Las cosas van mal cuando el sabio va a casa de locos
para operarse de su locura. Anónimo del siglo XVI.
-Anoche, en sueños, se me presentó ni más ni menos que Erastótenes de Cirene –dijo Faleiro muy por lo bajo, en un tono apenas audible aunque sin escatimar por ello su engolada pomposidad ni sus gesticulaciones, convertidas de pronto en inuciosas y ridículas miniaturas de sí mismas. Gestillos cortos, digamos, y breves envaramientos algo femeninos que recordaban vagamente los de una marioneta, esos fantoches que de feria en feria sirven para entretener a los niños y a los bobos.
Apoyándose en el tronco de la higuera y con los ojos puestos fijamente en un vacío que para él, imaginamos, debía estar cuajado de paralelos, meridianos y revelaciones, nos espetó de pronto moviendo la cabeza con tristeza:
-Por si no lo sabes, como me temo, Erastótenes es el griego aquel que, finalizando el siglo tercero antes del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo Nuestro Salvador, calculó el radio de la Tierra con la exactitud de un barbero rasurando la manzana de Adán de un arcipreste.
Faleiro se pasó la mano frente a la cara como espantando una mosca imaginaria antes de farfullar:
-Siempre se dijo que Erastótenes eligió como punto de partida una ciudad egipcia, Asuán, llamada por esos días Siena, por existir allí un pozo profundo en cuyo fondo destellaba el Sol un solo día; entiéndeme bien, Gil: sólo un mediodía del verano. A ese punto lo nombró S. Luego eligió el punto A, que era nada menos que la ciudad de Alejandría, ubicada en el mismo meridiano que Siena. La diferencia es que allí el Sol no caía verticalmen- te, sino alejándose de la plomada en un ángulo que valía un quincuagésimo de la circunferencia. Y aquí os viene lo importante: porque él, el gran Erastótenes, me invitó a mí, este pobre cosmógrafo confinado hoy en la Casa de Locos de Lisboa, a montar en un camello que calificaré de bien enjaezado, verás, propio de un rey mago, para acompañarlo en la sagrada tarea de medir la Tierra a partir de la distancia que separa Siena de Alejandría. Claro que se equivocan todos los cagatintas de la Antigüedad porque ahora, y yo bien me lo sé, no era Siena sino Aun, pueblillo de cabreros que viene a caer en otra parte, a tiro de ballesta de Siena, el lugar del bendito pozo. Una faena larga y tediosa, no lo oculto a vos, pero la misma que no obstante acepté de buen grado. Y, ¿sabes?, novecientos veintiséis kilómetros fue nuestra andadura entre Alejandría y Aun. Y así ambos determinamos, a partir de esos datos y valiéndonos de la ciencia de la trigonometría, que el radio debía andar bien cerca de los seis mil trescientos sesenta y ocho kilómetros que es lo que hoy se sabe, ya bien decantado, mide esta bendita naranja.
Una brisa suave esparcía sobre nosotros el olor de las viñas y los lagares cercanos. Un aroma acre, vivo, festonado de alquitrán y azufre de tonelería.
-Erastótenes, como sabrás, se alzó en vida ni más ni menos que con el cargo de director de la Biblioteca de Alejandría, lo que no viene siendo poca cosa si sabes de qué verijas hablo. Creó un catálogo de seiscientos setenta y cinco estrellas. Y tras perder la vista se dejó morir voluntariamente de hambre, exactamente lo mismo que debiera hacer yo ahora, abandonado a mi suerte como voy, mientras ese hijo de mil putas de Magallanes cruza airoso con sus naos el cabo que yo le indicara; aquel que he dibujado con carbón en el muro encalado, allá -dijo, extendiendo una mano sarmentosa hacia algún lugar del patio.
Y sí: allí estaba trazado entre el negror, creo, en un gesto de carbonilla -tosco, es verdad- el tal Estrecho que hoy ya todos, imagino, se conocen de sobras.
Hallábame por entonces yo encerrado en ese sitio de fantasmas tras pegar fuego a un granero en la aldea de Azinhaga, sin motivos claros. Faleiro era ya huésped antiguo de la Casa cuando yo ingresé al patio de la higuera con mi cajuela inglesa, esa primorosa jaula de hierro que me cubría -como si fuera un pájaro desgreñado y enloquecido- la cabeza. Es verdad que tampoco supe dar razón cierta de los cerdos de Goncalvez a los que envenené con estramonio, ni de mis carreras desnudo por la plaza de Ericeira. Pero en fin: lo cierto es que allí estaba yo, y ahí Rui Faleiro, el desembarcado cosmógrafo de Hernando Magallanes el navegante, alanceado y difunto y entierrado ha mucho ya en Mactán, y cumplida ya la vuelta al Mundo por Elcano, y toda aquella mierda que hasta el más piojoso de los estudiantes de Alcoche bien ahora nos puede gangosear de memoria.
