Así, todo en casa de Pablo contiene rasgos de su personalidad. Tiene vida y vivencias, parece uno escuchar las especulaciones de escritores y poetas, ora gravemente declamadas, ora alegremente disparadas en un lenguaje inteligible con claridad, en un instante de etílico arrobo, o con sublimación de conceptos en una interpretación de los sentimientos del vate.
Nada revela una postura ideológica en su expresión de antojos, gustas y mañas, que prevalecen sobre cualquier intento de atrapar el alma de Pablo en un paradigma ajeno a su cultura. Y lo aceptan así, y lo hace suyo siéndoles ajeno. Y a él le gusta. Ríe.
Su último lecho, muy cerca del de su atalaya marina, no contiene tristeza ni ausencia.
Está ahí, oteando el horizonte infinito, junto a Matilde que lo sigue entendiendo.
Piedras, madera, fierros, flores, y tierra son su entorno, elementos todos presentes en su existencia plena, la de ayer y la de siempre. Las olas juegan a sus pies exactamente igual que cuando sus pupilas descubrieron un trozo de madera para seguir escribiendo. ¿Ellas quieren entregarle otro estímulo, o llevarlo por los mares tras otros mascarones?
No, Pablo no se mueve de ahí. Sus huesos no podrían existir lejos de sus botellas, zapatos, sombreros, insectos, bromas, sombras y luces de colores, filtradas a través de vitrales o de un ventanuco de pasillo. Sólo su fama vuela por todo el universo.
Pablo, volveré a encontrarme contigo, después de haberte tenido tan cerca y tan lejos cuando huías, riéndote del mundo y jugando con tus caprichos. Quiero sentir el magnetismo de tu poder. Haces grande lo pequeño, luminoso lo oscuro y comunicas vida a lo obsoleto y las cosas muertas. Todo nos habla en tu entorno. Hasta pronto.
Isla Negra, noviembre de 1997.