Estoy sentado junto a la salamandra, tratando de temperar la escualidez de mi cuerpo. Malo está el día, pareciera que va a llover. El fuego acalorado de la salamandra empieza a calentarme. Mi hogar se encuentra en medio de cerros nevados, con manchones de arbustos verdes, con hojas perennes. Y al igual que en un cuento de William Saroyan, he quemado como si fuese leña libros viejos que considero inservibles (o me obligo a creerlo así). Los voy matizando con la poca madera que logré reunir antes que nevara. Un pino nuevo se desganchó con el peso de la nieve y lo he cortado a machete, pero su leña está húmeda. Seco pequeños trozos sobre la superficie de la salamandra y me quedo mirando con cara de estúpido cómo se va evaporando la humedad; supongo que así me distraigo.
Malo está el día. Parece que va a llover. Parece que parece. Cuando niño, en estos mismos campos, estuve resguardado de la lluvia debajo de un peumo. La lluvia no cargaba mucho y me quedé prendido de las gotas que iban depositándose en las hojas y, transpariblancas, se deslizaban luminosas y caían estrellándose en el suelo. Después pasarían a ser parte de la tierra caoba, porosa y mojada.
Estiro mi cuello y alcanzo a ver por el ventanal de mi gélido taller los brazos desnudos de unos árboles de tronco gris pardo, muy añosos. Están allí como reclamándole al cielo para que despeje las nubes y asome el sol. Qué época tan fría. Ha comenzado a llover. Los vidrios del ventanal lloran. La pieza se enfría cada vez más y los esfuerzos de la salamandra se tornan insuficientes. ¡Puf!, me apesta, pero no hay vuelta que darle al asunto. En unos días más ya podré descansar un montón de horas cuando visite a mi amiga Irene Parker. Viajaré a la ciudad para visitarla. Amiga, iré a desayunar contigo, Irene Parker.
Divago, la historia de ayer y la de mañana son una soberana vaina, pues ayer ya no existe. El presente es lo que vale, permanente, y es y no es, porque todo parece haber sido siempre antes, puro tránsito. En cuanto a lo de mañana, no tiene importancia si el hoy no se presenta bien. ¿Pero qué estoy diciendo? ¿Cuándo es hoy?. Hoy transcurre y lo hace lloviendo. El silencio se ha transformado en un reino de sonidos propios (del silencio): la lluvia y sus mil golpeteos sobre el tejado, el choque de las gotas de agua con los vidrios de las ventanas, su caer sobre paredes y maderos, escalinatas y maceteros, sobre el pasto y la tierra, pozas, en las hojas y en las flores. Pienso, luego existo, pienso... que me estoy cagando de frío.
Hoy muy temprano en la mañana, incluso antes que aclarara, salí al patio de mi casa para otear el cielo y formarme una idea de cómo se presentaría el día, cuando se me acercó moviendo su cola mi perro Rocinante y me habló.
-¿Entumecido por el frío, amo?
-Sí, siento mucho frío, estoy tiritando- le dije.
-Bah, eso es una huevada -exclamó filosófico. Se dio un estirón y una buena sacudida, "¡Nick, Nick, Nick!"; y luego añadió-: No hace tanto frío, luego sale el sol.
-¿En verdad que tú no sientes frío? –le pregunté.
-Para nada –me respondió-, para nada.
Dejé a mi perro y me devolví al interior de mi hogar buscando sus tibiezas, y al cruzar el living el reloj me llamó desde la pared, puesto más arriba de donde termina el espejo que corona mi mueble del siglo pasado, una hermosa cómoda que perteneció a mi abuela, con mármol y todo eso.
-¿Preocupado por el paso del tiempo, mi dueño?
-En absoluto –le contesté-, el paso del tiempo es algo personal, lo llevo conmigo. Tú, en cambio, sólo eres una maquinita que se encarga de recordármelo, o algo por el estilo, ¿no es así?
