El tiempo corre rápido. Pero los recuerdos que marcan, al venir a la memoria, se hacen reales y se reviven con el mismo sentir del entonces...
Ilustración de Susana Vallejos S.
Hace no muchos años era común que las madres dieran a luz muchos hijos, porque desde jovencitas comenzaban a parir. Yo en ese tiempo era una de las hijas menores, pero me tocaba cuidar a los más chiquititos, mi hermana, que tenía como cuatro años, y dos sobrinos, que en ese entonces tenían meses no más. Había un hermano como de mi edad, pero no me ayudaba mucho, jugar a las bolitas todo el día era su pasión. Mi mami trabajaba todos los días, para ella no existía ni fin de semana ni festivos. Se contentaba con tenernos calientitos y bien comidos. Mis hermanos y hermanas mayores trabajaban por ahí, por donde les caía alguna peguita, pero nos ayudaban también. A mí a veces se me hacía difícil ver a tanto cabro chico, cambiar pañales, hacer mamaderas y lavarlos, ver que no pelearan y que no lloraran. Me cansaba. Mi hermana, que ya caminaba, se daba vueltas en la pieza jugando con las muñecas de trapo todas deshilachadas que le habían regalado en la Pascua anterior, mi hermano siempre con sus bolitas, y mis sobrinos se entretenían con cualquier chuchería que les pasaba. Los colocaba en el suelo con hartas frazadas nomás, para que no les llegara la humedad. Eran tan chiquititos ellos...
Aquí en San José de Maipo hace frío en el invierno, y más en ese tiempo, donde a la nada estaba nevando. Nosotros pasábamos encerraditos. En la mañana nos dejaban carbón prendido en el bracero, y en el día yo le iba poniendo más para que no se apagara y tener la tetera caliente para preparar las papas de las guaguas. Claro que tenía que andar con cuatro ojos con los niñitos para que no se fueran a quemar.
A esa hora de las once yo los levantaba, bien abrigados, porque pese al carbón y la ropita de lana, el viento se entraba colado por las rendijas de la casa, aunque decirle casa a una pieza es mucho, pero era allí donde vivíamos...
La casita que les cuento se encontraba en la calle del cerro, justamente en la falda de él, de donde se debía bajar por una escalera empinada y resbalosa en invierno por las heladas y la nieve que se amontonaba.
Recuerdo esa tarde como si fuera hoy. Había caído nieve como dos días seguidos. El frío traspasaba las paredes de madera forradas con cartón, de modo que decidí acostar a los niños bien tapaditos, pero los cabros de porquería no me hacían caso, se levantaban y andaban a pata pelá, iban a buscar cualquier cachureo que les sirviera para entretenerse. Yo tenía la radio prendida, la cosa era meter bulla con algo. La pieza ya estaba algo oscura, pero no quería prender la luz todavía. Me senté a coser una chomba de mi sobrinito cerca de la ventana, me puse el bracero cerca de las piernas y la tetera encima, que no hervía nunca, para la once de los niñitos, antes que llegara la mamita. Se fue oscureciendo rápidamente, aunque el brillo de la nieve se mantenía y las goteras del techo, que no dejaban de caer, me distraían de la música de la nueva ola que tocaba la radio.
En eso sentí ladrar los perros. Debe ser mi mami que viene por ahí, pensé yo. Miré por la ventana y vi un bulto negro subiendo la escalera. Me dio un poco de miedo así que me alejé, pero en eso empezaron a golpear la puerta bien fuerte, así como si hubiesen pescado una piedra para hacerla sonar. Todos nos asustamos, agarré a los chiquillos y los abracé bien fuerte. En eso el ruido empezó a sentirse en toda la casa y en el techo también, como si alguien saltara arriba. A esa altura ya estábamos todos llorando. El ruido seguía y la casa se remecía. Hasta la loza que estaba en las repisas se empezó a caer. Yo no hallaba qué hacer, solo lloraba, hasta que en eso se abrió la puerta. Yo no quería mirar, pero abrí los ojos y lo que vi era una cosa peluda con cuerpo de hombre, bien grande y negro, que después de mirarnos detenidamente se fue. El ruido desapareció pero los perros de la calle del cerro no pararon de aullar...
No podía creer lo que había pasado. Los chiquillos no se querían calmar, hasta que llegó una vecina a vernos, porque dijo que hasta la calle se sentía la llantaera. Se quedó con nosotros hasta que mi mami llegó. Le contamos lo que había pasado, pero me decía que alguien se había disfrazado para asustarnos. Nos dio una leche y nos acostó a todos. Yo no me creí la historia del disfraz, así que me levanté calladita y fui a la cocina. Allí estaba mi mamá con la vecina tomándose un mate, y escuché que ese que habíamos visto era el diablo convertido en mono, porque él se convierte en lo más inesperado, y había ido a asustarnos, no sabía mi mamá con que fin... Pero que en ese lugar siempre se aparecía, la casa estaba cargada, ya que muchas cosas mala habían ocurrido en este lugar... |