Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 48 - Año VII, Otoño 2009

NOTICIAS DEL BIOFERONTE

HACIA FINES DE 2008, EN SU Nº 45 (VER ARTÍCULO), ESTA REVISTITA PÚBLICÓ LA PRIMERA NOTICIA SOBRE EL BIOFERONTE. EN LOS DOS NÚMEROS SIGUIENTES ESTE ANIMAL MANTUVO SU PRESENCIA EN ESTAS HOJAS A TRAVÉS DE CARTAS RECIBIDAS (VER CARTAS EDICION 46 - EDICIÓN 47), LO QUE DEJÓ EN EVIDENCIA UN CIERTO INTERÉS POR EL FENÓMENO «BIOFERONTE». EL CONTACTO CON UNO DE LOS AUTORES DE ESAS CARTAS NOS PERMITE HOY ENTREGAR LA SIGUIENTE NARRACIÓN, QUE TRATA DEL ENCUENTRO DE UNA CHICA DE DIEZ AÑOS CON EL ANIMAL. EL RELATO SE ENTREGA EN VERSIÓN DE MARÍA REYES CASTRO SEGÚN LAS PALABRAS DE FÉLIX MORA GARRIDO RECORDANDO LO QUE UN DÍA, EN SU LECHO DE MUERTE, LE NARRÓ SU TÍA ALICIA...

Cuando la tía Alicia comenzó a esperar la muerte yo tenía ocho años. Recuerdo el olor a anís de su dormitorio siempre en penumbra porque, según mi mamá, como era pleno verano la luz del sol amenazaba con resecar a mi tía más de lo que ya estaba. A la hora de la siesta yo me sentaba a mirarla en una sillita que había cerca de la ventana, no fuera que se muriera a esa hora en que todos dormían y no hubiera nadie para darse cuenta. Así que, desde allí podía observarla y al mismo tiempo correr un poquito la pesada cortina para mirar el cielo azul de enero.

Cuando estaba despierta a la tía Alicia le gustaba
 
volver al pasado. Y entre tanta historia que contaba, llamó mi atención de manera especial la evocación que hizo de un par de encuentros que tuvo con una suerte de animal grandote y medio peludo cuando iba al cerro con la Nina y su abuelo, el papá de la señora Adelita, su mamá. Ahí mi imaginación achispada de niño vibró como campana de iglesia y empecé a prestar interés a sus relatos, a veces un tanto desvaídos e inexactos por su avanzada edad, pero llenos de vida y de algo todavía más luminoso, como si el sólo recuerdo de ese animalote hiciera resplandecer algo en su interior y despejara las nieblas de su mirada gris, dejándola tan brillante como ese sol encendido allá afuera.

Chico yo, estaba acostumbrado a lidiar con los cuentos de campo, donde desfilaban todo tipo de señoritas vestidas de blanco que lloraban, diablos con sombrero de copa y murciélagos emplumados. Sin embargo, esa cosa a la que mi tía cariñosamente llamaba «caballote» azuzó mi curiosidad por lo inusual de la aparición y por el contexto en que se desarrollaron los acontecimientos. Así que rápidamente tuve la necesidad de anotar todo lo que ella me contaba, porque algo me advertía que aquello no era sólo un cuento más y que había que mantenerlo alejado de las polillas del tiempo.

Ahora tengo la impresión de saber el porqué me las di de infante cronista. Y me siento extrañamente emocionado por el hecho de estar ahora tan viejo como lo estuvo mi tía antes de morirse y justo ahora volver a testimoniar la historia del «Caballote», al que usted, en su distinguida revista se refiere con el nombre de Bioferonte.

La vida es misteriosa de principio a fin, pero plena de la Gracia Divina si uno es buen observador. Quizás si este bioferonte no sea una manifestación más de ella… Juzguen usted y sus lectores. Aquí le envío la primera parte de lo que la tía Alicia me dejó como herencia durante los últimos días de su vida. Sólo les pido disculpen el estilo un poco infantil de la escritura. Tal vez más adelante, quiera usted, le envíe el resto de la historia…

DE CÓMO LA TÍA ALICIA VIO POR PRIMERA VEZ AL BIOFERONTE.

«Mi mamita Adela se enfermó y se fue al cielo cuando yo era muy pequeña, así como tú, Felixito querido. Y mi papá me mandó al campo para ser criada por mi tata y la tía Nina que tenía unos pocos años más que yo nomás. Vivíamos los tres solos la mayor parte del tiempo, porque mis tíos mayores se habían ido a trabajar al norte. Mi papá también se fue p’al norte y allí se casó de nuevo y tuvo a tu mamá… Pero esa es otra historia.