-No digas sandeces, no te quedes en conceptos aprendidos –me increpó el reloj-. El tiempo no existe, es producto solamente de la imaginación del hombre, fantasías, un juguete que genera temores. Además, yo no determino el tiempo, yo únicamente marco las horas del día, y los días vienen y se van. ¿Ves?, nada.
-Ándate a la cresta, la única huevada que en estos momentos sé es que me estoy muriendo de frío, estoy escarchado -le espeté, y continué mi camino hasta mi dormitorio, con la esperanza de que la cama no me fuese dar otra cháchara.
No me la dio. El receptor de radio se hacía cargo con un concierto de música clásica (probablemente Schubert). Interrumpí la audición. ¡Click!. Prefiero el silencio. Para un hombre solo: el silencio. Ahora deseaba perderme en el espacio hermético del sueño y de mi dormitorio. El deber cuidarse, el estar tranquilo, ¿y eso qué cuesta?. Sólo hay que aguardar a que se haga todo más y más silencioso y que se produzca mayor vaciedad en el entorno que me rodea, porque lo que es mi casa, se encuentra vacía de otro ser humano que no sea yo. No está vacía, salvo por mí y mi perro y las cosas que la alhajan, que la complementan. Aquí, yo, finalmente soy el objeto de mi propio anhelo de vida. Soy presumido, desde niño lo fui.
La lluvia se ha transformado en una cadenciosa sinfonía rural. Esta vez no nevará, pero caerá mucha agua y habrá pozas y barro por doquier, para qué decir las bajas temperaturas. ¡Brrr!. Me doy vueltas y vueltas por las dependencias de mi hogar y no encuentro nada, aunque nada busco, sólo está el hielo en el aire. Me bajan ganas de meterme una vez más en la cama y dormir profundo, bien cubierto por las frazadas, y así poder escaparme de la cara fea que puso el día.
Ha transcurrido una semana en que no he visto a nadie, al menos a nadie de mi especie. Me desplazo con desgano, con pereza y sin tener claro qué es lo que quiero hacer. Podría aprovechar el rato para alimentarme un poco: café y huevos con tocino. Hago mi pasada por la cocina y después salgo a la terraza para contemplar el paisaje. Rocinante me saluda a la distancia. Se entretiene persiguiendo queltehues, que presto lo dejan atrás al emprender el vuelo gritando indignados. Viene luego de unos minutos corriendo presto hacia mí, con la rosada lengua colgando. Está agitado.
-¡Los indios! –me grita Rocinante desde la parte baja del patio, y se pone a ladrar enfurecido en dirección al bosquecillo que se ubica a cien metros de mi casa por el oriente.
-¡Cielos! –exclamo; y (ojo), asegurándome los cordones de los bototos, corro hasta el armario, saco mi escopeta de dos cañones y algunos cartuchos del doce.
-¡Guau, guau! ¡Apúrate amo, que ya están cerca –me apremia el perro.
-¡Ya, ya vengo! –salgo con el arma preparada- ¿Cuántos ves?
-Son cinco –me responde Rocinante agitado-. Dispárales, amito, no vaya a ser cosa que nos atraviesen con sus lanzas y flechas.
-O que nos den en la nuca un golpe de macana –le digo mientras apunto con mi escopeta al bulto del primer desgraciado que se acerca vociferando como gallina clueca. Le disparé con precisión absoluta los dos tiros a la vez. El indio vociferante se dio dos vueltas en el aire, soltó dos pedos y cayó muerto. El resto huyó. Cobardes.
Y, ¡por favor! ¿Indios a fines del siglo veinte? ¡No puede ser! Alguien tiene que hacer algo.Ya oscureció y junto con ello se fue la lluvia. Me encuentro en mi dormitorio ojeando una novela del oeste de Marcial Lafuente Estefanía, un español (¡ja!). Desde la cocina la tetera me grita.
-¡Mi dueeeñooo, el agua ya hirvió! ¡Ven a sacarme de aquí, que me quemo!
