Son muchas las leyendas que se han escrito y traspasado de boca en boca apelando a la buena memoria, muchas veces agregando detalles o fantasías de los muchos que las han escuchado, arregladas a la mejor forma de cada relator. Sin embargo, las comunicaciones, la tecnología, las iluminaciones excesivas y las entretenciones de ahora, han hecho desaparecer la vieja costumbre de reunirse alrededor de una fogata en el patio abierto o junto a un brasero en las noches invernales. Y, cuántas veces en la cálidas noches de verano nos juntábamos sentados en ruedo, sólo alumbrados por la luna, con la música de fondo de las torrentosas aguas del río golpeando las enormes piedras de su cauce, el ladrido de los perros, el maullar de un gato, el cantar de un chuncho que asustaba por ser malagüero. (Se decía que si el chuncho cantaba en el árbol de una casa una o varias noches, alguien de allí moriría.) En esas alegres tertulias con cánticos, versos y chistes, siempre se veía pasar alguna estrella fugaz… y hoy escudriñamos en el firmamento tratando de ubicar el paso de un satélite. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Y también, en esas ocasiones, aparecían las leyendas locales, como La Calchona, La Llorona, La Cuca, La gallina con pollos, Los entierros y La pata del Diablo. De esta última escuché varias versiones, y la que mejor recuerdo es la de los hacheros, que paso a relatar…
Se dice que venían los hacheros (leñadores, hombres con hachas) en un verano, por el lado sur del río Maipo, El Tollo, a cortar leña y a hacer carbón para venderlo en la ciudad para calefaccionar en invierno. Ellos traían a sus mujeres, niños, animales de carga, etc. Habían pasado varios días en esta ardua y pesada tarea talando en los verdaderos bosques que existían al otro lado del río, los que no les permitían tener mayor visibilidad. Un día comenzaron a subir por las faldas del cerro La Isidora, lo que les permitió mirar hacia el otro lado del río, quedando admirados del poblado que existía al frente. Comentando lo que veían, uno de ellos, tentado por tantos días de encierro, dijo:
-En este pueblo deben vender trago, deben haber mujeres con quienes bailar un rato… Podríamos hacer un puente, porque este río no lo podemos pasar a caballo.
Se pusieron a buscar dónde hacer el puente. Lo más apropiado que encontraron fue la parte en que hoy existe el puente de cimbra, pero igual era muy ancho el río y no tenían palos que les dieran el largo. Entonces, uno dijo:
-Llamemos a don Sata para que nos haga un puente.
Estaban en eso cuando escucharon una voz que decía: