18 de marzo. Nos decidimos a atravesar el paso del Portillo. Al salir de Santiago recorremos la inmensa llanura, tostada por el sol, donde se encuentra esta población, y por la tarde llegamos al Maypu [Maipo], uno de los principales ríos de Chile. En el punto en que penetra el valle en la cordillera está limitado por ambos lados por altas montañas peladas; aunque muy poco extenso es fértil. A cada paso se encuentran tierras labradas, viñedos, manzanos y albérchigos, cuyas ramas se desgajan bajo el peso de los magníficos frutos maduros. Por la tarde llegamos a la Aduana [se estima que debe ser la aduana de El Manzano], donde examinan nuestros equipajes. Mejor defendida está la frontera de Chile por la cordillera, que pudiera estarlo por las aguas del océano. Muy pocos valles se extienden hasta la cadena central y las bestias de carga no pueden seguir ningún otro camino. Los aduaneros se muestran muy corteses; tal vez procedía esta finura del pasaporte que me había dado el Presidente de la República; pero puesto que me ocupo de este asunto, debo expresar mi admiración por la natural finura de todos los chilenos. En este caso particular de los aduaneros, contrastaba mucho con lo que se encuentra en el género, en casi todos los países del mundo. Recuerdo un hecho que me llamó mucho la atención cuando sucedió: nos encontramos cerca de Mendoza, una negrilla muy gorda montada en un mulo. Tenía esta mujer una papada tan enorme, que no era posible dejar de mirarla algunos momentos; y mis dos acompañantes, para excusarse sin duda, de tales miradas descorteses, la saludaron como se acostumbra en el país quitándose los sombreros.
¿Dónde se hubiera encontrado, en Europa, ni en las clases más elevadas, tales miramientos con una criatura perteneciente a una raza degradada?
Pasamos la noche en un haza. Estábamos perfectamente independientes, lo que en viaje es delicioso. En las regiones habitadas compramos un poco de leña para hacer lumbre, alquilamos un prado para que pastaran nuestros mulos, y establecimos nuestro vivac en un ángulo del terreno. Nos habíamos provisto de una marmita de hierro, donde preparar la comida que consumimos a cielo abierto, sin tener que depender de nadie.
Tenía por acompañante a Mariano González, que ya me había acompañado en las excursiones por Chile, y un «arriero» con diez mulas y una «madrina». La madrina es un personaje muy importante: es una burra vieja muy pacífica, que lleva colgada del cuello una campanilla; por donde quiera que ésta va, siguen las mulas como buenas muchachas.
La atracción de estos animales por la madrina evita muchos cuidados. Cuando se dejan paciendo en un campo varias recuas de mulos, no tienen los muleros más que llevar las madrinas al prado, y, separándose unos de otros, sonar las campanillas; aunque haya 200 ó 300 mulas en el prado, cada una conoce el sonido de la campana de su madrina, y acude a situarse detrás de ella. Una mula vieja es casi imposible de perder; pues aunque se la retenga muchas horas, acabará por escaparse, y lo mismo que un perro sigue la pista de sus compañeras y las alcanza, o mejor dicho, si hemos de creer a los muleros, sigue la pista a la madrina, que es el objeto principal de sus afectos.
No creo, sin embargo, que ese sentimiento de afecto tenga carácter individual; paréceme que cualquiera otro animal que llevase campanilla podría servir de madrina.
Cada mula puede llevar, en país llano, 416 libras (189 kilogramos); pero en país montañoso lleva 100 libras (45 kilogramos) menos. ¡No se diría que un animal de aspecto tan delicado pudiese llevar una carga tan pesada! La mula me ha parecido siempre un animal muy sorprendente. Un híbrido que tiene más razón, más memoria, más alientos, más afecciones sociales, más potencia muscular, que vive más tiempo que sus padres; todo eso parece indicar que en este caso se ha sobrepuesto el arte a la naturaleza. De los diez animales que llevamos, reservamos seis para monturas; los otro cuatro llevan los equipajes por turno. Hemos tomado cantidad bastante de provisiones, por el temor de que nos bloqueasen las nieves; puesto que comenzaba a ser un poco avanzada la estación para atravesar el Portillo.
