Revista Dedal de Oro N° 70
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 70 - Año XIII, Primavera 2014

LINTERNA-TURA

MAMIHLAPINATAPAI
Cuento originario de CECILIA SANDANA GONZÁLEZ
Profesora de Historia y Geografía.
Ilustración de Onii Planett para el cuento Mamihlapinatapai.

Cuando el tren recorría el Cajón del Maipo una tarde de verano, una joven de solo 18 años, luego de una pena de amor, se dirigió hacia el añoso ciruelo ubicado al lado de la línea del tren. Llevaba en sus manos una soga colorada, que de puros nervios le hacía nudos sin parar. Se comía las uñas entre las lágrimas y sollozos. Se inclinaba en la tierra y lloraba, su cara estaba revolcada; no podía creer que el mundo fuera tan cruel, no podía comprender cómo el mundo y su madre no le permitían vivir un amor sin fronteras, sin límites…

A Romeral llegó un señor mayor, tenía como 40 años. Por las calles polvorientas se encontraba a diario con la joven Isabel; al hombre le parecía atractiva. Se sacaba el sombrero cuando se veían, pero de a poco se fue acercando. Un día se sacó el sombrero y le regaló un dedal de oro muy naranjo, otro le regaló una rosa, y otro le entregó un papel que decía: «Nos vemos mañana a las 6 de la tarde bajo el ciruelo».

La alegría era inmensa. Isabel se las arregló para salir a esa hora, porque su madre controlaba cada paso que daba, se bañó y se puso mucha crema en la cara y las manos, porque el aire de la cordillera corroe hasta las pieles más jóvenes… Se acercó, tímida, sin saber cómo caminar, y el hombre ya la esperaba. Él vestía de negro impecable, y en sus manos un ramito de flores silvestres se asomaba.

Al encuentro no sabían qué hacer. Él, con más experiencia, le tomó la mano y la acarició; ella, sonrojada, reía. Después en su diario de vida escribió: «Nunca fui tan feliz como en aquel momento, ya le amaba y ya quería pasar mi vida con ese hombre». No hablaron durante mucho tiempo; ella lo miraba, él le acariciaba su cara. Fue entonces cuando él recordó la palabra que le había enseñado su abuela, que pertenecía a la tribu yámana de Tierra del Fuego; se trataba de Mamihlapinatapai.

Todas las tardes se reunían. De tanto amor las palabras no les salían; se besaban y sus corazones palpitaban… no había ya nada que hacer; ellos estaban destinados a estar juntos…

Entonces un día el hombre se armó de valentía y le pidió matrimonio. Ella no podía de felicidad, pero tenía claro que su madre se opondría; era un hombre mayor, sin bienes materiales, y su madre no sería capaz de mirar la grandeza de su alma…

Partieron sin hablar por la línea del tren, felices, nerviosos y ansiosos llegaron a la puerta de un pequeño ranchito, salía humo por todas las rendijas de la casa, el fogón siempre estaba encendido, y entre el humo y los perros que ladraban salió la madre, que vio a su hija del brazo de ese gañán. Era algo que jamás esperó; ella siempre había querido que esa niñita se casara bien para que la sacara de la pobreza… Con el ceño fruncido se acercó, agarró la escoba que estaba parada junto a la puerta…

―Me presento ―dijo el hombre―; soy Justiniano, vengo de los canales del sur de Chile, y quiero casarme con su hija…

La madre dio una carcajada mostrando su desdentada boca y respondió que eso jamás podría ser, que un pobre nunca se llevaría a su hija. Tomó a Isabel de un brazo y la tiró para la casa, y con la escoba le dio de palos por el espinazo. El hombre corrió y advirtió que no se rendiría.

Pasaron varios días, Isabel no salía de la casa, hasta que un día por la tarde se arrancó, corrió por las calles buscando a su amor. Llegó a la única cantina del lugar, abrió la puerta pensando que allí lo encontraría, pero todos los comensales la miraron con pena. Ella se extrañó y preguntó por Justiniano… Un anciano se acercó y le dijo que su amado había muerto, que lo habían encontrado bajo un ciruelo viejo, sin vida.

Dicen que murió de pena, dicen que murió de amor… La joven enloqueció; su llanto se escuchó hasta San Gabriel, su pena embargó las montañas… Ni los pájaros cantaban, el mundo se paralizó.

Dicen que en el infinito se encontraron, que se aman, que sus almas nunca más se separaron… Y bajo el ciruelo escrito con tizne en una gran roca, se lee Mamihlapinatapai, que es la palabra más concisa del mundo, que describe una mirada entre dos personas, y cada una espera que la otra comience una acción que ambos desean, pero que ninguno se anima a iniciar.

 
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