Revista Dedal de Oro N° 68
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 68 - Año XII, Otoño 2014

CRÓNICAS

CRÓNICAS DE LA JOCOSA HISTORIA DEL CABRO SALMÓN Y OTRAS DESVENTURAS
JOSÉ COLLAO RODRÍGUEZ
Éramos niños comunes y corrientes, con nuestras alegrías y tristezas,
amados por los nuestros y educados a fuerza de mucha paciencia.
El autor de 6 años.
EL AUTOR DE 6 AÑOS



José de 8 años, primera comunión, época de esta narración.
JOSÉ DE 8 AÑOS, PRIMERA COMUNIÓN,
ÉPOCA DE LOS HECHOS DESCRITOS EN ESTA NARRACIÓN.

Las etapas de la vida nos dejan profundas huellas casi imposibles de olvidar, que cada cierto tiempo afloran para bien o para mal, y algunos recuerdos nos dejan sabores agridulces. Nada es puro, todo es una mezcla de hechos positivos o negativos encadenados que nos dan la suficiente perspectiva para mirar el mundo según esas vivencias infantiles; cuando jugábamos a las bolitas, al paco-ladrón, para escuchar ese "liiiibreee", hermoso grito de un ladrón, que nos permitía arrancar raudos por el patio del colegio.

Hablaré con ustedes de la infancia, de las vivencias escolares. Los nombres y personajes son reales, pero más que ellos, interesan los hechos.

Éramos chicos, de quinto Primario en una escuela de San José de Maipo. Nos había tocado duro; el año 1958 el terremoto del 4 de septiembre, cuyo epicentro fue en Las Melosas, había cambiado el paisaje cajonino; el pueblito de El Volcán desapareció junto con su industria minera, de cuyo golpe nunca ha logrado reponerse.

El año 60, se vino mayo con el terremoto de Valdivia, y el año 62, el Mundial de Fútbol y una hermosa semana de vacaciones. No había televisión, solo radio y lectura, juegos, misa obligatoria y música en la plaza; fútbol el día domingo para los adultos y matiné en el teatro Ideal para los más pequeños. Así transcurrían los días en San José.

El lunes en la mañana… a la escuela, todos muy ordenados con la ropita limpia; no usábamos uniforme. Al sonar la campana había un homenaje a la Patria, el himno de la escuela y revisión de aseo personal, momento en que el profesor nos hacía sacar el zapato derecho. Había algunos que, al igual que una lotería, el domingo en la tarde o muy temprano en la mañana del lunes solo se habían lavado el pie izquierdo, exhibiendo ante todos una muy asquerosa capa de piñén en el talón… Si nos lavábamos un pie, ¿qué costaba lavarse los dos? Así éramos, lesos e ingenuos. Después del consiguiente varillazo, todos a clases.

Éramos un grupo curso de niños alegres, juguetones, inocentes, pavos y medio huasos; ahí estaban el Rafa, el Cano, Benito, el Callampa, Manuel, apodado el Puppo; el Zorro Berríos, el Cucho... y yo, el Guatón, del grupo de los medianamente pavos. Ciertamente, también los había inquietos y más habilosos.

Una mañana uno de esos vivarachos, Sergio Andrade, me llamó, y muy en privado me dijo:

—Oye, ¿sabes? En la oficina hay un cabro salmón.

—¿Qué? —le contesté— ¿Un cabro salmón? ¿De dónde sacaste eso?

—Sí, es un cabro salmón.

—No te creo —le respondí, incrédulo y expectante.

Lo que me decía era realmente algo que merecía, como mínimo, una mirada de atención; así es que para poder creerle le dije que fuéramos a verlo.

Caminamos rápidamente por el patio de la escuela, pero justo cuando nos aprestábamos a ingresar a la oficina sonó la campana y tuvimos que renunciar a la idea hasta el próximo recreo.

