Con mi amigo Mario nos reunimos en la Plaza Italia a las ocho de la mañana, para subirnos al tren que partía con destino al Cajón del Maipo. Este se iba por la calle Vicuña Mackenna hasta llegar a Puente Alto; ahí hicimos trasbordo a un trencito de trocha angosta. Obviamente nos subimos al último carro, que carecía de techo; era el carro de los más jóvenes. El tren era tirado por una pequeña locomotora diesel pintada con los colores de mimetismo de guerra de aquellos tiempos, lo que denotaba su origen militar. Al final del convoy iba otra locomotora idéntica, para empujarlo en las subidas más difíciles. En algunos tramos la velocidad era tan lenta, que nos permitía bajarnos y trotar junto al carro para volver subir cuando aceleraba. El primer carro era completamente cerrado, destinado a carga; el segundo tenía asientos de madera, ventanas de corredera y era ocupado por los viajeros más tranquilos; el tercero, el nuestro, carecía de techo, tenía algunos bancos y barandas en todo el perímetro. El viaje era fascinante, por laderas esculpidas en la pared del río Maipo a dinamitazos y esfuerzo. Casi siempre teníamos a la vista el río; pasábamos por potreros con animales pastando, por avenidas de añosos árboles, cuyas ramas se juntaban en lo alto formando un oloroso túnel, muchos hermosos puentes de piedra; incluso algunos túneles en la roca, con aberturas para ver el río. Había numerosas estaciones donde se detenía el tren para dejar y tomar pasajeros, y donde también subían lugareños a vender sus productos. Recuerdo algunas: La Obra, Las Vertientes, El Manzano, El Guayacán, San José, San Gabriel y, última estación, El Volcán, donde arribamos a mediodía. Durante todo el viaje de subida nos acompañó un sol radiante que prestaba especial luminosidad a los colores.
El pueblo El Volcán carecía de especial atracción, pues parecía estar destinado a la minería, por lo que, con mi compañero, nos dirigimos a los cerros cercanos. A la distancia divisamos a dos muchachas que subían por las escarpadas laderas.
-¡Son las mellizas! -Exclamó Mario.
-Andan solas –agregué-. Apurémonos y las alcanzaremos.
-Hola, ustedes venían en el tren. ¿No es cierto?, ¿son hermanas? Se parecen mucho.
-Somos gemelas. Somos iguales. Yo me llamo Brigitte, y mi hermana, Úrsula -respondió una de ellas.
-¿Qué andan haciendo por aquí?
-Andamos buscando fósiles -dijo Úrsula-. Aquí tenemos algunos. ¡Vengan a verlos!
-Son piedras.
-No, son animales y plantas que con la presión del limo que les cayó encima y el tiempo, se volvieron piedras. Hay que tener ojo científico para descubrirlos -dijo Brigitte-. La mayoría son seres marinos, lo que indica que este suelo estuvo cubierto por el mar en algún momento.
-¿Las podemos acompañar? Ustedes nos enseñan.
-Bueno.
Entretenidos con esta nueva amistad y con la búsqueda, se nos pasó el tiempo volando, hasta que llegó el momento de abordar el tren para el viaje de retorno. Con la piel ardiente por el sol y el seco viento, nos reunimos con el resto de los adolescentes.
Mario, quien era muy sociable, sacó a relucir su reciente truco para atraer la atención: del interior de su chaqueta de brillante raso, extrajo una cajetilla de cigarrillos Premier con boquilla corcho. Con un hábil movimiento de su brazo aparecían cigarrillos, los cuales ofrecía a todos los que le rodeaban. A los que aceptaron la invitación, se los prendía con un encendedor a gas licuado, última moda, haciendo pantalla con su mano izquierda para que el viento no lo apagara. Después de unas tosecitas inoportunas, observamos que solo una niña tenía un cigarrillo en su mano: era una de las mellizas, que lo compartía con la otra. Repentinamente vi a Brigitte, la que más había fumado, ponerse pálida, sentarse en el piso, sus músculos volviéndose de algodón y desplomándose pesadamente. La luz del crepúsculo hizo ver su cara muy pálida, y sus ojos en blanco le dieron un aspecto tétrico.
-Padece del corazón -se escuchó decir a su hermana.
Alguien creía que en el coche del maquinista habría primeros auxilios. Se envió a un joven a investigar. Volvió diciendo que allá exigían que la enferma fuera llevada al primer coche. Varios nos abalanzamos para ponerla en pie, pero estaba completamente fláccida. Algunos la tomamos de las manos, otros de los pies, y ella se partía por la mitad del cuerpo, de modo que su trasero arrastraba por el piso. Probamos varias fórmulas para llevarla, sin que ninguna diera resultado. La seguridad que me proporcionaba el hecho de haber trabajado con mi padre en la construcción y saber que ya a los doce años podía levantar un saco con cemento de 42,5 kg de peso, el cual es escurridizo, difícil de abrazar y tremendamente denso, me dio la confianza para decir: -¡Déjenmela a mí, yo me encargo! Me agaché, la tomé de su trasero, la levanté, y ella pareciera que eso estaba esperando, pues se abrazó a mi cuello y puso su cabeza en mi pecho. Partí al primer carro, sin antes pasar susto al saltar de un vagón a otro. Observado por todos los pasajeros por donde iba caminando, me sentía como Flash Gordon, mi héroe favorito del cine, llevando en sus brazos a su novia Dalia. Antes de llegar a destino, Brigitte abrió los ojos y dijo:
-Ya estoy bien, ya puedo caminar. Devolvámonos. Muchas gracias.
En nuestro carro nos recibieron con gritos, aplausos, y nos unimos al canto que entonaban en ese momento. Como la noche empezaba a caer, la mayoría se tendió en el piso para observar las estrellas, la luz de la luna llena que empezaba a emerger sobre un cerro lejano, y a sentir -aunque no tan conscientes- el aroma de plantas e insectos, más la eclosión de tantas jóvenes feromonas. Brigitte al lado mío y Úrsula junto a Mario, con los ojos húmedos de emoción, nos tomamos de las manos para sentir más de cerca la amistad. Bajamos, iluminados por las estrellas y por la luna que cada vez se hacía más brillante, cantando y, sobre todo, enamorados; sin que nadie se imaginara que en unas pocas semanas más se produciría el mayor terremoto de todos los tiempos a lo largo del país, y el mayor maremoto del mundo en el sur, evento que ocuparía todas nuestras juveniles energías en prestar ayuda a nuestros compatriotas, por lo que perderíamos, naturalmente, las amistades que estábamos empezando a cultivar.
RARA AVIS