El tata era seco y callado. Nunca hacía cariño. Ni daba la mano siquiera para saludar. Ni pensar en un abrazo para Navidad o Año Nuevo. Esas cosas no existían para él y a nosotras con la Nina nos daba mucha pena porque echábamos de menos a nuestras madres. La Nina decía que al tata no le gustaba ver a las personas haciéndose cariño y que llegaba a tanto el asunto que cuando le «hervía» la molestia, se plantaba en la plaza del pueblo al atardecer, y cuando aparecía una pareja de jóvenes enromanticados los agarraba de un ala con sus manazas y los llevaba donde el padre Florencio para que los casara altiro, no fuera a ser cosa que siguieran pecando sin el permiso de Diosito… En fin, así era el tata. A la Nina y a mí nos trataba con distancia, así que entre las dos tuvimos que componérnoslas para no terminar como marimachos entre tanta hombría y falta de afecto, ja, ja, ja.

Lo que más me gusta recordar de la época en que viví en San José de Maipo es el silencio profundo que invadía la tierra entera en esos inviernos interminables en que la Nina y yo aprendíamos a tejer frazadas y a hacer canastos para ir a venderlos al emporio del pueblo. Y mientras más frío hacía en invierno, más hermosa, florida y olorosa entraba la primavera. De eso, cuando llegaban las grandes calores, lo más entretenido era ir a la cola del tata cuando se iba a las majadas allá cerca de los Baños Morales. Qué lindos eran de ver los racimos blancos de cabritas saltonas desparramados por las lomas. Había que levantarse muy temprano para acompañar al viejo a ver los animales. Y con la Nina cascábamos rapidito del catre. Salvo esa vez…

Era de noche todavía y todos dormíamos profundamente. En eso siento una voz que me dice al oído «estoy aquí». Abrí los ojos asustada y nada. Los demás dormían. Afuera de la casucha de veranada había mucha luz de luna, que se filtraba hacia adentro por hoyos y grietas de todo tipo y forma. Percibí que flotaba un raro zumbido en el aire que, al instante, se me figuró como el aleteo típico de los picaflores. Un zumbido con olor a jabón de limón dulce se me metía por la piel para adentro, Felixito, y me hacía cosquillas en el corazón. Entonces, sentí la urgencia absoluta de salir a la noche. Afuera estaba todo quieto, como detenido en el tiempo. Nada de chicharras, ranas, ni brisa fría. Todo inmóvil a mi alrededor… Y cuál sería mi sorpresa cuando veo una especie de caballo gigante de color té con leche, con largos pelos saliendo de su cabeza y su cuello, como si fuera un león-caballo. Su cabezota brillaba en la oscuridad con una luz azulosa y su pecho parecía una puerta abierta por donde entraba y salía una suave luz rosada. Boquiabierta y paralizada por la impresión, sólo atiné a seguir mirando a este caballote que, con la cabeza azuleante dirigida hacia el cielo, observaba la luna llena con sus ojos negros y redondos. Era como si estuviera conversando con ella, como si le estuviera rezando o contándole algún secreto en medio del silencio, a no ser por el zumbido rosado que salía de él y lo traspasaba todo, incluida yo.

Me imagino ahora que era como estar escuchando el sonido de las estrellas cuando se mueven por el cielo, o aquel que guardan las caracolas en su interior. En fin, niño mío, que traté de asustarme pero no me dio para tanto, porque aunque era una cosa enorme como un elefante la que estaba ahí frente a mí, transmitía algo tan acogedor y pacífico que más me dieron ganas de acariciarlo y abrazarlo como si fuera un cachorro que de salir corriendo como una gallina ciega. Seguro que al tata no le hubiera gustado que lo tocara, y más atendiendo a lo peludo del animal, ja, ja, ja, pero el muy viejo dormía como marmota en su cueva.

Y ahí estaba Él, como cantándole sin voz a la luna llena, como recitándole un poema de amor. Y ahí estaba yo, yendo hacia Él, como en un sueño, flotando y con la mano estirada, casi sin respirar y con el corazón bailando en el pecho. Él me sintió y desprendió sus ojos de la luna para mirarme. Yo tenía como diez años entonces, pero en ese momento me sentí como de cincuenta, porque me sentí con una sabiduría difícil de explicar, como si tuviera toda la edad del mundo y a la vez, fuera tan joven como una lechuga. Era como si me estuviera diciendo algo demasiado importante y yo lo entendiera con cada célula de mi cuerpo. Eso duró unos segundos eternos. Luego volvió a contemplar la luna con todo su ser, como si estuviera colgando del cielo la mismísima Virgen María y todos sus angelitos.

Después no me miró más. Y yo me quedé con la cabeza llena de preguntas y con el corazón lleno de respuestas indescifrables. Al otro día, todavía fuera de la casucha, me desperté escuchando una voz que me decía «Madre Luna, Padre Sol, en tu luz está el Amor»...

FIN DE LA PRIMERA PARTE DEL RELATO DE DOÑA ALICIA A SU SOBRINO FÉLIX

Volver a Inicio