FLOR BECERRA ROJAS (8), 3°BÁSICO, ESCUELA EL MELCOTÓN, AÑO 2010. |
BASTYAN URIBE Z. (10), 5°BÁSICO, ESCUELA EL MELCOTÓN, AÑO 2010. |
RAFAEL ARIAS A. (11), 6°BÁSICO, ESCUELA EL MELCOTÓN, 2010. |
Un viaje en El Tren hacia los llanos del Maipo
Hace dos días que la tierra se remeció intensamente. Parecía que las montañas caerían y que todo lo que alguna vez estuvo elevado estaría besando el suelo. Por suerte, el relieve mantiene una forma familiar y podemos seguir disfrutando de nuestro paisaje. Corre el año 1958 y me levanto temprano para viajar al valle a comprar algunos víveres que hacen falta. No oculto nunca mi entusiasmo hacia este viaje que me produce tanta alegría. Viajar con mi nieta sobre el lento andar de la Panchita me sobrecoge.
Subimos en la estación El Melocotón, y mientras recargan la locomotora con los caballos de agua nos sentamos en el vagón frente a gentes de aquí y de allá, todos con las esperanzas nuevas, la sonrisa sincera y con aquella boca de fácil hablar. Nos movemos y mi nieta se impacienta; quiere recorrer el vagón de lado a lado intentando no perderse ni una esquina del paisaje. Yo, por mi lado, me enfrasco en una conversación bien noble con un minero de El Volcán.
Antes de atravesar el puente El Colorado, la locomotora se detiene; un grupo de cabras viene atravesando la línea para recordarnos que por estos lugares la prisa no existe, y aunque una pesada locomotora pretenda con ímpetu llegar a su terminal, deberá primero respetar el pausado andar de las bestias del Cajón.
Por mi lado, no me impaciento; el viaje mece mis pensamientos y los eleva. Todos los meses espero este día para entender dónde vivo y hacia dónde voy, y no hay nada mejor que hacerlo junto a mi nieta, y atravesando la quebrada geografía de mi querido Cajón del Maipo.
Seguimos andando, me percato de que los primeros dedales de oro colorean los costados de la línea, mientras en el ángulo del andén se escucha una acalorada discusión entre dos jóvenes. Pareciera que tranzan con la tierra y que no han llegado a buenos términos. No me alcanzan a distraer sin embrago, de nuestra llegada a Puente Alto, donde todo comienza a cambiar, la mirada se hace más amplia, el valle se extiende promiscuo y sobre él una ciudad enorme se construye.
Siempre nos sorprende el andar raudo de sus habitantes… ¿Cómo puede cambiar todo en tan corto trecho? Por eso traigo a mi nieta en el tren, porque el viaje permite establecer un perfecto preludio para este cambio de ambiente. Me imagino que lo mismo ocurrirá para los que viajan en dirección opuesta; aunque el mismo viaje, distinta será la mirada.
Mi nieta y yo.
El último viaje en El Tren… acompañando a la nostalgia.
El último viaje… pareciera ayer cuando por primera vez manipulé esta intrincada maraña de perillas y botones que controlan la locomotora. Mis sentidos ya se adaptaron a todos los movimientos del tren; conozco cada rincón, me manejo con la misma pericia que lo hace un campesino en su tierra, y no le temo a los peñascos. Le confío a este tren todo lo más preciado. Es verano y el calor parece encender el ánimo de los pasajeros; muchos saben ya que será el último aliento que recorrerá la línea angosta hasta El Volcán. Por mi parte conservo la esperanza de que no desaparezca del todo; no es posible borrar de la memoria de los cajoninos tan hondos recuerdos.
A medida que nos adentramos en el Cajón del Maipo voy notando los cambios que han ido desarrollándose en varios pueblos; las estaciones del tren ya no tienen la vida que tuvieron antaño, el pueblo ahora se establece en torno al camino, por donde transitan raudamente autos y camiones. No podrán, sin embargo, acallar tantos sueños y recuerdos que han construido la vida de muchos cajoninos.
