Revista Dedal de Oro N° 63
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 63 - Año XI, Verano 2013
LINTERNA-TURA
SOBRE PECES, HOMBRES Y OTRAS BESTIAS
HISTORIA PARA HOMBRES YA GRANDES QUE TODAVÍA NO HAN LLEGADO A SER ADULTOS

ARMANDO FREYHOFER

Ilustración de un niño observando una pescera




Ilustración de una pescera

ILUSTRACIONES : ONII PLANETT

El título hará creer que soy un enemigo de la humanidad, pero no se piense así. He tenido malas experiencias con algunos que se las daban de ser los mejores individuos del mundo. Por suerte me di cuenta, casi a tiempo, de lo que eran y me aparté de ellos, de sus influencias nocivas y sus poderes, y podría decirlo así, me salvé. Hay otros que ni sabían cómo eran y me di el trabajo de abrirles los ojos y mostrarles que aquello que estaban haciendo no era lo más aceptable de la vida y, no muchos, pero algunos, se decidieron por ir poco a poco por un mejor camino. Lo digo esto con felicidad y orgullo. Estos viven ahora muy felices.

Hay personas difíciles a quienes uno no sabe cómo tomarlos. No voy aquí a citar ningún nombre, porque eso me echaría a perder todas las ganas de escribir, pero... son difíciles. Dejemos a las gentes con sus virtudes, bondades y maldades y perversiones, que para ello hay otros que han estudiado mucho y podrán escribir y ponernos al tanto y nos enseñarán más de algunos conceptos útiles sobre la vieja y siempre tratada (también en cada revista baratilla) sicología humana.

Entre mis aficiones me he dedicado con tiempo y deleite a tener buenas relaciones con animales. También con los que son complicados, desde mi punto de vista.

Cuando era niño una vecinita tuvo la idea de traerme un pez. Lo trajo en un frasco y me lo dio diciéndome "tómalo y mantenlo en tu casa, te traerá buena suerte". El pez mismo no me parecía de los más bellos. Estaba completamente mojado, lo que al él no parecía molestarle. Sus ojos eran muy grandes para su tamaño. Tenía unas aletas que movía con destreza y calma. Se acercaba al vidrio que lo tenía prisionero y a mí me parecía que trataba de comunicarme algo. Mi impresión estaba plagada de dudas. Gatos y perros me entendían y sabían decirme claramente lo que esperaban de mí. En general no querían otra cosa que jugar o simplemente caricias. Pero cómo comunicarme con este ser extraño que me miraba en algunos momentos insinuante y en otros tímido, como si hubiese descubierto en mí una pizca de maldad. ¿Tenía un nombre? Muchas veces la amistad comienza diciendo soy Joselito, ¿y cómo te llamas tú? Pero me di cuenta de que con la anatomía de su boca, aunque pronunciase algunos interesantes conceptos a través de la acústica en ese cristalino líquido en el que nadaba, mis oídos no podrían captar ni una palabra. Pensé en lo interesante que es cuando uno se encuentra con gentes de otra raza. Se descubren costumbres, se adivinan rituales y tradiciones, y entre palabras apenas entendidas se establece una comunicación ligera. Ese es el comienzo de un contacto. Tal vez aparece una sonrisa, las manos se acercan y hasta se llega a intuir tolerancia y comprensión. Pero qué digo yo en este caso frente al más lejano ser que me había traído esa niña que, con su gesto amable, me había dicho más de cincuenta millones de palabras de una enciclopedia.

La verdad es que no había visto muchos peces de cerca. Tenía una idea de su forma completamente adaptada a la vida en el agua y punto. Los que más había observado, y esto con una muy ligera, casi desinteresada atención, habían sido puestos en el mesón de la cocina y dejados allí a la espera de su destino final. Ya no se movían, sus ojos no tenían brillo ni expresión y despedían ya un ligero olor a mar. Y más no sabía yo. Cuando le dije a mi madre que me habían regalado ese pececillo y se lo mostré, me hizo ella una larga lista de preguntas. ¿Quién te lo dio? ¿De dónde lo sacaste? ¿Qué quieres hacer con él? En ese frasco no podrá pasar toda su vida. ¿Sabes qué inhumano es tener un animalillo allí prisionero, sin compañía, sintiéndose siempre observado por alguien sin saber si este se le acerca con buenas o malas intenciones? En general, los propósitos no serán mucho más puros que los del gato, que este en todo caso obedeciendo a su instinto no querrá hacer otra cosa que volcar el frasco y comérselo al instante. De los humanos sabe él también mucho y estos le darán terror, preguntándose qué barbaridad están pensando hacer con él. ¿Dónde lo pondrás, cómo lo alimentarás? Seguramente crecerá y será necesario ponerlo en una fuente. No sabes qué tipo de pez es, hay peces de más de siete metros de longitud y con seguridad hay otros más grandes que los hombres todavía no han llegado a ver. Tendremos aquí un monstruo que ni nos dará apetito para comerlo.

