Ilustración de Susana Vallejos S.
El Cajón del Maipo, como zona cordillerana que es, guarda en sus faldas mucha fauna propia del lugar, como pequeñas culebras grises que se deslizan por las laderas sin hacer daño, sólo asustando cuando se las ve de repente, pero parece que se espantan más ellas que uno.
La gente que siempre ha vivido en los cerros del Cajón las conoce, como una niña que vivía en el fundo Lagunillas. Ella debía tener no más de 15 años, vivía junto a su madre, porque al padre poco y nada lo veía. Era morena y bien crespita, ya se estaba asomando su cuerpo de mujer, pero las ropas andrajosas no lo dejaban lucir... Se crió con la libertad del campo, con la soltura y el amor intrínseco a la naturaleza, y era tan conocedora de ella, que podía curar cualquier mal con hierbas que recogía. Jugaba con los bichos y cazaba lagartijas para entretenerse, mientras metía las patitas al barro y hacía casitas con piedras y hojas... Conversaba con amigos que venían de su imaginación e incluso pololeaba con uno de ellos, estirando su trompita para besarlo. Nadie la veía, ella era libre. Nunca fue al colegio, pero su sabiduría era inmensa. Se crió escuchando a su madre y a la gente que llegaba a su casa, casi toda iletrada pero con la razón de la tradición de sus antepasados, que iba pasando de boca en boca...
Un día escuchó que si un cristiano le echaba orina a las culebras, ellas se paraban y silbaban. A la niña le pareció gracioso, de modo que agarró un caballo, le puso un cuero de oveja y partió en busca de una, porque debía comprobar que era cierto... Recorrió un sendero, cruzó el estero San José, y se tiró por la orilla del Licán. Iba contenta y preocupada de encontrar algún reptil para que le sirviera para comprobar si lo que decía el hombrón era verdad... ¡Pucha la lesera!, se decía así misma, sin hallar nada, porque era raro, ya que todos los días se le cruzaban en su camino. Vio una huella el lado de una matas de quillay, se bajó del caballo y comenzó a seguirla, hasta que atinó: estaba la culebra tirada en una roca al sol. Sin hacer ruido alguno, la morenita se agachó y orinó, y el pichí calló en sus manos. Antes que se le fuera por entre los dedos corrió y se lo lanzó a la culebra. Asustado, el bicho empinó su parte delantera y, tal como lo dijo el hombre, la culebra comenzó a silbar muy fuerte, era casi ensordecedor. Pero lo que la chica no sabía era que, con el silbido, la culebra llamaba a otras para atacar a quien la había enfrentado. La niñita se tapó las orejas y comenzó a retroceder, y en eso, en cuestión de segundos, aparecieron tres culebras y luego cuatro y nueve y más... Ahí la niña salió corriendo y se subió al caballo como pudo, porque hasta el animal estaba asustado, ya que desde siempre les han temido a los reptiles debido a que con su soltura les envuelven las patas y los manean hasta caer. El caballo salió a todo galope, pero unos metros más allá se detuvo la niña para mirar, y con asombro vio que se acercaban millares de culebras y se dirigían a ella. Le pegó al caballo y no paró de correr hasta llegar a su casa. Tan asustada iba que ni el llanto le salía, y al bajarse del caballo para entrar a su hogar vio que el cuero donde iba sentada se le había caído. Pegó un grito y salieron a verla, contó lo sucedido, todos estaban aterrorizados, hicieron unas oraciones para el espanto y por la tarde salieron a mirar, a ver si estos animales todavía esperaban a quien se había atrevido a desafiarlos...
Tres hombres salieron, y como a quinientos metros de la casa estaba el cuero de oveja que se le cayó, pero estaba todo aportillado. Casi se murieron de impresión, porque de haber pillado a la chiquita así mismo la hubiesen dejado. Enterraron el cuero para que las culebras se olvidaran de él y pensaran que habían destruido a quien las maltrató. Caminaron unos metros a la redonda para cerciorarse que no estuvieran husmeando por ahí cerca, pero parece que se habían retirado. Llagaron al rancho con lágrimas en los ojos y se prometieron nunca más contar delante de niños relatos que ellos pudiesen repetir. Pero la niña, mientras hablaban los mayores, siguió parando la oreja, y así aprendió muchas historias, muchas leyendas, muchos secretos que, con el tiempo, traspasó a sus hijos, a sus nietos, y que ahora llegan a nosotros con la riqueza de la tradición oral, que debemos rescatar para que no se nos oscurezcan las mentes con el paso del tiempo... |