-Siéntate -me siseó la sombra de Rui Faleiro-, que esta noche yo te bautizaré de manera cabal con la verdad más luminosa y más pura de todas. La verdad deshuesada de toda aquella mandanga escrita por el bujarra de Pigafetta. Siéntate -me apuró la sombra-, que esta noche yo te haré comulgar el pan cabal de la verdad más secreta que existe, la verdad descamada de toda floritura. Y te voy a alumbrar el magín con lo acaecido tal y como ocurrió, aunque ni Cristo, por no mentar a ese bacalao de Santo Tomás, me lo crea.
Era ya de noche, y unos perros aullaban a lo lejos en algún lugar de esa Lisboa inexistente y brumosa que con seguridad nunca volveríamos a ver, o nunca vimos. Se acuclilla Faleiro y, dibujando con el índice en un polvo invisible, da comienzo conmigo a su viaje, el verdadero viaje, esa travesía que tiene por teatro los hemisferios y circuitos de su cerebro, lugar único por donde peregrina el hombre, por sus lóbulos desde el hipocampo hasta el hipotálamo, circunnavegando esa sustancia grisácea que es para el humano el único planeta posible.
-El sol se encontraba en la Casa VIII, regida también por Escorpio y Plutón, cosa a ojos vista funesta masculla tras escupir Faleiro–, cuando ese diez de agosto de 1519 la Victoria, la Trinidad, la San Antonio, la Concepción, la Santiago y la Carabela Trinidad estaban por levar muy inoportunamente sus fierros del fondo arenoso del malhadado porto de Sevilla, prestas ya con sus cuadrantes, astrolabios, brújulas, ballestillas, tablillas náuticas, agujas de marear, cartas y portulanos. El día mismo en que subió el bujarrón aquel, el pergeñador de fábulas y embustes Antonio de Pigafetta, admitido a bordo como pasajero de pago, junto con los doscientos cuarenta y uno de entre los que como sabéis sólo regresarán dieciocho. Incluyendo, ¿cómo no?, al manfloro y uranista ese de Pigafetta, con su gordo libro becerro tan malamente rasguñado de falsías y embustes.
Lejos, muy lejos, el mugido de la mar.
Relazione del primo viaggio
El cerebro es una masa caliente, blancuzca, incapaz de generar pensamientos.
Aristóteles.
-Doblando la procelosa raya del horizonte, ¿qué hay? Te lo habrás preguntado muchas veces, como todos los que miran hacia esa lontananza curvada. Pues te lo diré ahora mismo y sin rodeos, Gil: Nada. Porque aquel fluido que el alquimismo intitula éter o espíritu sublime, descubrimos navegando bien a las cortas, no es otra cosa que Nada. Y en medio de eso, de aquella oquedad, es que nos preñaremos para siempre del más vivo de los espantos, por no ser agua, aunque lo parezca, eso que machetean incansables las rodas de las naves, ni espuma eso que salpican sus babores y estribores. Sólo lo ilusorio, arriba y abajo. La horroro- sa eternidad del vacío pasando por las bandas. Dicho esto, Gil, ¿cómo Mefistófeles darle la vuelta a aquello, sino entendiendo que al hacerlo sólo se circunvala una inmensa fantasmagoría?
Dos estrellas fugaces cruzaron la comba, subrayando con su fuego celestial las palabras del cosmógrafo, quien continuó su parlamento en tono seco:
-Bien sabido es que hay una sola mente y que sus sabios pensamientos crearon a través del verbo divino a todos los hijos del altísimo. De la misma forma, y cumpliéndose el axioma de Hermes, el Tres Veces Grande, que nos alumbra con la certeza de que como es arriba es abajo, los hijos de Dios son cocreadores con su padre, y utilizando parte de la mente divina precipitan el producto de sus pensamientos en forma de manifestaciones físicas hacia el mundo de las formas. O sea, de agua, de aire, de cormoranes, de cuadernas, de áncoras y velámenes nada, Gil.
Faleiro volvió a escupir, apoyado en la higuera rugosa que era nuestra única suntuosidad, nuestro único lujo en aquella mansión de penurias.
-Sólo vanos pensares -remató el astrólogo desde las sombras donde lo adivinábamos en cuclillas y haciendo trazos en el polvo, como hizo el Cristo cuando le preguntaron qué hacer con la adúltera-. Pues fue así, quebrando la línea del confín, que las naves de Fernão de Magalhães enfrentaron esa dura verdad a la que a mí, por soberbia, sí, por mero orgullo y por pecaminosa necedad, no quisieran prestarme oídos en su hora. Y fue de ese modo que cayó sin más la flota en los abismos. Sólo gases y partículas de polvo reflejadas apenas en el espejo atormentado del oleaje.
