Ilustración de Susana Vallejos S.
Existen muchas historias aquí en el Cajón del Maipo que se han traspasado de generación en generación. Mi abuelo se las contó a mi padre y éste me las contó a mí. Las tardes de invierno se hacían muy largas, y sin luz lo eran más, de modo que toda la familia se reunía en torno a la mesa junto a un buen plato de carne cocida con papas. Nosotros, los más chicos, con un tachito de té, y los demás con unos buenos vasos de tinto, que, al pasar un rato, cuando el licor ya se les subía a la cabeza, les hacía relatar historias del diablo y la Llorona. Nosotros, envalentonados, escuchábamos atentos y pedíamos historias aún más tenebrosas y sabrosas, con las que alimentábamos la imaginación y nuestros juegos diarios.
En una de estas noches escuché un cuento que me quedó dando vueltas en la cabeza. Me parecía tan extraño que a todos les hubiera ocurrido alguna historia de miedo, menos a mí. Yo no quería pasar desapercibido, así que me puse en campaña... Salía solo en las noches, visitaba lugares donde se sabía que penaban, pero a mí nada...
Lo que me pasó comenzó con lo que una vez contó mi padre. Decía que él conoció a un brujo muy de cerca, es más, eran como amigos, y éste le transmitió que para ver al diablo, o a cualquier alma en pena, se debe recurrir al rito del perro. Mi padre nos lo describió con todas las señales, y contento estaba yo, porque en la noche siguiente lo probaría, a ver si al fin lograba alguna experiencia sobrenatural que poder contar.
Para hacerlo, primero que nada debían aullar los perros. Esperé varias noches despierto hasta tarde en mi cama, vestido. Si me quedaba dormido sin que los perritos ullaran, me daba rabia, y pensaba que antes siempre lloraban, y yo el tonto lo único que hacía era taparme hasta las orejas, porque esto era seña de que algún ser de otro mundo rondaba la casa. Pero esta vez era distinto, yo ya sabía qué hacer para verlo y espantarlo... Pasó como una semana, y una vez, como a eso de las once de la noche, la Laica, la perra más regalona de la casa, empezó a llorar y contagió a todos los perros del sector. Me levanté en la oscuridad. Ni siquiera me abrigué porque los nervios no me dejaban ni tener frío. La perra estaba en el portón, me miró, y siguió aullando desconsoladamente, y movía su cabeza hacia el lado, como si con la mirada siguiera a alguien. Yo, aterrado, miraba también por si veía algo. Hasta el ruido de las hojas las escuchaba. Tenía una sensación de perseguimiento, sentía que alguien me tomaría por la espalda, me daba vueltas a cada rato pero nada había. Hasta que decidí concretar el rito.
Agarré a la Laica del hocico y le pasé el dedo por los ojos. No tenía muchas lágrimas, como debía haber sido, pero le metí el dedo hasta que me salió mojado. La perra se me quería arrancar, pero la sujeté fuerte y me mojé mis ojos con sus lágrimas. Ya a estas alturas la pobre Laica ni aullaba, solo quería que la soltara. Y procedí a hacer la segunda parte del culto: la tomé de los pelos con fuerza y la di vuelta, le agarré la cola, me agaché y empecé a mirar desde atrás de la perra. La tonta casi me mordió, pero yo firme no más. Los perros seguían aullando a lo lejos y la Laiquita miró hacia unos álamos y se asustó. Quería salir corriendo. Yo no veía nada, pero a esa altura ya estaba curtido y no me iría sin ver a Don Sata. Miré a los árboles agarrado de la cola del animal y vi una luz brillante y a una mujer que se tomaba el pelo. Vestía de blanco y, al juntarse nuestras miradas, ella me invitó con su mano. Era bella de verdad, pero ya había cumplido mi promesa de ver algo extraordinario y el miedo me carcomió. Salí gritando a mi casita y la perra detrás de mí, igual de aterrorizada. Salió mi papá y mi mamá. No entendían qué cresta estaba haciendo tan tarde... Me tomaron en brazos y me dieron agüita, hasta que pude contarles lo que había sucedido. No me retaron, pero me dijeron que con el diablo no se juega... |