Siendo el último viaje, dejo que los niños se acerquen y pregunten cuanto quieran. El viaje ha estado lleno de alegrías; en cada estación sube y baja gente, se saludan, conversan, se vive un instante espontáneo, sin darse cuenta del real drama que trae aparejado: desaparecerá el tren y con él todas las historias que se fueron tejiendo a lo largo de la línea. La historia contará los hitos del tren, sus personajes, su evolución en el tiempo, pero no serán sino lo cajoninos quienes conserven su espíritu.
No es solo una máquina que se empecina en atravesar cañones y cerros escarpados; es un espacio móvil donde muchos sintieron, percibieron, tocaron, olieron, y hasta incluso, amaron. Lo que quedará en el paisaje serán solo ruinas; en las mentes, recuerdos firmes e inamovibles.
Estamos a solo minutos de llegar a El Volcán y la gente está callada. Pareciera que las montañas absorbieron sus mentes hacia un tiempo distinto. Siempre me gustó adivinar las sensaciones de los pasajeros, aunque nunca pude corroborar si andaba en lo cierto. Esta vez no es necesario, la nostalgia se va construyendo en cada movimiento, en el suave respiro que imprime el vaivén de los vagones. La nostalgia se dibuja en mis retinas solo para conservar esta imagen, la última imagen, o tal vez, la primera.
Un maquinista, el último.
Hacia El Volcán. Historias de un minero de La Mercedita.
Siempre llamaron mi atención las consecuencias de la construcción de la mina allá en El Volcán. Yo trabajaba en otra mina, en el sur, y me ofrecieron venirme pa' acá, pa'l Cajón, y yo acepté no más; quería escaparme del frío. Y ahora que caen las hojas y voy viajando en El Tren, no me arrepiento na'.
Llegué a Santiago cuando recién habían inaugurado El Tren. Conseguí instalarme en una pieza en La Obra, así que antes de empezar a trabajar en la mina aproveché de pasear por el Cajón y sus pueblos andando en El Tren.
Me acuerdo de la primera vez que me subí; me llamó la atención lo lento que era, parecía de esos carros que transportan los minerales dentro de la mina. Por eso me gustó, porque así pude ir mirando pa' afuera; yo nunca había estado tan adentro en la montaña y me impresionó mucho lo grande e imponente que era. Al tiro me gustó ese lugar.
Siempre me ha gustado el tema de las construcciones, así que me fijé harto en eso mientras andaba en El Tren, además que paraba harto rato en cada estación, así que tuve tiempo de mirarlas bien todas.
Desde el principio tuve dos favoritas: El Manzano y El Volcán. La primera me gustó porque estaba hecha entera de ladrillos, pero sin pintar, así que se podía ver bien su estructura. Y El Volcán también me gustó por el paisaje que tenía, estaba como escondida entre esas tremendas montañas, y como El Tren no seguía más allá, se veía todo el valle, y eso me encantó.
Me acuerdo que a medida que íbamos subiendo hacia El Volcán, el camino se iba poniendo más complicado. Aparecieron algunos puentes y también el túnel El Tinoco, ya casi al final del recorrido.
El puente del Colorado se convirtió al tiro en mi favorito, porque se parecía a la estación también; era una construcción gigante de ladrillos, con como tres arcos por cada lado, y al medio, casi volando, estaba el puente, con los rieles y los durmientes. Recuerdo que cuando pasé por ese puente por primera vez me dio vértigo mirar para abajo, porque no se alcanzaba a ver el camino, solo se veía el vacío hacia el río.
El túnel también me encantó. Varias veces de las que fui después, me quedaba caminando por ahí y mirándolo; nunca pude entender bien cómo fue construido, cómo hicieron para romper la montaña y crear este pasadizo entre los dos lados. Cuando estaba en la mitad, era como estar adentro de la mina, con toda la montaña sobre la cabeza… me gustaba esa sensación.
