como Enrique Lihn, Teófilo Cid, Braulio Arenas y otros, veían siempre a San José porque eran amigos míos y de Miguel, mi segundo marido. Enrique venía desde antes, con su polola Lucy, que era amiga de la Angélica, entonces al principio ella los invitaba. Estamos hablando de los años 50 y 60.
Recuerdo que la Gracia desde chica hacía monos todo el tiempo en todas partes. Ya más grande, cuando tenía ocho, nueve años, y yo trece o catorce, en la casa de Providencia al llegar a Antonio Ballet, dormíamos en un dormitorio grande dividido por un arco. La Gachy tenía toda la pared llena de monos, historietas hechas por ella. Bety se llamaba la niña de las historietas, y le pasaban miles de cosas, la Gracia le contaba las historietas a mi papá, porque sólo la dibujaba haciendo cosas. Llegaba del colegio, tiraba el bolsón y todas las cosas arriba de la cama y se ponía a hacer monos. Yo, en cambio, en mi pieza ponía floreros, retratos y adornos, y entonces peleábamos a muerte, jajaja. A mí toda la vida me ha gustado arreglar casas. En ese tiempo en la casa de Santiago tocaban el timbre y los hombres vendían cosas hechas en la cárcel, mesitas, cajitas y yo las cambiaba por pantalones viejos de mi papá y arreglaba mi pieza, mientras la Gracia era lo más desordenada que hay. Después la
Gracia dio su bachillerato y entró a Bellas Artes. Pepe Balmes había llegado en el Winnipeg y ya estaba en Bellas Artes cuando ella entró, y parece que se gustaron desde el primer año, se pusieron a pololear, después se casaron y… hasta el día de hoy.
Como Juan Emar -mi tío Pilo- y Eduardo Barrios -mi papá- eran concuñados, mi tío Pilo vino a San José muchas veces. Mi tía Gabriela, hermana de mi mamá, en los tiempos que conoció al tío Pilo venía todo el tiempo a San José con sus amigos. Cuando murió doña Rosalía (ver foto pág. 7), la madre de Juan Emar, él heredó y le pidió a mi papá que lo ayudara en qué hacer con la plata. Mi papá le aconsejó que comprara tierras, y él dijo que bueno pero con la condición de que se las administrara, pues él no había trabajado nunca ni pensaba trabajar, jajaja. Entonces vino varias veces a San José porque uno de los fundos que vio fue el de don Caupolicán Bruce, El Colorado, pero por fin mi papá le encontró La Marquesa, en Leyda, que fue lo que compró. Y a la Marquesa iban muchas visitas, por ejemplo Acario Cotapos. Nunca lo olvidaré, era genial, genial. Conocía a Juan Emar desde París, eran de ese grupo, con Vicente Huidobro y todos los otros. Después ya estaba viejo, solo, sin un peso, entonces todos los amigos lo protegían, hacían colectas y lo mantenían. Era compositor y su orgullo era que la sinfónica le había tocado "sus cosas", y todos le hacían bromas porque le tocaban "sus cosas". Era genial de imaginativo, realmente genial, chico, gordo, con unos lentes chiquitos de alambre que se le rompían todo el tiempo. Él tenía la manía de los microbios, andaba con dos esponjas hechas de papel de diario y pescaba todo con esas cosas, nunca tomaba nada directamente, ni una silla. Yo tendría unos catorce, quince años, y confiaba en mí porque suponía que yo, siendo niña, no tenía microbios, y cuando se le rompían los anteojos de alambre nos sentábamos en uno de los corredores de la Marquesa, en un banco, y yo le tenía que sostener el armazón y él enrollaba el alambrito. En el salón antiguo de las casas del fundo había un piano, entonces él nos decía imagínense que estamos en una iglesia vacía y está nada más que el sacerdote bendiciendo no sé qué cosa, y hacía unas escenografías musicales, todo, todo, todo en el piano, solo, miles de cosas, era genial, genial.
Otros que iban a la Marquesa eran los dueños del fundo El Toyo, Carmen y Lucho Cuevas, y su señora, Lila Bianchi. Fue el tiempo en que yo aprendí guitarra y cantaba con ellos. Y otro asiduo era el doctor Clarés, famoso psiquiatra. Lo conocíamos porque el tío Pilo y la tía Gabriela iban al psiquiatra, por supuesto, jajaja. Después el doctor como que formaba parte de la familia y veraneaba en el fundo con su señora, la tía Lastenia. Después yo me casé con el hijo de Juan Emar, entonces a veces estaba como dueña de casa. Y resulta que… todos los años, cuando limpiaban los canales y las acequias del fundo, los hombres que limpiaban me llevaban ranas. Así que un plato de lujo en ciertas temporadas eran las ranas. Siempre estaba lleno de invitados, y un verano que estaba el doctor Clarés hicimos ranas rebozadas con puré. Se llevaba en un azafate enorme y cada uno se servía. El doctor Clarés se sirvió sus ranas, se las comió y… exquisito, ¿eran pollitos, no? No, doctor, le dije yo, son ranas. Se puso blanco como el papel, se paró y se fue a vomitar, jajaja. El famoso psiquiatra casi se murió de impresión de haber comido ranas.