19 de marzo. Dejamos atrás la última casa habitada del valle, muy diseminadas ya desde hace algún tiempo, a pesar de que allí donde el riego es posible, el terreno es muy fértil. Todos los grandes valles de la cordillera tienen el mismo carácter; a cada lado se extiende una faja o terraza de guijarros y arena dispuestos en capas groseras que tienen, por lo común, considerable espesor. Esas terrazas formaban, sin duda, antes, todo el ancho del valle, como lo prueba el que los valles de Chile septentrional, en que no hay torrentes, los llenan por completo estas capas. El camino pasa por entre estas terrazas, que se elevan en suave pendiente; a poco que haya algún agua para regarlas, se las cultiva fácilmente. Siguen hasta una altura de 7.000 a 9.000 pies, y después desaparecen bajo masas de detritus. En el extremo inferior de los valles, que podríamos llamar su desembocadura, se confunden las terrazas con las llanuras interiores, cuyo suelo está también formado por guijarros; llanuras que se encuentran al pie de la cadena principal de las cordilleras y que he descrito en un capítulo anterior. Estas llanuras, que forman uno de los rasgos característicos de Chile, han sido formadas, sin duda, cuando penetraba el mar hasta el interior de las tierras, del mismo modo que hoy escota las costas meridionales. Ninguna parte de la geología de América meridional me ha interesado tanto como estas terrazas de guijarros groseramente estratificadas. Por su composición se parecen de todo en todo a los materiales que pudieran depositar en los valles torrentes detenidos en su curso por una causa tal como un lago o un brazo de mar. Hoy, en lugar de formar depósitos, los torrentes minan y destruyen las rocas y los depósitos de aluvión incesantemente, en todos los valles, grandes o pequeños. Estoy convencido, aun cuando no pueda exponer aquí todas las razones que me han conducido a este convencimiento, de que estas terrazas de guijarros se han acumulado durante la elevación gradual de la cordillera, habiendo depositado los torrentes sus detritus a niveles sucesivos en la orilla de estrechos y largos brazos de mar, primero, en la cima de los valles, después, cada vez más abajo, a medida que el terreno se elevaba gradualmente. Si así es, y a mí no me cabe duda, la gran cadena de las cordilleras, en lugar de haber surgido de repente como creían antes todos los geólogos, y todavía hoy muchos, se ha levantado lenta y gradualmente, del mismo modo que lo han sido las costas del Atlántico y del Pacífico en un período muy reciente. Adoptando este modo de ver pueden explicarse con facilidad una multitud de hechos relativos a la estructura de las cordilleras. A los ríos que corren en estos valles convendría mejor el nombre de torrentes. Su lecho tiene considerable pendiente, y sus aguas el color del barro. El Maypu lleva su furiosa carrera por un cauce de gruesos cantos redondeados que producen un rugido semejante al del mar. En medio del choque de las aguas, que se estrellan por todas partes, se distingue con gran claridad, y hasta a mucha distancia, el ruido de las piedras que rozan unas con otras día y noche en toda la extensión del torrente. ¡Qué elocuencia tiene para el geólogo ese ruido triste y uniforme de millares y millares de piedras frotándose entre sí y precipitándose todas en la misma dirección! A nuestro pesar, este espectáculo hace pensar en el tiempo. ¡Y pensar que cada minuto que transcurre se ha perdido para siempre! ¿Qué es el océano para estas piedras, sino la eternidad; y cada nota de esa música salvaje, qué es sino el signo de que cada piedra ha dado un paso hacia su destino?
El espíritu se acostumbra con mucha dificultad a comprender todos los efectos de una causa que se reproduce tantas y tan repetidas veces. Siempre que he visto capas de lodo, de arena y de grava que alcanzaban espesores de varios miles de pies, mi primera impresión ha sido extasiarme pensando en la impotencia de nuestros ríos actuales para producir tales efectos de denudación y de acumulo. Después, escuchando el ruido de estos torrentes, acordándome de que han desaparecido de la superficie de la tierra razas enteras de animales, y que durante todo ese tiempo han estado rodando y rodando esas piedras día y noche, rompiéndose unas contra las otras, me inclino a preguntarme: ¿cómo es que no ya las montañas, sino los continentes pueden resistir esta labor destructora?