En esos años San José de Maipo tenía en la plaza una pileta en forma de ocho, con un rústico puentecito en la parte angosta; era muy hermosa y estaba llena de pececitos que a diario veíamos camino al colegio. Jugábamos y nos entreteníamos con ellos; eran unos salmones gordos y hermosos que nos deslumbraban con su color anaranjado brillante, y cuya belleza nos cautivaba haciéndonos llegar tarde a clases.

Terminó ese recreo; qué lata, la clase me resultó interminable.

En mi mente estaba ese niño de color salmón; me lo imaginaba como un pez con unas agallas grandes y rojizas.

«¿Cómo será?», me decía para mis adentros, pero no lograba hacer encajar las piezas.

«¿Cómo será su boca?¿ Sus manos parecerán aletas? ¿Su piel será igual a la de los salmones de la plaza?», seguía preguntándome. Era un misterio que ansiosamente deseaba resolver, pero estaba en clases.

Mi ansiedad por conocer a este niño salmón era tan grande y la expectación era tal, que la clase ya me resultaba exasperante.

Hasta que al fin sonó la campana y nos hicieron formar para salir de la sala en completo orden. El profesor nos dijo: «Sale la fila más ordenada». Y yo, tieso como una momia, esperaba mi turno de salida. Ya era cuestión de tiempo. Salimos ordenados y me junté con mi amigo.

—¡Vamos! —le dije—, vamos a ver al cabro salmón.

Corrimos para llegar a la oficina, entramos y ahí estaba; era un niño común y corriente. No había nada de lo que yo largamente había imaginado.

—Bueno, ¿dónde está lo que me dijiste? ¿Dónde está el error? —le pregunté a mi amigo—. Tú dijiste que era salmón y aquí obviamente no hay tal.

Es verdad, había un chico flaco y colorín, pero en ningún caso salmón como me había dicho mi amigo.

—No sé —me respondió—, pero yo escuché que era salmón; alguien me lo dijo. Yo no entiendo nada.

En esos momentos entró el profesor, le habló al niño, y le dijo:

—Salomón, usted va a ir a la sala del cuarto año.

Ahí comprendimos nuestro error. El cabro no era salmón; su nombre era Salomón.

Mi amigo había escuchado mal y a mí me acarreó una tremenda frustración. Sin embargo, debo agradecerle a mi compañero, pues por unos instantes me permitió echar a volar la imaginación por los más intrincados laberintos de mi pequeña mente infantil.

Los alumnos de quinto y sexto Primario teníamos cierto prestigio dentro del colegio; éramos los mayores. Recordemos que en esos años los cursos eran dobles y la educación llegaba hasta sexto Primario, después vendrían las Humanidades.

En una sala cohabitaban el quinto y sexto Primarios. Para mi mente de niño era algo molesto, pues yo consideraba que a pesar de pasar de curso, repetíamos, porque no se hacían cambios en las materias para los dos cursos distintos. Nos ubicaban en la misma sala, lo que en todo caso, a los padres no les disgustaba, por lo tanto… caso cerrado. Nada de psicopedagogas, psicólogos, clases particulares, etc. Creo que el mejor psicólogo de aquellos tiempos andaba junto a nuestros papás muy ceñido a la cintura; era el cinturón o la correa con que afirmaban sus pantalones. Y para los que no tenían papá, el cordón de la plancha era el sustituto ideal, resolvía las diferencias de opinión; eran unos disuasivos eficaces y motivadores.

En esos tiempos, distintos a los de hoy, no cabían las quejas o los reproches contra los profesores. Los padres tenían fe ciega en los arcaicos planes y programas de estudio, y la disciplina… ¡ufff! "Pobre de...", a tal punto que la respuesta más recurrente de mi mamá era: «Algo habrás hecho. Nadie te castiga porque sí», y fin de la conversación. Varias veces fui al castigo "bajo la campana", donde, vueltos para la pared éramos exhibidos durante los recreos, por culpa de nuestra flojera u otro hecho que ameritaba sanción. Ni pensar en quedar repitiendo. Creo que eso me hubiera costado el destierro de por vida. Así eran nuestros tiempos, y nadie quedó con un trauma que no le permitiera vivir hasta hoy. Agradecidos de los padres y profesores. Todo ha pasado ya.

