generan las personas, y allí había una gran cantidad de dolientes, lo que denotaba que el occiso había sido muy conocido o estimado.
Aún muy confusa, la muchacha no supo qué hacer y no opuso resistencia cuando la viuda, de unos cuarenta años, volvió a abrazarla demostrándole así que compartían el mismo dolor. En el momento mismo en que la enlutada, con mayor ahínco comenzó a sollozar -como si hubiesen estado esperando esa señal- sus gimoteos contagiaron al grupo de viejas plañideras, las que casi al unísono expusieron a los dolientes un escogido repertorio de lamentos, gemidos y lacrimosos llantos, todo matizado con aparatosos gestos de dolor y con el escandaloso ruido que hacían al sonarse. Mientras tanto la viuda, repetía una y otra vez: ¡Si era tan bueno, tan bueno...! Matilde, contagiada por la dolorosa escena que se desarrollaba ante sus ojos, no pudo sustraerse a la enorme carga de emotividad y sufrimiento, y luego de titubear por algunos instantes, resueltamente se unió al grupo de dolientes en sus sollozos, secando sus lágrimas con un pañuelo negro que llevaba anudado a su cuello. Al escuchar nuevamente el ¡Era tan bueno el finao...! también se unió a ese lúgubre y lastimero concierto de dolor, repitiendo: ¡Era tan bueno…! Como en una obra teatral largamente ensayada, el grupo de mujeres quejumbrosas repitió a coro: ¡Era tan bueno el finao!
De pronto Matilde se sintió asombrada de su propio llanto y lamentos, y no pudo entender la kafkiana escena que había estado viviendo. Se dio cuenta del absurdo que significaba participar del dolor de personas ajenas, derramando lágrimas por un difunto anónimo y que ni siquiera sabía cómo se llamaba.
Cuando la viuda tuvo que ausentarse con urgencia del salón, como si la conociera de toda la vida, la dejó encargada de recibir a los nuevos visitantes que en gran número continuaban llegando al velorio. La enlutada mientras tanto, se perdió fugazmente por una de las puertas laterales del salón.
Con el paso de las horas, se renovaba el contingente solidario, en su mayoría mujeres. Después de acomodar los ramos de flores y coronas que traían como tributo al fallecido, las patronas se incorporaban al velatorio con sus rezos, pero habían llegado decididas a opacar la actuación de las plañideras, que las habían antecedido en esa capilla ardiente. Imitando las teleseries más cebollentas de la tarde, realizaron una contundente demostración de sus mejores llantos y sollozos. La mayoría, al ver a Matilde y confundiendo su estupor con dolor, pues la muchacha permanecía trémula y desconcertada al lado del ataúd, se acercaba para abrazarla y manifestarle que compartían su terrible pérdida.
La sala donde se velaba al occiso ya se encontraba repleta y un fuerte vaho hacía casi irrespirable el ambiente impregnado de toda suerte de olores y emanaciones humanas; todo mezclado con la pesada fragancia de flores que inundaba la habitación.
Debido a la espesa niebla saturada de hedores pestilentes, a la que se había agregado el humo de los fumadores que conversaban animadamente en una sala contigua, la joven se sintió ahogada y comenzó también a preocuparse por la hora. Por una ventana que daba a la calle advirtió que las sombras de la tarde habían oscurecido las empinadas montañas que rodean San José. Matilde hizo ademán de levantarse y abandonar ese doliente lugar, pero justo en ese momento regresó la viuda secándose las manos, a la vez que sin darle tiempo, le reiteró sus suspendidas y solidarias muestras de dolor. Mientras miraba lastimera pero estudiadamente hacia un cielo metafórico, ubicado entre las telarañas del techo, y para reponer el tiempo en que se había ausentado, atropelladamente, la doliente en repetidas ocasiones exclamó con gran convicción: ¡Si era tan bueno…!