Cuando empecé a trabajar en la mina, me quedaba a dormir casi todos los días en El Volcán, así que viajaba poco en El Tren. Pero por lo mismo, las pocas veces en que podía usarlo después, me gustaba mucho. Disfrutaba el andar lento de aquella máquina y recorrer de nuevo las estaciones y los paisajes.
Ahora sigo trabajando aquí en la mina, y cada vez que tengo un día libre me aprovecho de ir a pasear en El Tren; vuelvo a mis lugares favoritos y me reencuentro con tanta gente que sigue usándolo.
Mis amigos viven en El Volcán, también conmigo, así que me voy conversando con ellos y sus conocidos. La última vez viajamos con la vecina de mi amigo Pedro; yo siempre la había mirado, pero nunca me había atrevido a hablarle. Esta vez nos fuimos conversando todo el camino hasta Puente Alto.
Ya estoy esperando mi salida del jueves, nos vamos a encontrar en la estación de El Volcán y vamos a ir a almorzar a Santiago a un restaurant bonito. Es la primera vez que dejo de mirar el paisaje montañoso y me concentro en lo que pasa dentro del Tren.
El minero de El Volcán.
Una travesía invernal sobre un Nuevo Tren.
Esperamos sentados en la estación Puente Alto, la partida de la locomotora que ya empieza a humear hacia el cielo gris y amenazante de la mañana. Es invierno y el frío nos acusa la osadía de nuestra excursión. Queremos realizar una travesía en nieve desde el poblado de El Volcán hacia el villorrio de Baños Morales. Voy junto a dos compañeros de escuela que han acompañado fielmente mi caminar.
Es nuestro primer viaje en El Tren que se inauguró hace apenas dos años, y de ahí que queríamos probar su atávico viaje. Partimos finalmente, atravesando los últimos resabios de los llanos del Maipo para adentrarnos en el Cajón mismo. A nuestra derecha corre incesantemente el río Maipo; pareciera que en su torrente trajera toda la ira de las montañas. No es posible ignorar el majestuoso paisaje que se arropa en las ventanas del vagón; pasan como si fueran cientos, un cumulo de quebradas, de montañas y cañones profundos. A pesar del lento andar de la locomotora, no dejo de sostener la mirada bajo la triste ausencia del relieve ya atravesado.
El esfuerzo sin reparos que imprime la locomotora para vencer cuestas y atravesar riscos, nos estremece. Con qué abrumadora constancia logra este Tren de trocha angosta sobrepasar la altura y adentrarse en lo más indómito del Cajón del Maipo.
Llegamos a la estación San José. Se desenvuelve allí la más variada gama de personajes. Yo me paro a observar y me impresiono con el semblante del arriero, que con su facha se distingue como el conocedor de todos los rincones. Es en él donde descansa todo el conocimiento que se tiene de las montañas y de sus caprichos. Además se distinguen gentes de campo de las estancias vecinas, señoras con sus mercaderías y niños revolviendo el orden e imprimiendo vida y alegría a la estación.
Partimos nuevamente y seguimos adentrándonos en la montaña. A esta altura vemos solo el blanco de las laderas (el invierno en estos rincones se muestra blanco y silencioso); el único ruido es el del paso lento del Tren sobre sus rieles y el río que nos acompaña aún.
Han pasado más de tres horas desde nuestra partida y ya se comienza a divisar a los lejos el pueblo minero de El Volcán. Nos impresiona cómo en medio de esta geografía recóndita se desenvuelve el ingenio humano para alimentarse de los minerales andinos. Sorprende aún más nuestro viaje, que ha remecido el espíritu por tan noble experiencia y tan profundas cavilaciones que se fueron apilando a medida que nos adentrábamos en el Cajón. Lo que queda es caminar, dejar el impulso del vapor para aprovecharnos de nuestra naturaleza nómada y vagar por estas montañas.
Un caminante.