-Voy, voy, voy.
-No querrás que el agua se evapore...
-Leseras –le respondo. Llego a la cocina, la retiro y me sirvo una taza de té.
-Ya es hora de acostarse –me recuerda el reloj al pasar junto a él.
-Acabo de levantarme, le informo.
-Pues acuéstate de nuevo –me dice. No es una mala idea.
Y así pasan todos los sueños del sueño, hasta que logro despertar dos o tres semanas después. Pero esta vez ya ha salido el astro rey. ¡Oh, Sol! Sin embargo, no calienta mucho. La baja temperatura se mantiene, pero es lindo verlo. Y si este sol no calienta, acaricia, lo cual todavía es bueno.
En el patio había un pajarito muriéndose (quizá congelado). Hace muchos años vi agonizar a un guerrero.
-¿Cuál es tu último deseo, guerrero? –le pregunté.
-Que todo por lo que he luchado en la vida haya valido la pena –me respondió con voz entrecortada. Acto seguido expiró.
A los pocos minutos vinieron unas mujeres que vestían túnicas largas y entierradas, con mantos negros e hilachudos puestos sobre sus cabezas. Se les veía las crenchas salir por debajo del manto, sucias y pegoteadas de mugre. ¡Qué feas mujeres!. Hediondas, clamando a gritos por el cadáver. Yo las dejé hacer y me escabullí detrás de unos arbustos, permaneciendo a cierta distancia, viéndolas cómo desnudaban al muerto y a continuación una por una iban succionando su pene que había quedado erecto. Después con una obsidiana le abrieron el vientre y comenzaron a comérselo a mordiscos. Buscaban engullir particularmente las vísceras de esa mortaja, mientras que sus rostros, manos y ropas se ensangrentaban y se ensangrentaban...
Otra mañana el frío se convertía en una tortura. Unos perros botaron durante la noche los tarros de basura (¿amigos de Rocinante?) y ésta yacía desparramada por el patio. La recogí con una pala, y al estar poniendo los tambores en su sitio, encontré a un gato que muy quieto se quejaba lastimeramente. Con su cabeza -el muy imbécil- metida hasta la tuza en una lata vacía de conserva (jurel). Se la saqué sin trabajo, y el gato, en vez de agradecerme, me puso cara de tarado, maulló como idiota y salió disparado huyendo quien sabe a dónde.
Doy una caminata por los alrededores de mi casa. Me da contento ese vislumbre del sol sobre las frondas de los árboles. Me quedo contemplando la majestuosidad de las montañas. Cruzan frente a mi vista una bandada de tordos, apresurados a instalarse en las ramas de unos litres altos. El aire prístino y oxigenado besa mis pulmones ahumados. Vuelve a aparecer el gato que se metió en problemas. Me cayó mal. Es un gato romano de pelo fino. Se ha encaramado a los tarros de basura.
-¡Rocinante, Rocinante! –llamo a mi perro y le ordeno-: -¡Un gato, a él, destrúyelo, mátalo!
-¿Dónde, amo? –me inquiere Rocinante saliendo remolón de su casucha.
-Ahí, en los tarros de basura. ¿Qué esperas, hombre?
-No soy un hombre –me corrige el can-. Soy un perro ¿no lo recuerdas? Así es que debiste decirme "apúrate perro".
El gato, mientras tanto, aprovecha de hurguetear en la basura.
-¡Apúrate perro de mierda! –le grito indignado.
-¿Cómo que perro de mierda? –me dice ofendido mi amigo-. ¿Por qué me tratas así? Esa no es manera de relacionarte con tu mejor compañero.
-Discúlpame –le supliqué-, pero por favor haz algo.
-Ya no es necesario –me indicó Rocinante-. Mira, el gato se ha marchado. No te ofusques. Ven, caminemos. Sentémonos en un tronco y sigamos contemplando estos cerros que tan bonitos lucen, gocemos de la naturaleza y esperemos el crepúsculo. Ve qué lindos son los arbolitos y las aves que se posan en ellos. ¿Has visto un pájaro carpintero? Ve qué hermoso es todo y qué tranquilidad nos rodea.
