Revista Dedal de Oro N° 65
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 65 - Año XI, Invierno 2013

SAMARA: SEMILLA AL VIENTO

VICENTE SILVA, ESCULTOR
CARLOS MORENO LARA
Obra del escultor Vicente Silva.

-¿Y esta pieza está acabada?

Vicente dejó de tallar, miró de reojo hacia el rincón donde yo estaba examinando un trabajo en madera. Representaba un grupo familiar caminando.

-¡Acabada mesmo!

-Bueno, para mí también lo está. Nada le hace falta para decir lo que yo creo que expresa. Al contrario, puede que al trabajarla más pierda vigor.

Vicente, sin soltar el cuchillo, levantó una mano muy negra y grande para apuntar al objeto que se evaluaba.

-La gente con más criterio -dijo en un portugués cansino- no pide que los trabajos queden demasiado pulidos, como si fueran hechos a máquina.

Le pregunté cuánto pedía por la pieza y él se quedó pensando por unos instantes mientras reanudaba su trabajo.

-Para você, cem contos.

Esta palabra, conto, es una expresión coloquial, en Brasil, para la unidad monetaria.

-Me parece bien, pero no tengo conmigo tanto dinero. Si me la guarda, vuelvo a Embú el domingo que viene.

-La puede llevar ahora, ya me pagará cuando vuelva.

Su respuesta me dejó atónito. Era la primera vez que me veía, a mí, un extranjero temporalmente en Brasil, y ni siquiera teníamos un conocido común. Por lo demás, la casa-taller en que vivía con su mujer pintora era muy pequeña y modesta. Hacía diez minutos yo la había escuchado decir que paraba de pintar porque ya no tenía más acrílico blanco. Evidentemente, no estaban en una situación económica particularmente buena.

-Prefiero volver, Vicente, pero si usted encuentra comprador para esa pieza antes del próximo fin de semana, puede venderla.

- No, es suya, pero si no quiere llevarla ahora, no importa, yo la guardo.

Empezaba a oscurecer y yo debía coger el autobús para volver a São Paulo. Nos despedimos, pero yo, fiel a mi promesa, retorné el domingo siguiente.

-Boas tardes, Vicente -le dije de entrada, y el levantó cabeza, puesto que, como en la visita anterior, trabajaba sentado en un escabel bajito manteniendo el trozo de madera en el suelo. Respondió al saludo con una sonrisa amable, que se amplió aún más cuando le ofrecí el fajito con los cruceiros.

-¡Dinheiro! -dijo como si recibiera algo un poco extraño, y luego indicó el anaquel donde reposaba la pequeña escultura. Mi escultura. Vicente me dijo que no había dejado que nadie la tocara, pero que ahora podíamos charlar tranquilos porque, sin duda, yo no tenía prisa por volver a São Paulo. Así lo hicimos, y Raquel, su esposa, entró para pintar y conversar. Hablamos de todo: ambos eran nordestinos. Sus trabajos revelaban claramente eso y también las características que yo más apreciaba del arte afrobrasileiro: simplicidad, buen gusto espontáneo, pasión por lo que hacían y les era propio. Ella era hija de un poeta bastante conocido, que ahora, ya fallecido, se ha transformado en una figura legendaria: Solano Trindade. Este padre tuvo medios para educar a su hija. Vicente, en cambio, había sufrido desde niño el ignominioso destino de tantas familias pobres del nordeste: sequía, hambre, migración y cuantas penurias es posible imaginar.

Con un movimiento en arco de su brazo, Vicente recorrió las piezas que él ha tallado: gente caminando, otro grupo velando un muerto, otro cantando...

-Yo pasé por todo eso, lo que no hice fue la escuela. Tan solo pude más tarde, cuando ya había crecido, y no fue mucho, no.

Juntando una anécdota con otra fue pasando la tarde y caímos al tema de la música brasilera. Comenté algo que había oído de un bailarín y coreógrafo chileno llamado Hernán Baldrich, que hacía trabajo usando temas populares. Según él, toda danza popular tiene su origen en una actividad particular, que puede ser del trabajo agrícola, el enamoramiento de las parejas, comportamiento de aves o animales, etc. Pero con la samba brasilera se trata del acto más simple: caminar. Esto que yo dije fue recibido sin comentarios, aunque la indiferencia era evidente, hasta que yo agregué mi opinión.

-Nunca tomé muy en serio esa teoría hasta que vi el film Orfeo negro, que comienza con esas mulatas jóvenes, en Río de Janeiro, que suben y bajan de la favela llevando cosas sobre la cabeza, con una gracia extraordinaria y al ritmo de batucada.

