Revista Dedal de Oro N° 63
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 63 - Año XI, Verano 2013
LINTERNA-TURA
DOS VERANOS

RODRIGO PAYÁ GONZÁLEZ

RODRIGO TIENE 50 AÑOS, ES INGENIERO EN ACUICULTURA, PRODUCTOR AUDIOVISUAL Y MÁSTER EN GESTIÓN AMBIENTAL. ESTO NOS LO DIJO ÉL MISMO, PERO NO MENCIONÓ SU CALIDAD DE ESCRITOR, QUE SIN DUDA LA TIENE. NOS CUENTA: "A LA TEMPRANA EDAD DE SEIS MESES FUI LLEVADO POR MIS PADRES A ACAMPAR EN EL CAJÓN. MI PADRE ERNESTO, DESTACADO MONTAÑISTA, NOS MOSTRÓ SIEMPRE LA MONTAÑA, JUNTO A MI PADRINO CARLOS ÁLVAREZ. EN ADELANTE FUI CON MIS COETÁNEOS A EXCURSIONAR. ACTUALMENTE MI MADRE VIVE EN EL PUEBLO DESDE HACE 18 AÑOS Y YO SOY UN HABITANTE PEREGRINO DEL CAJÓN." ESTE ES EL PRIMER CUENTO DE SU PLUMA QUE PUBLICAMOS:
Ilustración de una silueta femenina en las montañas

Me bajé ansioso y contento del minibús que me había llevado hasta ese rincón de las montañas. Era una gran planicie en cuyo centro había una laguna con bastante agua para ser verano. Estaba casi a 3000 metros de altura y la única sombra era la que daban unas peñas gigantescas a la orilla de la laguna. Como todos los veranos, se había formado una pequeña comunidad de excursionistas con sus jeeps todoterreno y sus carpas, además de los visitantes que llegaban por el día en el minibús. Este fue acomodado entre las peñas a la espera del retorno. Pero yo no iba a volver ese día. Mi meta era la Laguna del Huacho, que quedaba a muchas horas de caminata en dirección ascendente, hacia el este. Así que me acomodé la mochila, saqué agua de la laguna y me puse a caminar bajo la cobija de un ridículo pero útil quitasol playero. La planicie se fue transformando en una cuesta suave en esa inmensa soledad taladrada por el sol. Después el derrotero se convirtió en sendas pocas veces pisadas entre peñas gigantes como grises dioses que impertérritos me observaban, dándome una silente aprobación. Yo seguía las indicaciones que me habían dado otros fotógrafos exploradores como yo, y al parecer eran bastante exactas. El ocaso me pilló entre esas luces marcianamente naranjas y luego violetas. Disparé la cámara innumerables veces con la boca abierta por tan increíble espectáculo de durezas ablandadas por la luz. Ya con la ayuda de la luna llegué a la Laguna del Huacho, que era una simple pocita de 30 por 30 metros. Demasiado cansado para comer, armé la carpa y me acosté ya que quería hacer fotos al amanecer.

Con la primera claridad salí de la carpa con mis aparatos de fotógrafo a capturar el milagro de la aparición de las cosas por la luz besadas. Nieves a lo lejos, arenas y agua en lo cercano. Maravillado, pasaron las horas. En una de esas apunté el zoom a fondo hacia el camino que había hecho el día anterior y en el cuadro apareció una motita de color naranja que desentonaba con el entorno. Me quedé con el zoom pegado mirando cómo la motita crecía y se transformaba en una figura que venía hacia mí. Antes de reconocer un rostro me llegó primero un canto alegre de una voz femenina, como el canto que usan los montañeses en todo el mundo para darse ánimos al caminar. Ya más cerca me di cuenta de que yo no entendía ni jota lo que decía, era un idioma que me sonaba europeo. Finalmente la figura llegó a mi lado. Era una gringa de pelo rubio casi blanco con dos trenzas que enmarcaban un rostro que era pura sonrisa y ojos azules, con una nariz de juguete. Debía ser unos dos años menor que yo pero aparentaba menos, casi adolescente. Se puso a hablar en su extraño idioma y no me hizo caso cuando le pregunté si du yu espik inglich, así que me puse a escuchar su relato y su sonrisa pegajosa que a veces era una risotada alegrísima. En un momento me miró la cámara y se puso más contenta. Sacó de su mochila una cámara de esas para quitar el hipo de cototas y creo que explicó que era fotógrafa (creo, porque entre las palabras que decía escuché algo como "foto" y ella se señalaba con el dedo). Yo le mostré lo que había hecho en la mañana y ella asintió con entusiasmo. Así que sin más, nos pusimos a recorrer las sendas tomando fotos, amenizados por su clara risa y comentarios en quién sabe qué lengua.