Sin embargo, eso no quita que podamos comentar lo estresante que nos resultaban algunas actividades.

Los días martes había "cancha", lo que ahora llamamos Educación Física, y toda la escuela se dirigía a la cancha del estadio municipal. Felices algunos, otros más tristes; yo me encuentro entre los segundos. Les cuento:

Mi contextura era la de un niño más bien gordo; muchos me llamaban el Guatón. A pesar de eso, debía hacer gimnasia igual que todos y creo que me gustaba, solo que había algunas dificultades que me alejaron definitivamente de la Educación Física hasta cuarto Medio. Una de ellas es que la gimnasia se hacía al estilo sueco, con una disciplina muy rigurosa, a tal punto que si pudiéramos vernos ahora, creo que pareceríamos autómatas. Después de la gimnasia, que sería la misma que a fin de año se presentaría a todo trapo, se hacían dos grupos muy marcados. Estaban los buenos para la pelota o excelentes futbolistas, que pasarían al semillero del Club Halcón y que usaban la cancha Nº 1. Ellos gozaban de ciertos privilegios y eran considerados de forma más deferente. El otro grupo estaba formado por aquellos que no veían ni una en materia futbolística, y conocidos comúnmente como "Las Señoras del Sagrado Corazón de Jesús", dentro de los que me encontraba yo. Nos mandaban a jugar pichanga a la cancha Nº 2, libremente y sin ningún interés en ser parte de nuestro rudimentario fútbol pichanguero. Recuerdo al arquero de nuestro equipo, el famoso "tío Luto"… Qué hermoso apodo para un negrito simpático y cariñoso. Un sobrenombre genial.

Siguiendo con el tema, debo agradecer a los profesores de la época ese gesto discriminatorio, porque las pichangas que nos jugábamos en la cancha Nº 2 eran memorables; disfrutábamos cada pelotazo, por cierto, sin ninguna infraestructura, con dos piedras por arco y una pelota prestada por alguien que a condición de su préstamo debía ser incluido obligatoriamente en uno de los equipos en y forma permanente (él no debía sufrir cambios en el equipo),de lo contrario, ¡hasta ahí no más llegaba el partido! Simplemente nos dejaba sin pelota.

En las mañanas, en el primer recreo, la señora Flora nos brindaba un gran jarro de leche de Caritas Chile con un queso delicioso y pan Monroy (¿Se acuerda?).

Así transcurría el año, entre canchas, misas de Viernes Primero, la del Sagrado Corazón, preparaciones para los desfiles, la Semana Santa, el Mes de María y la gran tortura final para mí: la temida y tradicional Revista de Gimnasia.

En quinto Primario, aparte de todo lo que teníamos encima, había que asistir al Catecismo de Primera Comunión; otro compromiso social de gran relevancia.

Para mi mamá era de vital importancia que me fuera bien en el Catecismo, y no reparó en esfuerzos para conseguir el objetivo: me encerraba en el dormitorio.

—¡Estudia! —me decía— Yo no estoy dispuesta a pasar una vergüenza contigo si te quedas fuera de la Primera Comunión mientras todos tus amigos van a ir a la procesión de la tarde.

Nada de radio ni "Tercera oreja" (un radio-teatro de terror transmitido en las noches). Y más encima nos regalaban un librito de Catecismo que había que saberse "DE MEMORIA", que nos hablaba mucho de Dios, pero que nunca yo sentí cerca, a pesar de los rigurosos métodos de aprendizaje.