Alguien soltó a lo lejos una carcajada larga y áspera antes que Faleiro siguiera con su monólogo. Otra risa, más cristalina, como de niño, nos llegó de algún lugar de la Casa de Encierros.
-Perdida la Luz del Génesis, debíase marear por un cielo en tinieblas en pos del Rayo Primordial -dijo como para sí entonces-. Y luego comenzar lentamente a crear y crear y a crear el Mundo tal como Él hizo en el día primo, golpeando con el eslabón de la voluntad sin tregua contra el pedernal de la imaginación. Hasta que arda la llama. Y seguir singlando por la materia así creada a chispazos del espíritu que nos habita, día con día, sólo para continuar navegando por la Obra Divina, que por cierto ha quedado inconclusa más allá de la línea del horizonte, realidades que se sabe hasta el más basto apaleador de olivos de Alto Alentejo que vara en mano mira hacia la mar entre las hojas cintilantes. Y eso ya se me hace mucho decir. Pero, ¿quién podía hacerlo hallándome yo aquí? ¿Quién de esos simples comprendía a cabal manera aquellos misterios sutiles, ocupados como iban de que la galleta que comían ya no era más pan sino un polvo lleno de gusanos que habían devorado toda su sustancia? ¿O que les venía muy olisca el agua? Si no era esto, era aquello; afanes todos burdamente humanos e impropios, regados allí por el Diablo para distraer de su destino al elegido. ¿Quién capuchinos va a crearse así un islote siquiera, con ese puño de gañanes ocupados míseramente de las putísimas galletas y los gorgojos y del agua de las barricas, cuando debieron mirar hacia lo Alto y esperar el maná que verterían los astros a raudales, tenlo por muy cierto, tras la creación de cada roca, ínsula, cabo o ensenada, tal y como yo quise con empeño y en balde enseñar- les? ¿Acaso podrá crear lo que resta de Mundo el bruto de Lombardo, que nunca oyó mentar ni siquiera a las Perseidas? El primer error que cometen esos homúnculos mientras roen sus galletas embromadas es imaginar que viajan por la mar. Sí. Y ese es el principal y el más elocuente de todos sus yerros, si queremos aspirar a la exacta medida de su insondable torpeza. La Nada Negra, allí navegan. Esa de donde sólo el hombre instruido, el hombre henchido de Dios puede por ventura sacar provecho merced a las lumbres de su voluntad y al insuflo Divino. He de decir en este punto que en sueños y visiones, inspiradas todas y cada una de ellas por el Santo Espíritu, quede claro que yo, don Rui Faleiro, cosmógrafo, geómetra, astrólogo y astrónomo, he visto el Universo egipcio. ¿Y qué es? Un ataúd, un sarcófago alargado de norte a sur, idénticamente igual que su polvoso país momificado. Y he vislumbrado ahí cómo alrededor de la Tierra discurre el río Ur-Nes, del cual el Nilo es uno más de sus brazos. Es, fíjate bien, un río que mana desde el sur. Y pude apreciar ahí claramente cómo durante el día el sol recorre el cielo, vagando libre y lentamente de oriente a poniente para abordar durante la noche un barco que rodea la Tierra por el norte, navegando ese río Ur-Nes, hurtando de tal modo la luz y mezquinando su resplandor a los seres tras las escarpadas montañas del Dait. Y tampoco negaré aquí, Gil, mis caldeos saberes, que en bien poco y nada difieren de las sabidurías hebreas. Allí el espíritu de Dios se mueve sobre la superficie de las aguas en el primer día de la creación, gracias a esa palabra sagrada original que se pronuncia Ruaj, lo cual en hebreo significa viento. Es ese aire nada menos que esa ánima, el propio soplo que alzó a nuestro padre Adán de entre la arcilla húmeda para darle un destino inmortal. Allí Dios puso primero el firmamento engarzado entre las aguas superiores y las inferiores. Esto es Rakía, la vieja palabra que nombra lo que hoy llamamos Cosmos, y que a la vez y a un tiempo también significa vacío. Sopló para los babilónicos Marduk, el viento, y separó las aguas del cuerpo de Ti'amat, y así la tierra firme surgió como un sedimento de las aguas primordiales. Pero no, claro; Magalhães y sus rastacueros surcan por la mar océano sin comprender ni por un instante siquiera la naturaleza mágica de su cometido, ni nada del espacio donde esa altísima operación debe efectuarse.