Mi madre era buena, maravillosa, directa. La vida le había hecho aprender que ante cada nuevo problema había que encontrar una solución rápida, antes que este nos acarreara todavía más conflictos. Yo ya iba por el camino de seguir sus huellas. Me di cuenta que esa frasecilla de mi vecinita, "te traerá buena suerte", fue una muy infantil expresión, sin análisis de su parte. Con el tiempo también he aprendido que pocos analizan lo que dicen o escriben. Yo debería haberme detenido, como mi madre, a ponerle toda esta larga lista de preguntas a mi vecinita. Ahora yo ya estaba pensando en las consecuencias que podría traer una propuesta, una actitud no estudiada. Seguramente había peces en el mundo, todavía por el hombre no vistos, que desde su primer estado de diez centímetros de largo podrían alcanzar longitudes por nosotros no imaginables. El océano era inmenso y allí cabían millones de vidas de todas formas y tamaños. La tierra y el mar no habían sido creados solamente para esos pescadores que se ganaban la vida sacando nuestros alimentos del inmensurable océano, no sólo para pasajeros que se daban el placer de gastar su dinero en cantidades monstruosas y que sin saber qué hacer con él viajaban de puerto en puerto sin preocuparse de si ese dinero sería más útil para otros que cada día tenían que pensar de dónde sacarían las pocas monedas necesarias para seguir comiendo un pan duro o tal vez simplemente robar. La miseria no tiene esos escrúpulos de quitarle algo a ése que mucho tiene (también sin escrúpulos), ni tampoco para limpiar playas de sus algas aromáticas y curiosas en sus formas para poder darles espacio a los veraneantes para que puedan lucir sus toallas de diferentes marcas famosas, reclinarse gozosos en sus hamacas bajo quitasoles multicolores, tomar un libro que no alcanzan a leer ni hasta la página tres, ser despertados por un amable vendedor de helados, frutas, chocolates, sangrías y otros descubrimientos de comerciantes activos, beber sus bebidas a medias y seguir pensando en las mil maravillas que la industria del pasatiempo les ofrece para sacarles de su aburrimiento largo, definitivo, eterno.

La naturaleza, sin prisa pero sabia y segura, era naturalmente estorbada por todos estos actos salvajes, pero no se preocupaba de estos estorbos parciales y momentáneos de la llamada, por el hombre mismo, humanidad. Sus planes eran mayores e indiferentes. Su meta no era ni grandezas extremas, ni tampoco la microscopia, ese campo en el que ya había dado gigantescos pasos, tan grandes como en la creación de todo ese universo del que apenas teníamos una nebulosa idea.

Pero a mí me siguieron preocupando las advertencias de mi madre. Olvidemos las posibilidades de que se tratase de un pez que alcanzaría inesperadas magnitudes. Qué pasaría si ese pececillo, que me miraba atónito tratando de descubrir a tiempo mis intenciones para salvarse de una catástrofe que, viviendo en nuestra cercanía -los hombres-, no se podía pensar nada más que en destrucción. Yo ya había aprendido algo sobre la reproducción de los animales. ¿Qué podría pasar si en unos días más aparecieren allí en ese frasco, que se iba haciendo estrecho ante mis ojos, otros pececillos, contentos de su estado, ignorando que su futuro, menos que eso, sus días, estaban contados? Y aunque yo los pusiese a tiempo en una fuente más grande o en un adecuado acuario, debería calcular, mejor dicho informarme pronto, en el mismo momento, si esta especie se reproducía cada mes, o dos meses. Mi familia se vería comprometida con gastos que apenas estaba en situación de soportar. Habría que instalar en un lugar vecino a nuestro patio otros acuarios de proporciones fenomenales que pudieran mantener a estos caballeros andantes, hidráulicos seres, en un medio adecuado a las exigencias de su herencia, su genética o, mejor dicho, su destino. El espacio vital me fue en ese momento un concepto, hasta ahora inadvertido, algo más que serio. Había leído en periódicos con qué rapidez y sin freno la humanidad estaba aumentando. Pensé con horror en lo que podía ocurrir porque un simple Joseillo de la familia Cienfuegos, cuando una linda vecinita con todos los encantos de sus añitos le había dicho "quédate con él, tú lo podrás mantener en casa", había respondido "sí".

Les tengo que decepcionar con el desarrollo de mi primer pez en casa. No piensen que de los acuarios gigantescos que habría construido mi familia algunos de esos náuticos animalillos se filtraron por las grietas producidas por un terremoto, se dirigieron ni tontos ni perezosos por los desagües hasta los próximos ríos torrentosos, alegres, rápidos y cortos que los llevaron hasta ese océano maravilloso que, con generosidad, los cobijó en su seno, donde se multiplicaron y se multiplicaron, quizás al cuadrado, llenaron ese mar y la naturaleza ahora planea un método para enviarlos en viajes espaciales a otros planetas bellos, sanos y generosos como el nuestro para que los peces de Joseillo y su vecinita encuentren otra vez un mundo para sí.

El final es bello y consecuente. Mi padre oyó la historia, miró al pez y me dijo: "Ve a devolverlo". Mi abuelo, que escuchó este ineludible mandato, me dijo: "Ven, muchacho, yo te acompaño. Salvemos de una catástrofe el pequeño mundo de este hogar." Todo resultó bien, pero yo seguí ocupándome con cifras sobre la reproducción no solamente de los peces, sino que sobre toda la vida orgánica. Mi profesor de biología trató de consolarme diciéndome que la naturaleza tenía muchos mecanismos de controles para ponerles límites a todos los seres, fuesen humanos, plantas, microbios, bacterias o minerales. Las epidemias tienen su propósito, su finalidad, y obedecen a un inteligente programa. El profesor de física nos dio una bien fundada conferencia sobre las leyes que regían el universo entero más allá de todos los límites para nosotros imaginables. El profesor de filosofía nos habló de todas las posibilidades, también las inimaginables, que había para formarse una idea de lo que es la existencia. El profesor de castellano nos aconsejó pensar y escribir sobre aquello que nos imaginamos. "El espíritu es lo único que transcenderá. Da lo mismo si lo que te imaginas existe realmente o no. Desde el momento en que lo imaginaste, aquello tiene existencia... Biólogos, matemáticos, físicos, esos le han hecho mucho más daño al mundo, con todo su mesurable, dudoso saber, que nosotros los inocentes, tranquilos filósofos." Y salió de la sala de clases sin mirarnos, sin decir más, ese profesor inolvidable a quien le habíamos dado el sobrenombre de "El Chato".

 
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