¡Ah! Me olvidaba de algo muy importante, el día anterior a la gran fiesta venía un hecho muy especial: "la confesión". Había que confesarse.

¿De qué? ¿Cuáles serían mis faltas graves que ameritaba n ser dejadas en el confesionario? Pensaba que yo, por ser niño, tenía menos pecados que mi confesor, que era mucho más viejo. Pero era obligatorio y vamos, había que obedecer.

Igual no más me las arreglé para hacer mi Primera Comunión un 8 de diciembre, con la iglesia abarrotada de gente; claro que nosotros estábamos más preocupados de lo hermoso de los santos, de los trajes en que niñas y niños parecíamos novios en miniatura, de los regalos, y con la grave preocupación de que si no estábamos bien preparados, la hostia se nos atragantaría y quizás moriríamos en el intento de recibir a Jesús. Para un niño de ocho años es una situación crítica y estresante, sin duda alguna.

Pasado el 8 de diciembre se nos vino encima fin de año, y con eso lo que les anunciaba, ¡la revista de Gimnasia!

Para los deportistas halconinos, ¡fantástico! Para esos que tenían buen físico y eran delgados, un lujo, y para mí, una tragedia. Con unos cuantos kilos de más no era lo que se dijera un atleta de lo más avezado; al contrario, era torpe, lento y tieso. Entiendo a mi profesor cuando algunas veces perdía la paciencia conmigo.

Por todo lo dicho y lo que diré, usted debe escuchar a los niños; no importa lo que le digan o si le resulta sin sentido. En lo personal, yo creo haber tenido bastante juicio crítico, pero era niño, y los niños en la mesa de los grandes no opinaban; así es que debí crecer con la esperanza de ser comprendido, no ahora que estoy viejo, sino que -solidarice conmigo-, a mi edad de ocho años. ¿Es mucho pedirle? Es un ejercicio difícil pero me sentiría honrado de saber que usted me comprende.

El patio de la escuela era de tierra. Marchábamos, hacíamos trote, ejercicios en el piso, volteretas y la posición invertida… momento en que comenzaban mis penurias. Gabriel, quien me acompañaba en el ejercicio con una paciencia de santo, me ayudaba como podía, y todos esperaban al último para contar hasta diez y cambiar de posición. Por cierto, ya había quedado todo revolcado, lo que me acarreaba más de un reto en la casa por mi suciedad.

Día tras día, a las cuatro de la tarde, hacíamos los ensayos; primero solo con órdenes de pitos y gritos varios a los más lesos; después los ensayos eran con música, con las marchas del Orfeón de Carabineros que acompañaban los desfiles, y para el trote unas hermosas polkas alemanas. Para los ejercicios en el lugar, estaba la orquesta de Bert Kaempfert (Carrera de éxitos 1 y 2).

La indumentaria era sencilla; nada de zapatillas caras, buzos térmicos o uniformes con bordados. Nuestro equipo consistía en una camiseta sin mangas con una bandera chilena que había que pegar con una plancha. Pantalón con ribetes de una cinta tricolor, y lo más simpático, alpargatas azules. Más sencillez no podía haber.

Esta Revista de Gimnasia se realizaba al anochecer y era un acontecimiento de carácter comunal, por su acabada preparación y una intachable organización y disciplina.

Cada vez que no podía realizar un ejercicio, sentía las risas de todo un público que, con sarcasmo, reía y disfrutaba de mis fracasos gimnásticos. ¡Qué bochorno! Pero, en fin, ya nada podemos hacer para remediarlo.

La revista se dividía en dos partes: una gimnástica propiamente tal y una segunda parte, circense. Sí, circense; y ahora entenderá usted mi posición al respecto. La parte circense la llamo así porque se apagaban las luces, se encendían antorchas con fuego y había que saltar una barra de fierro arrebozado con huaipe encendido o un círculo de fuego y otras piruetas que ya no recuerdo. En todo caso, eso era lo máximo para los padres, que no cabían de orgullo al ver a sus hijos hacer tremendas proezas. Nadie se preguntó en ese momento, ¿y si hay un niño que le teme al fuego? No es mi caso, pero cabía la posibilidad. Nadie se preguntó ¿no será peligroso para niños de ocho años?

