ILUSTRACIÓN DE EL ÁNIMA DE LAS LAJAS POR ONII PLANETT.
Ese día jueves de agosto, había sido uno como tantos otros para José. Apagó su notebook, lo enfundó cuidadosamente y sintió la campanada del antiguo reloj en la pared de su oficina, que daba las 8 de la tarde en punto. Se le había pasado la hora, la ciudad oscurecía y el frío calaba los huesos. Pensó en el largo camino que le esperaba desde el centro de Santiago hasta San José de Maipo y decidió apurar el tranco lo más que pudo hacia el estacionamiento del edificio.
Abogado de profesión, había emigrado desde el sur de Chile el año 2000, para buscar nuevas oportunidades laborales en la capital, teniendo especial cuidado de fijar su residencia en un lugar alejado de mundanal ruido y que a la vez le recordara su tierra natal.
Abordó ágilmente su económico y veloz automóvil y enrutó por Avenida La Florida. Cuando pasó Las Vizcachas y entró al pueblo de La Obra, se le vino el alma al cuerpo; siempre lo embargaba la misma sensación cuando llegaba a ese punto del camino, era como que ya estaba en casa, en su Cajón del Maipo, con esa brisa nocturna, invernal, casi gélida, pero tan pura y desintoxicada. Encendió la calefacción y pensó en la cena que le esperaba en casa junto a su mujer y a su hijita de tan solo tres años. Se sintió afortunado de tener a estas dos mujeres junto a él y la emoción le indicó que estaba completo y feliz.
Pasó Las Vertientes, El Canelo y llegó raudamente a la recta que conecta con El Manzano. Entre pensamiento y pensamiento, algo lo distrajo en el exterior, fue como un reflejo en medio de la oscuridad, algo así como una niebla espesa y muy blanca, deslizándose de lado a lado del camino. Miró de reojo hacia su derecha y pudo advertir un cartel caminero que señalaba: "Las Lajas". Una inquietud inexplicable se apoderó en ese momento de su cuerpo y de su espíritu, algo que no le había pasado otras veces, pero trató de disipar la sensación encendiendo la radio y tarareando la melodía que sonaba. De pronto, sintió que no estaba solo, que algo o alguien lo observaba desde atrás, que una energía potente le perforaba la espalda. Alzó la vista entonces hacia el retrovisor… y la vio…, blanca, casi transparente, sentada en el asiento trasero, inmóvil, con unos penetrantes ojos negros que lo miraban a través del espejo. Casi involuntariamente posó su pie en el freno, haciendo chirriar los neumáticos, y en fracción de segundos, reflexionó sobre la imposibilidad de aquella visión, atribuyéndola al cansancio de la conducción. Miró nuevamente y en el acto por el retrovisor, y claro, allí estaba, silenciosa y eterna, mirándole, como si algo quisiera decirle.
José pensó rápidamente en la posibilidad de que aquella mujer se hubiese subido en el estacionamiento del edificio para asaltarlo, que tal vez viajó todo ese rato tendida en el asiento, y ahora que se encontraban en un lugar solitario y oscuro, se había dejado ver y lo atacaría con una pistola o con un cuchillo, y tal vez era capaz hasta de matarlo.
Detuvo completamente el auto y lo orilló en un espacio que le ofreció el camino. Allí, según le decía su lógica, tendría que actuar rápido y ponerse firme, inmovilizarla y llamar a carabineros, y en definitiva, averiguar qué diablos hacía esa mujer en el asiento trasero de su vehículo.
Tardó dos segundos en bajarse, pero fue inútil, buscó por todos lados, pero no había nada ni nadie; la mujer que viajaba en su auto ya no estaba, se había esfumado, no existía, no había rastro alguno de ella; solamente un perfume intenso de violetas invadía la atmósfera. Rezó entonces como nunca en su vida lo había hecho, con los cabellos erizados y temblando de pies a cabeza. Se encomendó a todo santo conocido y juró por su madre no llegar nunca más a su destino ya caída la noche.
Desde ese día, cada vez que José pasa por el lugar, eleva una plegaria a la mujer del camino y realiza la señal de la cruz, para que poco a poco esa alma errante se dé cuenta de que ya no pertenece a este plano y se vaya por el sendero de la luz.