Revista Dedal de Oro N° 61
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 61 - Año X, Invierno 2012
LINTERNA-TURA
DIA DE LLUVIA
TULIO ESPINOSA GARCÍA
Relato del libro de cuentos (inédito) "Viuda sola en el mundo regala tigre"

EL AUTOR, VECINO DE EL GUAYACÁN, TIENE NUMEROSOS PREMIOS LITERARIOS Y, EN LO LABORAL, NORMALMENTE HA ESTADO RELACIONADO CON LAS ACTIVIDADES LITERARIAS.

Llovía. Era pleno verano, pero esa mañana el cielo había amanecido cubierto de pesados nubarrones y como a eso de las once comenzó a caer el aguacero. Levantando el visillo de la ventana podía ver la lluvia azotar el barro y bailotear en las pozas de la vereda de tierra. Florecidas por la humedad, las tablas del cerco de la casa del frente brillaban veteadas de musgo y podredumbre. Brillaba también la corteza del único árbol que había en toda la cuadra; nunca supe qué árbol era, sólo recuerdo que no perdía en invierno su follaje, y ese día sus hojas, sus ramas lacias, chorreaban agua agitadas por el viento del norte. Ese era el paisaje y yo observaba por la ventana lo que acabo de describir, el barro espeso, las nubes grises y rasantes y las ramas estremecidas del árbol.

Apareció en la calle, de pronto, al otro lado de la ventana. No escuché sus pasos, tal vez se confundieron con el ruido de la lluvia. No llevaba impermeable ni abrigo, sólo una chaqueta gris, demasiado grande para él, el cuello levantado por encima de su arrugada camisa. Y sobre los hombros, como al descuido, una bufanda larga de desteñidas rayas transversales de colores verde y marrón. Era como si hubiera brotado de la lluvia, como si él mismo fuera la lluvia. Simplemente estaba de pronto ahí, de pie al otro lado de la ventana, mirándome a través de los vidrios donde al estrellarse se deshacían las gotas de la lluvia.

Dejando caer el visillo crucé la habitación y me dirigí a la puerta de calle. Mi madre, que tomaba té en el comedor con una amiga, oyó mis pasos y me preguntó adónde iba con ese diluvio, si estaba loco. Pensé no contestarle, pero sabiendo que con seguridad iba a insistir, le dije que a la puerta a mirar el aguacero.

Al abrir la mampara, gotas de lluvia impulsadas por el viento me mojaron la frente. No se
había movido, tal vez esperando que volviera a asomarme a la ventana. Pero entonces volvió la cabeza y me vio. Acercándose a pasos lentos me miró fijamente a los ojos.

-Qué hay -le dije.
-Lluvia -dijo él-. Frío.
-Sí -confirmé riendo-. Agua. Viento.
Era como jugar a los indios. -¡Ugh! –dije-, haciendo un gesto de saludo a la manera comanche. Pero él no contestó.

-Estufa -dijo después de un rato.
-Ugh –repetí-. Fuego. Adentro.

Lo hice pasar delante de mí y lo conduje a mi dormitorio, donde la estufa a leña estaba encendida. Allí todo estaba en orden. La cama y los libros del colegio en el estante y sobre la cómoda ropa limpia para ser guardada más tarde.

-Rostro Pálido sentarse -le dije.
Miró a su alrededor, satisfecho, y se dejó caer en un sillón.
-Pan -dijo, sonriendo por primera vez.

-Comida -dije a mi vez, de nuevo cruzando los brazos en el pecho-. Después pipa de la paz. Amigos.

Me encaminé a la cocina. Mi madre me oyó trajinar en los estantes, abrir y cerrar cajones, buscar en el refrigerador. Se asomó, inquieta.

-¿Qué estás haciendo? -me preguntó-. ¿Qué buscas?
-Comida –respondí- para Gran Cacique Agua Turbia.

No había terminado de hablar cuando mi madre salió precipitadamente de la cocina y se dirigió a mi dormitorio. Lo encontró apoltronado en el sillón, según contó después a su amiga, rodeado de una poza de agua que estilaba de su ropa. Empapaba la alfombra y se iba acumulando a sus pies en el piso recién encerado.

Llegué a la puerta de calle justo cuando mi madre cerraba dando un portazo. Me asomé y lo vi alejarse caminando con toda calma, sin volverse ni una sola vez a mirar atrás. El aguacero no tenía visos de parar, pero no parecía importarle. Levantaba la cara al cielo, ladeando la cabeza como hace uno cuando el sol le molesta en los ojos. Él tenía mi edad. Creo que siete años entonces. Lo había visto algunas veces cuando venía a mi casa acompañando a su madre que lavaba la ropa los sábados por la tarde. A veces jugábamos a los indios.

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