La cosa llegó a su clímax cuando se pusieron dos escaleras de bomberos en forma paralela y se atravesaron con otra igual, a una altura de unos cuatro metros de alto, para que nosotros pudiéramos pasar colgando, y como era de esperar, abajo había ¡fuego! En lo personal, eso representaba para mí una altura inmensa y la distancia a atravesar, podría decir que infinita.

Al año siguiente, dentro de las actividades del colegio había una muy importante; en el camión rojo de la "Preventiva" (así se le llamaba al sanatorio del Sermena), cerca del 18 de septiembre, viajábamos a Santiago, al circo las Águilas Humanas, ahí en San Diego en el Teatro Caupolicán. Menuda sorpresa me llevé con ese espectáculo hermoso lleno de luces y, por cierto, los payasos, los trapecistas, el sonido de la música etc; hacían las delicias de cada uno de nosotros. Pero como no todo tiene que ser perfecto, llegó un momento triste; se apagaron las luces, apareció una barra metálica y un círculo también de metal encendido con fuego, y los leones y tigres eran forzados a saltar, a pesar de que sabemos que a lo que más temen estos felinos es precisamente al fuego.

Mi mente de niño no alcanzaba a dimensionar lo que estaba viendo. Los pobres animales hacían lo mismo que nosotros en nuestra Revista de Gimnasia, excepto que ellos obedecían a un látigo y nosotros a un pito.

Viendo ese espectáculo, solo atiné a decirle a mi papá:

—Así me siento yo cada vez que tengo que hacer la Revista de Gimnasia.

Por cierto, él me respondió que no fuera un "gallina".

¿Me comprende ahora?

Y en sexto Básico, en diciembre, tuve que volver a hacer Gimnasia.

Foto de los alumnos de 1° y 2° Preparatorias, año 1959.
FOTO CONCEDIDA POR SERGIO LAMILLA, JOSÉ COLLAO R. Y LIBRERÍA DON QUIJOTE. 1° Y 2° PREPARATORIAS, AÑO 1959. NOMBRES DE LOS
ALUMNOS, DE IZQUIERDA A DERECHA, Y FILAS DE ABAJO HACIA ARRIBA (UN ASTERISCO INDICA QUE SE DESCONOCE EL NOMBRE) :
FILA 1: ** GABRIEL MORALES ** EDUARDO LEIVA * PATRICIO SALAS, JOSÉ ALMUNA, PIZARRO (EL LAUCHA) ** REMIGIO NÚÑEZ, ARANCIBIA(?).
FILA 2: RICARDO ARANCIBIA, JUAN RAMÓN OLIVA (TERESA), ALEJANDRO SANDOVAL (CANO), MARCELO GONZÁLEZ, GERMÁN SÁNCHEZ *
CLAUDIO OLIVARES, REBECA ACEVEDO (PROFESORA) ** NARCISO HENRÍQUEZ (MUSOLINI) ** LUIS ALARCÓN.
FILA 3: MIGUEL CÓRDOVA * JOSÉ COLLAO, PATRICIO MESSINA * RAFAEL VERGARA * CARLOS ROMÁN, ELIZARDO HENRÍQUEZ,
SERGIO ANDRADE, EDGARDO MENARES, JUAN CARLOS CONTRERAS, BENITO HIDALGO, JUAN CARLOS QUINTANA *.
FILA 4: MATAMOROS(?), JOSÉ CASTRO, BENJAMÍN CARRASCO, ROJAS(?), ALEJANDRO BERRÍOS, MOLINA(?) (LORO), BERNARDO NÚÑEZ ***
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