Ahí, por primera vez, vi a Vicente soltar el cuchillo. Viró la cabeza hacia Raquel y comentó:

-Este muchacho es inteligente, ¿ve?

Creí haber oído mal, de manera que contesté que yo también pensaba que el director de esa película era muy creativo, pero Raquel me corrigió rápidamente.

-No, está hablando de usted.

Un nuevo acto de generosidad hacia mí. Allí estaba este personaje que venía desde Chile y les acababa de enseñar algo nuevo sobre la samba, y este "algo" tenía sentido. Yo no les apabullaba con mi educación, ni ellos se sentían inferiores. Conversaban de igual a igual. Cuando ya me despedía y Vicente empaquetaba mi pequeño tesoro, agregó un obsequio. Una mano tallada en jacarandá de Bahía, en que la mano está empuñada, pero con el pulgar sujeto entre índice y cordial. Es una especie de amuleto para la buena suerte; una "figa".

Volé a Santiago con mis cosas y nada supe de Vicente y Raquel por un par de años, hasta que pasando por São Paulo con mi esposa decidimos visitar Embú. También era domingo y unas amigas brasileras nos llevaron en coche. ¡Cómo había cambiado aquel pueblo! Esas calles tranquilas y soñolientas, por donde la gente transitaba sin apuro visitando las casas donde artistas y artesanos exponían y trabajaban. Ahora las calles estaban repletas de mercaderes de todo tipo: vendedores de juguetes, mujeres vestidas de bahiana vendiendo comida, otros que ofrecían fruta, o cuadros al óleo, cuero trabajado y una infinidad de cosas más. No eran comerciantes ni artistas locales, sino que llegaban a Embú cada semana para el mercado dominical. Pudimos comprobar que Vicente seguía residiendo en Embú, pero su taller estaba en otro sitio. No era solo su taller, sino una sala donde se exhibían trabajos suyos y de otros artistas locales. También acomodaba un bar pequeñito que servía, además de bebidas, cosas de comer. Vicente no estaba, pero una de las amigas brasileras se entusiasmó con uno de los trabajos tallados por él. Cuando yo pregunté por el precio, la respuesta no fue del todo promisoria: 400 cruceiros. Era lo que el Instituto Butantan, donde yo había estado trabajando, pagaba mensualmente a quienes comenzaban en la carrera científica. Estaba completamente fuera de las posibilidades de mi amiga, y también era onerosa para Valentina y yo. Nosotros, sin embargo, estábamos dispuestos a volver, si tan solo para ver a Vicente, y así se lo hicimos saber a la persona encargada de la galería, a quien di señas suficientes como para que Vicente supiera de quién se trataba.

Siete días más tarde estábamos de vuelta, gracias a la gentileza de otros amigos. Embú parecía aún más repleto de gente que la semana anterior y nosotros nos dirigimos directamente a la galería de Vicente. Cuando llegamos, lo primero que hicimos fue pedir sendas caipirinhas para refrescarnos. El lugar estaba repleto, y mientras bebíamos esperando que se desocupara alguna de las personas a cargo del lugar, alguien me puso la mano en el hombro. Era Vicente Silva. Nos abrazamos asimétricamente: yo para arriba y él para abajo. No se podía conversar mucho porque el ruido ambiental era alto, pero Vicente, tras la conversación preliminar, de cuánto tiempo por acá, que cuándo se van y cosas así, fue derecho al grano.

-Supe que la semana pasada você mostró interés por esa pieza -dijo, y yo asentí-. Pues bien, le ofrezco un trato a lo amigo. Me da 40 cruceiros para cerveza y se lleva la pieza.

Era un décimo del precio oficial. Abrí mi billetera y saqué todo lo que tenía en ella. Ochenta cruceiros.

-Esa pieza merece más, Vicente, pero me gusta mucho y es todo lo que tengo conmigo.

-De acuerdo, muchas gracias, pero supongo que en la maleta le queda espacio para algo más- dijo tomando una cara, tallada en madera oscura, que estaba colgada a la muralla. Es un retrato que hice de un visitante africano que pasó por acá.

Departimos un poco más, acabamos nuestras caipirinhas, las pagamos, nos despedimos agradecidos y partimos. Pasaron varios años y cuando volví a Brasil por razones de trabajo, supe que Vicente había muerto. Con nosotros, sin embargo, estará toda la vida, porque tenemos sus tallados, "figa" y todo.

Cambridge, febrero 2009

 
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