había movido, tal vez esperando que volviera a asomarme a la ventana. Pero entonces volvió la cabeza y me vio. Acercándose a pasos lentos me miró fijamente a los ojos.
-Qué hay -le dije.
-Lluvia -dijo él-. Frío.
-Sí -confirmé riendo-. Agua. Viento.
Era como jugar a los indios. -¡Ugh! –dije-, haciendo un gesto de saludo a la manera comanche. Pero él no contestó.
-Estufa -dijo después de un rato.
-Ugh –repetí-. Fuego. Adentro.
Lo hice pasar delante de mí y lo conduje a mi dormitorio, donde la estufa a leña estaba encendida. Allí todo estaba en orden. La cama y los libros del colegio en el estante y sobre la cómoda ropa limpia para ser guardada más tarde.
-Rostro Pálido sentarse -le dije.
Miró a su alrededor, satisfecho, y se dejó caer en un sillón.
-Pan -dijo, sonriendo por primera vez.
-Comida -dije a mi vez, de nuevo cruzando los brazos en el pecho-. Después pipa de la paz. Amigos.
Me encaminé a la cocina. Mi madre me oyó trajinar en los estantes, abrir y cerrar cajones, buscar en el refrigerador. Se asomó, inquieta.
-¿Qué estás haciendo? -me preguntó-. ¿Qué buscas?
-Comida –respondí- para Gran Cacique Agua Turbia.
No había terminado de hablar cuando mi madre salió precipitadamente de la cocina y se dirigió a mi dormitorio. Lo encontró apoltronado en el sillón, según contó después a su amiga, rodeado de una poza de agua que estilaba de su ropa. Empapaba la alfombra y se iba acumulando a sus pies en el piso recién encerado.
Llegué a la puerta de calle justo cuando mi madre cerraba dando un portazo. Me asomé y lo vi alejarse caminando con toda calma, sin volverse ni una sola vez a mirar atrás. El aguacero no tenía visos de parar, pero no parecía importarle. Levantaba la cara al cielo, ladeando la cabeza como hace uno cuando el sol le molesta en los ojos. Él tenía mi edad. Creo que siete años entonces. Lo había visto algunas veces cuando venía a mi casa acompañando a su madre que lavaba la ropa los sábados por la tarde. A veces jugábamos a los indios.