Estuve de acuerdo, y así permanecimos varias horas, en silencio, en contemplación del paisaje, hasta que el sol se perdió por el poniente. No obstante, tan absortos nos encontrábamos que no nos percatamos de cuánto rato había transcurrido hasta que el chuncho desde la punta de una acacia nos advirtió:
-Se está haciendo tarde, amigos. Más vale que se vayan a casa o si no se van a enfriar.
-Por mí no te preocupes –le aclaró Rocinante-. Soy un perro, ¿no lo ves?
-Pero tu amo, ese hombre, sí puede enfriarse –insistió el chuncho.
-Tienes razón chuncho –concordé-. Además, ya me está dando algo de hambre.
-¡Eso me parece bien! –exclamó Rocinante-. ¿Tienes algo para mí?
-Por supuesto. ¿Qué te parece un plato de arroz añejo con trozos de carne?
-Mm..., no está mal, no está mal –aceptó mi perro.
-Hasta la vista, chuncho –me despedí.
-Hasta pronto –respondió el pájaro.
Nos fuimos ronroneando la caminata de retorno con mi fiel compañero, hasta que llegamos al sendero que conducía a la casa. Por allí cerca escuché que alguien lloraba.
-¿Quién llora? –pregunté.
-Es el agua, mi amo –contestó Rocinante-. El agua que corre por la acequia.
-No veo por qué.
-Por cualquier motivo, tristeza de soledad, me imagino. Corres, corres, no te detienes, no tienes tiempo, estás solito. ¿Ves? –Nos aproximamos a la acequia-. El agua es llanto y vida.
-¿Llanto y vida?
-Eso –prosiguió Rocinante-, llanto y vida. El llanto es dolor y risa, y la vida es movimiento y muerte, amo.
-Si tú lo dices... ¡Escucha, ya no llora más!
-Se sintió acompañada entonces, ya pasó el dolor y la muerte.
-Vuelvo a casa, Rocinante. Te dejaré tu comida junto a la puerta. Me despido de ti hasta mañana. Ahora me iré a leer o a creer que leo, mientras espero el bendito sueño.
-Hasta mañana, amo –dice Rocinante y se aleja moviendo la cola y olfateando la tierra.
Entro al living y aquí estoy, contemplándome en el espejo. En el espejo del hermoso mueble antiguo que perteneció a mi abuela. Desde aquí, en la mesa donde escribo una carta a Irene Parker anunciándole mi próxima visita, me veo en el espejo. Mi rostro ha cambiado con los años, como era de esperar. Observo, maravillado también, que con el paso de los años no sólo ha cambiado mi aspecto físico, mi cara más arrugada ahora, mi cabeza con menos pelo y canosa, mi cuerpo más delgado... más cansado..., sino que además han sufrido este cambio de textura y colorido mis más antiguas pertenencias. Se ven definitivamente viejas y desgastadas, mas no por eso son menos preciosas para mí, y vaya a saber uno para quién más. El sonido del tiempo y del espacio, de los volúmenes, ya no son los mismos. Los ruidos, sonidos, olores y aromas que conocí cuando joven ya no existen, han sido reemplazados por otros. De cada rincón de mi casa, de las piezas y dormitorios vacíos, surgen increíblemente latidos de vida, como si proviniesen de otros seres, de otras personas. Se me ocurre que debo estar algo chiflado. Me viene la idea a la cabeza de que en el dormitorio contiguo al mío duermen hijos, y que en la cama donde yo duermo duerme una mujer muy preciosa que es mi compañera. Voy hasta mi habitación y mientras avanzo comienzo a abrir puertas, corroborando mi existencia solitaria, pues a nadie encuentro. Bueno, me encuentro yo, lo cual es igual.
San Alfonso, Julio de 1993. |