A estas alturas, la joven no se atrevía a manifestarle a nadie que ella sólo era una intrusa, pues temió provocar un escándalo mayor si se descubría que nada tenía que hacer allí, de modo que seguía muy compungida al lado del féretro, no por el dolor ajeno de cuyas manifestaciones había sido testigo y… también compartido, sino que preocupada por el devenir de los acontecimientos. En ese momento comenzó a lamentar la curiosidad que la había arrastrado a esa bochornosa situación e intentó explicarse la insólita circunstancia en la que se hallaba. Matilde imaginó que quizás la habían confundido con algún pariente o hija desconocida del difunto. Por su parte, los deudos deben haber pensado algo similar; de otro modo resultaba inexplicable la aparición de esa bellísima muchacha en el velatorio y el trato de doliente que le habían dado todos. Sin embargo, nadie, ¡absolutamente nadie!, al menos le preguntó: ¡Quién era realmente ella! Matilde comenzó a sentir verdadero miedo, pues calculó que ya era bien entrada la noche y seguía incorporándose al velatorio una gran cantidad de gente.
Con mucha preocupación la joven advirtió que por la hora, los recién llegados en su mayoría eran varones, los que de inmediato abrazaban a la viuda y luego al verla a ella, reforzaban sus mejores abrazos de conformidad. La verdad es que todos concordaban en sus exprimidores apretujones, en medio de vivas muestras de congoja por la partida del difunto. La estrechaban más de la cuenta pero todos coincidían en reconfortarla solidariamente, acariciándole su bello y blanquísimo rostro.
Cada vez que Matilde realizaba ademanes de huir de ese lugar y se levantaba de su asiento, presurosa llegaba alguna de las viejas para reanimarla, pensando que al borde del colapso le costaba dominar su gran dolor y la hacían sentarse de nuevo, dándole suaves golpecitos en la espalda, para reconfortarla.
De pronto la muchacha se vio reflejada en un gran espejo ovalado, adosado a una de las paredes del recinto. En ese momento comenzó a entender, en parte, la singular situación en la que se hallaba, pues reparó en su ajustado vestido y zapatos negros y el pañuelo del mismo color anudado alrededor de su cuello, vestimenta que caprichosamente se había puesto aquel día, sólo por contrariar a su madre. De ese modo pudo comprobar el enorme contraste que el albísimo color de su piel producía en ese lugar oscuro, pero además todo se veía realzado en su esbelta figura, principalmente sus bellas y muy torneadas piernas, que se destacaban espectacularmente debido al cortísimo vestido oscuro que usaba esa vez. Pese a su ingenuidad, Matilde era lo bastante mayor para entender las encendidas miradas de los varones que acudieron a ese velatorio, aparentemente muy compungidos por la muerte del amigo y eso vagamente la ayudó a entender la lujuria que había provocado en esos hombres. Sólo pensó que el difunto que yacía en el ataúd, se mereció otra cosa de sus amigos.
Pese a todo, a la joven le costó entender la larga fila que formaron para iniciar la ronda de apretados abrazos con que la habían reconfortado; y mucho más que, escandalosamente, cada vez estos hayan sido más efusivos.
Exasperada ya por el encierro y por el pesado ambiente que a cada momento se hacía más sofocante -pues a nadie se le había ocurrido abrir una ventana para ventilar-, con enorme preocupación Matilde vio que otro grupo de varones, aprovechando la semipenumbra del recinto que los hacía pasar casi inadvertidos y con el descaro pintado en sus rostros, se disponía a darle nuevos apretujones.
Cuando con horror comprobó que el hombre calvo, gordo y sudoroso que la había apretado tan fuerte la primera vez, y que por nada quería despegarse de ella, por tercera vez se ponía a la fila, se levantó bruscamente de su asiento y, en medio del estupor general, huyó disparada hacia la puerta de calle, empujando sin miramientos a los nuevos curiosos que seguían agolpándose allí, principalmente para contemplarla y seguramente para estrecharla, pues ya se había corrido la voz.
En la calle la oscuridad ya era total, y mientras transitaba aceleradamente por aceras mal iluminadas rumbo a su casa, lamentando una vez más la situación a la que la había llevado su malsana curiosidad, llegó finalmente a su hogar.
Su madre, que estaba ya muy alarmada por la tardanza de su hija adolescente, le preguntó: -¿Dónde te habías metido? Ya son más de las once de la noche.
Matilde, aún sofocada por tantos apretones y efusivos abrazos, le contestó: -¡En un velorio...! Y se encerró bruscamente en su cuarto, dando un gran portazo.
El ingenio, febrero de 2012.