El reloj sonó y el sol aún no salía cuando monté en mi bicicleta rumbo a Guayacán. Quería darle una sorpresa y pasar con él todo el tiempo que permitiera el reglamento del Sanatorio para los visitantes domingueros.
Macul, Florida, Las Vizcachas... A medida que iban quedando atrás los tramos intermedios, mis piernas iban acusando recibo del esfuerzo. El pedaleo se hacía más lento, jadeaba empapada en sudor, pero nada me importaba: iba a ver a mi amado unas pocas horas para animarlo, contarle todas las novedades del colegio, saborear los pastelillos que había hecho la víspera y... amarnos, aunque sólo fuera en silencio.
Cuando pasaba por El Canelo me sentía como sonámbula. Me sorprendí un par de veces fijando mis ojos más en la nieve de las montañas que en el camino y mi atento subconsciente me advirtió:
¡Cuidado, tontita enamorada! Trata de llegar a tu destino en una pieza. Yo sabía que ya faltaba lo menos, pero no podía abstraerme de la belleza de los árboles que comenzaban a florecer, el zumbido de las abejas, el vuelo de los gorriones en bandadas. Y pedaleaba y pedaleaba.
Me detuve en la estación del trencito del ejército a la que acababa de llegar para recuperar el aliento y... ¡allí estaba mi Jorge sentado en una banca, como esperándome, ¡y yo no le había avisado! Cuando me vio su rostro empalideció, abrió la boca y corrió hacia mí, que aún no me bajaba de la bicicleta. La tiré lejos y abrí los brazos: la sorpresa me la había dado él. No podría precisar el tiempo que estuvimos enlazados. Me pareció que el corazón iba a saltar de su sitio para mirar la escena. Ambos corazones.
Fue un día glorioso. Le pregunté cómo se explicaba que hubiera estado esperando allí sí yo no le había anunciado la visita. Sonriendo, me dijo: Esperaba a otra niña que prometió visitarme... No, no, es una broma. Debió venir mi amigo Enrique, pero algo debe habérselo impedido. ¡Pero llegaste tú, lo que prueba que los milagros existen! No alcancé a tirarle las orejas: otra niña...
La tarde se pasó volando. El sólo tenía permiso hasta las cinco. Justo media hora después pasaba de vuelta el querido trencito y habíamos convenido que yo regresaría en él, llevando la bicicleta como pasajero. Cuando me despedí, le susurré en el oído: Cuídate mucho, mi amor, estás muy pálido. Él miró al cielo y con una sonrisa pícara, uno de sus rasgos que más me gustaba, contestó: ¿No sabías tú que los ángeles son pálidos?
Pareció que Dios lo había escuchado, porque dos semanas más tarde recibí la más dolorosa de las noticias. Nunca más volví a montar una bicicleta. Y el trencito también murió de pena. Pero las máquinas pueden resucitar... |