No sé por qué motivo me acordé del verano de 1977, cuando tenía 14 años. El sol asesinaba las calles de la ciudad vacía y resplandeciente en demasía, reverberante. Nada se movía con ese aire caliente que más encima soplaba como brisa de aceite caliente. Lo único bueno era que estábamos partiendo a la playa, a Quintero. Apenas llegamos fui a reconocer la playa más cercana, El Durazno. No había mucha gente y llamaba la atención un grupito que no paraba de tirarse piqueros sobre las olas. Y lo que más me sorprendió fue una niña haciendo esas piruetas, raro en las mujeres de esos años. Al otro día volvería a esa playa porque algo me quedó en la retina.

Mientras ese recuerdo me asaltaba, seguíamos con la gringa en nuestra excursión. En el hombro de su parka vi una banderita que estoy casi seguro era de Polonia. Yo le celebraba todas sus risas aunque sin entender ni jota y ella no paraba de discursear y canturrear. Como a las cuatro de la tarde llegamos de nuevo a la Laguna del Huacho. De inmediato la gringa se empelotó y se metió al agua a chapotear. Me acordé que esa vez en la playa El Durazno vi con más calma a la niña. Debe haber tenido unos 13 años y era muy estilizada y pequeña aunque ya con sus partes todas completas. Llevaba un inusual bikini hecho de puras tiritas amarradas y más pequeño que una zunga, al estilo brasileño (yo lo había visto en televisión) y su cuerpo estaba bronceadísimo. De la nada me metió conversa en la forma más natural del mundo y hablamos puras cabezas de pescado. Lo que me quedó claro es que le decían Mousie, porque parecía un ratoncito, y que había vivido un año en Brasil. Y su cara era así, graciosa. Nos tiramos piqueros toda la tarde y yo no me podía despegar de ella. No tenía idea de lo que era enamorarse, pero yo estaba gravitacionalmente atraído por ella pero sin sufrimiento, con una gran sensación de paz interior. Me sentía comodísimo con ella. Tan cómodo como con las risas de la gringa. Me pidió con señas que le tomara fotos calata, sentada en la orilla, nadando y hasta haciendo un cara pálida. Después de las fotos también me tiré a la refrescante laguna. Cuando nos pusimos medio morados nos salimos y nos arropamos con una toalla. Yo la abracé para darle calor y después nos sentamos a mirar el atardecer. Encendimos las lámparas y nos preparamos algo para comer. Por mientras volvía a recordar...

Yo me acordaba que esa vez en la playa nos pilló el atardecer y cada uno partió para su casa, salados y cansados pero contentos. Me dio un beso en la mejilla dejándome su olor a bronceador, embrujándome. En la noche salí con mis primos a la reunión obligada en la playa: la discoteque. Todo el mundo iba, con la cara brillante de tanta crema Nivea, y a todos los dejaban entrar. Una vez adentro, la busqué y no me fue difícil, ya que estaba bailando, moviendo su cuerpecito con la gracia que tienen las cariocas. Al siguiente tema, uno de Barry White, la saqué a bailar y todo fue tan encantador como en la playa. Estábamos en una nubecita de algodón. Bailamos Donna Summer, algo de Bee Gees y con Una Blanca Palidez, de Procol Harum nos dimos un besito, casi un roce nada más para no romper la magia. Ella rió mucho y seguimos bailando hasta que sus hermanos tocaron retirada. Me dijo que vivía por Las Rejas con San Pablo y a mí me pareció súper lejos de mi casa y me dio su número de teléfono, pidiéndome que la llamara en marzo. Yo me quedé con un feliz desasosiego en el alma. Por mientras, la gringa había sacado una botella con un líquido transparente y una etiqueta escrita en polaco, creo, y le empezamos a poner y a bailar al son de las canciones que ella cantaba. La embriaguez nos llevó flotando a caer en los brazos de esa otra borrachera, la del sexo. Nos agarramos sin soltarnos todo el tiempo que fue posible y sin ocupar los sacos de dormir. Como la noche estaba tibia nos dormimos así no más. Yo recordé que al otro día busqué a Mousie en la playa pero no había caso: se había ido.

Al otro día me desperté con el sol ya alto en el cielo. A mi lado no estaba la gringa ni nada de sus cosas. Solo encontré una banderita de Polonia, creo, que me había dejado encima de mi mochila. Y en aquella lejana vez, en marzo, traté de acordarme del teléfono de Mousie porque no lo había anotado, confiando tanto en mi memoria como en que la magia de todo lo sucedido me ayudaría a encontrarla y no pasó nada. Solo recuerdo que empieza con 773.

 
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