Se hizo un largo silencio, al cabo del cual los sonoros ronquidos del cosmógrafo fue lo único que rompió la mudez de la noche. No recuerdo grillos ni ranas ni chillidos de murciélago. Sólo el respirar de Faleiro, su roncar igual que el aserrar de una corvina en el tronco de una encina verde, trabajoso y desacompasado y chirriante y rasposo amén de ingrato, tal como la vida misma de quien lo emitía, sentado ahora en la arena, perdido, con la cabeza descansando en el tronco de la higuera invisible.
¿Estaría todo en verdad girando hacia el día próximo, hacia otra mañana improbable? Entonces fue que sentí, en aquel templo del dolor que es la Casa de Locos de Lisboa, la presencia de Cmun, el Dios de la primera catarata. Sí, el Dios de las fuentes del Nilo reinando en plenitud con su cabeza de carnero sobre las aguas que circulaban por el mundo inferior, acompañando a Ra en su singlar la oscuridad de la noche. Cmun, el viejo Dios que en su torno de alfarero creó a todos los seres vivos, Dioses y hombres. El mismo que dio forma al huevo primordial de donde brotó la luz solar al comienzo de los tiempos.
-Cmun, Cmun -susurré, como llamándole. Y entré así, con su nombre en los labios, en un sueño de agua oscura, gregoriana, de aquel rocío que se recoge en el bosque después de la luna nueva al amanecer; aquella santa agua, digo, que tras filtrar de toda impureza se guarda en una vasija de cristal con una pulgarada de sal y otra de polvo de incienso de olivano. Un sueño fresco y hondo que se irá evaporando, lo sé, mientras mi alma se acoge a la libertad magnánima, pasajera y lustral de su rocío.
Trépano Maestro.
Quítame pronto esta piedra. Mi nombre es Tejón Castrado.
Hieronymous de Bosch.
Con las primeras cuchilladas de sol del amanecer pude verlo. Sí. Ahí estaba. Al despertarme y junto con alzar la cabeza pude ver claramente en el muro a la cal ese mapa del Finis Terrae bosquejado toscamente con un trozo de carbón por Rui Faleiro. Ese pubis, esa lengua que sería el destino de Pedro Sarmiento de Gamboa y otros tantos en un lugar más remoto que Sirio o Ganímedes; territorio aquel que amén de ser la puerta de marear hacia Molucas es ahora, muy al austro, una gobernación del Reino de Chile. Faleiro había descubierto en su mente antes que nadie, en su alma, en sus sueños, en sus fiebres aritméticas, aquesta tierra ignota: Chile. Este mérito secreto jamás le sería reconocido por nadie, ni creo que lo esperara para nada.
-Los locos verdaderos se dividen en cinco tipos: lunáticos, insanos, vesánicos, melancólicos y obsesos –dijo el galeno rascándose la cabeza, como sorprendido de su propia capacidad de memorizar tal listado de disparates que ni él mismo se creía.
La ronda de Maese Texeira, físico y sangrador y anatomista a cargo del ese hospicio -o Casa de Piedad o Infierno en la Tierra o como queráis calificarlo- recorrió temprano las apestadas dependencias. Nadie ignoraba de Faleiro que era el huésped más ilustre de aquel desván. Y todo quien algo alcanzaba a colegir sabía que estaba preparándosele al cosmógrafo una trepanación para extirpar de su calavera la llamada piedra de la locura. Ya habíamos visto sobre una mesa del salón principal las sierrillas, tirabuzones y embudos que Texeira utilizaría en su empeño, junto a un maremagno de hierros, escalpelos, malletes, gubias y lentillas traídas de vaya uno a saber dónde. Con él venían, como siempre, su séquito de asistentes, Do Carmo, Faura y Mego, siempre dos pasos tras él, con el sombrío y bilioso semblante de los que no se hallan a gusto en parte alguna.
La única tarea de Texeira, lo sabíamos bien, era impregnar un paño de lino con celidonia y colocarlo, sin resultado alguno, bajo la axila del loco. Jamás supimos que trepanase ni fungiera de anatomista. Entonces, ¿cómo iba esa nulidad a extraerle el Cabo de Hornos de la cabeza a Rui Faleiro? ¿Y el Canal de Todos los Santos, con qué cartografía le sería extirpado al cosmógrafo de Magallanes?
Es bien conocida la pintura del Bosco intitulada Extracción de la piedra de la locura, donde se nos presenta al paciente en un círculo mostrando una herida en su cabeza a un matasanos y a sus ayudantes, dispuestos a corroborar el éxito de la operación tanto como a propagar las alabanzas del falso médico que luce ostentosamente su título, utillaje y artes, bajo la implacable mirada satírica del pintor. Al enfermo le extraen un tulipán lacustre de la frente, tulipán que también está sobre la mesa y que es símbolo del dinero que va a parar a la bolsa del charlatán. (...)