En el siglo XVIII, de acuerdo a la estratificación social, los peones y gañanes forman parte de la masa de vagabundos que circulan por los campos chilenos. Es el sector más oprimido y repudiado por la sociedad, que tiene dos caminos a seguir: la mendicidad, que es la asimilación de su condición o la sumisión a ella, o bien el camino del bandolerismo, que es la condición rebelde o el descontento de su estado; es, al fin, un modo de sobrevivencia y de protesta. Hacia 1750, el cuatrerismo y bandolerismo están instalados en Chile como una epidemia para los hacendados más ricos. Hacia 1773 se lee: "crece cada día el clamor por la repetición de robos en ciudades y campos de este Reyno para que se pueda sujetar la plebe, gente vagabunda y ociosa, acostumbrada a robar".
Durante el siglo XIX, se sabe que los bandoleros forman cuadrillas o "bandos" (de donde proviene su nombre) para atacar. En los años de la Independencia éstos fueron alistados entre los realistas y patriotas, puesto que conocían las zonas y estaban dispuestos a morir. Pero, en general, durante todo el siglo va a ser una constante en la vida social rural. Incluso, a fines del período se unen a los indígenas de la frontera del Bíobio, despojados de sus tierras, haciendo gran fuerza unidos. El castigo de parte del Estado a estos montoneros es la horca o la muerte a través del fusil. Aun así los bandidos no tenían miedo, menos los vagabundos sin nada que perder, puesto que habían sobrevivido robando a los grandes fundos del sur de Chile y la zona central.
Fue así que llegaron a estas tierras una de las montoneras más famosas hasta el día de hoy: "Los Pincheira", quienes atacan varios fundos del Cajón del Maipo en 1829, lo que es recordado por la historia y nuestros ascendientes. Antonio Pincheira era el hermano mayor, había pertenecido al ejército, dominaba las armas y adiestró a sus hermanos; Santos Pincheira era el más tranquilo de todos, pero no menos astuto; Pablo era el más feroz, el más villano, y José Antonio hombre hábil y organizado. A caballo y bien vestidos, como debía ser para los huasos bien acampaos, iban acompañados los cuatro hermanos de su bando; sus padres y ellos mismos habían sido inquilinos de la Hacienda de Cato, en el distrito de Chillán; conocían el campo, conocían la cordillera y la situación de los fundos. Miedo jamás demostraron, eran hombres valientes; sus ojos montañeses mostraban la fuerza de sus almas a través de pañuelos oscuros que tapaban sus rostros, seguidos de montones de hombres a caballo con la pistola al cinto. Serán recordados como quienes ayudaban a los más desposeídos, pero también de una tremenda violencia.
Son ellos los que entraron bordeando el río Maipo -no se sabe cuántos eran- y, como buenos conocedores y astutos estrategas, no se dejaron ver. Sabían de fundos ricos de la zona, fundos con gran número de cabezas de ganado que ellos necesitaban para continuar sus hazañas. Dicen que entraron silenciosos, sin que los inquilinos los detectaran, y entre los árboles nativos se refugiaron por una hora dejando que el sol regresara a sus aposentos, para así, con la ayuda de la oscuridad, entrar en acción. La casa patronal estaba de fiesta, el primogénito cumplía quince años. La distracción estaba hecha, y cuando estuvo cercado el lugar, José Antonio, sacándose el sombrero, entró en la casa como un invitado más. Pero su rostro curtido por el frío y el sol no le permitió pasar desapercibido. Pese a su estatura, las mujeres se preguntaban qué hacía ese roto allí, pero el roto, riendo, sacó la carabina pegando un grito de victoria.
-¡Que nadie se mueva, mierda, o de aquí nadie sale vivo!
Hay intentos de salvar la situación, pero ya es tarde, están rodeados de los salteadores. Son los bandoleros más temidos, se dan a conocer, llantos de niños y mujeres, y los hombres, con el miedo de ser muertos allí mismo, se cohíben. Los inquilinos del fundo están ya maniatados. Sobre la mesa los ricos manjares, las carnes y los vinos son devorados por los asaltantes. Ríen con tal festín, mirando a toda esa gente acomodada y bien vestida. Allí sienten la injusticia social, pero ellos saben que nacieron para ser como son.
Pasaron los minutos. Para los hacendados parecían horas. Los hombres fueron amarrados y las mujeres y niños encerrados. El pánico era terrible, eran los salteadores más perseguidos de Chile. Con rapidez tomaron la comida y los vinos, las ropas que les gustó y lo que podía tener algún valor. Les hacía falta buenos caballos. Llegaron al establo y se los repartieron. Sacaron las monturas, ensillaron y montando se pusieron los pañuelos sobre sus rostros. Riendo salieron del fundo dejando una gran polvareda en el camino. El asalto había sido un éxito, pero debían escapar, porque cuando se soltaran los hombres los perseguirían con la milicia y el Cajón del Maipo, como su nombre lo señala, no deja escapar tan fácilmente.
Este delito jamás les fue comprobado, pero dejaron su huella en aquellas personas y Maximiliano Salinas lo recuerda en sus escritos. |