A la Marquesa también iba Pablo Neruda, que era amigo de Juan Emar y que, de joven, había sido muy apoyado por mi papá. O sea que yo era hija de Eduardo Barrios y al mismo tiempo pololeaba con el hijo de su amigo Juan Emar. Ahí fue cuando me dedicó el libro los Veinte Poemas de Amor y me lo regaló. A la hija de Eduardo Barrios, gracias a quien se publicó por primera vez este libro, todo escrito lleno de florcitas y de cosas que hacía Pablo. Después me robaron el libro, aquí en San José, nunca he sabido quién se lo llevó. En esos tiempos Neruda estaba con la Hormiguita y recién había hecho su casa de Isla Negra, una casa chiquitita -no como está ahora- muy bonita. Siempre íbamos desde la Marquesa a verlo, en los veranos, a bañarnos. Muchas veces nos quedábamos a alojar. Después se hizo la casa de Santiago, Michoacán, en La Reina, donde se murió la Hormiga, que fue a la mujer de él que yo conocí y quise. Neruda y el tío Pilo eran muy amigos, y por eso en la Marquesa se cortaron pinos y se hicieron algunos muebles para la casa Michoacán.
He conocido a mucha gente en mi vida. Durante mi segundo matrimonio, mi marido y yo vivimos un tiempo en una quinta en Maipú. Para allá iba mucha gente, como Nicanor Parra y la Violeta. En esos tiempos la Violeta tenía la idea de viajar a Francia. Estaba esperando un hijo, y yo también, a mi tercera hija. Después que tuvo a su hijo se fue a Francia y allá se hizo famosa. En ese tiempo eran las ferias plásticas en el Parque Forestal y también nos veíamos ahí, pues la Violeta se ponía con un brasero y cantaba y hacía tapices. Todo ese grupo era parte de la bohemia de Santiago, íbamos al famoso Bosco.
El chico Molina era un personaje único, increíble, tan raro, un encanto, yo lo quería tanto. Era homosexual, sesentón, medio colorín, turnio y lo más mentiroso que hay. Contaba las mentiras más entretenidas que se puedan imaginar. Decía que su madre había sido una mujer aristocrática, estupenda, que se tendía en una cheslón y fumaba. Nadie le creía nada, pero era lo más entretenido que hay, conocía a toda la gente, era pobre como la rata. Vivía por ahí en la calle San Diego en unas partes ocultas. Uno estaba con él y daban las cuatro de la mañana conversando con el chico Molina. Vino muchas veces a esta casa en San José y también estuvo en mi casa de Santiago, siempre me iba a ver, era amigo de todo el mundo.
César Cecchi fue un gran amigo. Era crítico de los conciertos de la Sinfónica y me invitaba al Municipal. Era médico, pero nunca ejercía, veía a todos sus amigos gratis, porque lo que le gustaba era la música. Por César conocí a los Venturelli. José Venturelli se enfermó del pulmón muy joven y estuvo en la Casa de Salud de San José. Era comunista, y el partido le trajo la primera estreptomicina que llegó a Chile y con eso se salvó. Estaba con Mario Eyssauttier, el dentista, que también llegó a San José enfermo del pulmón y se quedó aquí por toda la vida, hasta hoy, con muy buena salud. José una noche estaba muy mal y le pidió a la enfermera que lo sentara frente a la ventana porque dijo quiero mirar, esta noche sí que me muero. Y esa misma noche llegó Volodia Teitelboim con la estreptomicina, con el doctor Orrego, que era el que cuidaba a José. Y se la pusieron. El mismo José me lo contó, cuando ya estaba consciente y yo lo iba a ver, que fue terrible, porque decía que con la reacción parecía que se le daba vuelta la pieza. De aquí de San José Orrego se lo llevó al Sótero y ahí lo operó y terminó sanándolo.
Se me quedan todavía muchos recuerdos en el tintero, pero... para otra vez será. Y si no hay otra vez, digo que mi deseo para cuando abandone mi querido «mundo sanjosefino» es quedar junto a mi madre en el cementerio de La Canchilla, y que lo que quede de mí salga a caminar en las noches de luna al Potrero de Viento, que es el lugar en que recuerdo... mi juventud. |