Las montañas que limitan esta parte del valle tienen de 3 a 6 y hasta 8.000 pies de altura, son redondeadas y de faldas enteramente desnudas. Por doquiera es la roca rojiza y sus capas muy determinadas. No puede decirse que sea el paisaje hermoso, pero es grandioso y severo. Encontramos varias manadas de toros conducidos por algunos hombres desde los valles más altos de la cordillera. Este signo de la proximidad del invierno nos hace avanzar más deprisa tal vez de lo que a un geólogo conviene. La casa donde pasamos la noche está situada al pie de una montaña en cuyo vértice se encuentran las minas de San Pedro Nolasco. Sir J. Head se pregunta con extrañeza cómo ha sido descubrir minas en situación tan extraordinaria como el árido vértice de la montaña de San Pedro Nolasco. En primer lugar, las venas metálicas son, por lo común, mucho más duras que las rocas circunyacentes, por lo cual, a medida que se disgregan las montañas, van apareciendo esas venas en la superficie. En segundo lugar, casi todos los campesinos, sobre todo en las regiones septentrionales de Chile saben reconocer muy bien los minerales. En las provincias de Coquimbo y de Copiapó, donde tan abundantes son las minas, es muy rara la leña, y los habitantes exploran montes y valles para encontrarla, y así es como se han descubierto casi todas las minas más ricas. Un día tira un hombre una piedra a su borrico para que avance; pero piensa después en que pesaba aquella piedra más de lo ordinario y la vuelve a coger: era un lingote de plata; a poca distancia encuentra la vena que se elevaba como un verdadero muro de metal: había descubierto la mina de Chamucillo (Chañarcillo), que produjo en unos cuantos años varios millones de francos, de plata. Muchas veces también van los mineros los domingos a pasearse por la montaña armados de una espiocha. En la parte meridional de Chile, en que me encuentro, los que suelen descubrir las minas son los pastores que conducen los ganados.
20 de marzo. A medida que ascendemos, en el valle va haciéndose cada vez más rara la vegetación; casi no se encuentran más que algunas flores alpestres muy bonitas. Apenas si aparece un cuadrúpedo, un pájaro, ni un insecto. Las montañas altas que tienen restos de nieve se destacan muy bien unas de otras; una capa inmensa de aluvión estratificado llena los valles. Si tuviese que indicar los caracteres que más me han chocado en los Andes y no he encontrado en las otras cadenas de montañas que he recorrido citaría: las fajas llanas (terrazas) que forman a veces cintas estrechas a cada lado de los valles; los colores brillantes, en particular rojo y púrpura de las rocas de pórfido enteramente peladas y que se elevan verticales; los grandes diques continuos que parecen muros; las capas muy distintas que cuando están derechas y casi verticales forman las puntas centrales tan abruptas y pintorescas, pero que si se hallan inclinadas en pendientes más suaves componen los macizos montañosos del exterior de la cadena; y, por último, las pilas cónicas de detritus brillantemente coloreados que en pendiente rápida se elevan desde la base de las montañas hasta una altura de más de 2.000 pies.
En la Tierra del Fuego y en los Andes he observado muchas veces que dondequiera que la roca está cubierta de nieve mucha parte del año, se halla triturada en muchos fragmentos pequeños angulares. Scoresby ha observado lo mismo en Spitzberg.
Difícil me parece explicar este fenómeno; pues, la parte de la montaña protegida por una capa de nieve debe estar menos expuesta que ninguna otra a grandes y frecuentes cambios de temperatura. Algunas veces he pensado que la tierra y los fragmentos de piedras que en la superficie se encuentran, desaparecen quizá con menos prisa bajo la acción de la nieve que se funde poco a poco y se infiltra en el terreno, que no bajo la acción de la lluvia, y, por lo tanto, la apariencia de desintegración más rápida de la roca bajo la nieve, es absolutamente engañosa. Cualquiera que sea la causa, ello es que se encuentran grandes cantidades de piedras trituradas en las cordilleras. En la primavera, hay ocasiones en que se deslizan a lo largo de las montañas enormes masas de detritus, y cubren los montones de nieve que hay en los valles, formando de ese modo verdaderos ventisqueros naturales. Hemos pasado por encima de uno de estos ventisqueros, situado mucho más bajo que el límite de las nieves perpetuas.
Por la tarde llegamos a una llanura especial muy parecida a una depresión, que se llama el Valle del Yeso. Hay en él hierbas secas y encontramos una manada de toros errando a la aventura entre las rocas de los alrededores. El nombre que dan a este valle proviene de una capa considerable (tiene lo menos 2.000 pies de espesor) de yeso blanco casi completamente puro en muchos puntos. Pasamos la noche con una cuadrilla de obreros ocupados en cargar mulos de esta materia que se emplea en la fabricación del vino.
Habiendo salido el 21 muy temprano caminamos siempre remontando el río que va perdiendo importancia poco a poco, hasta que llegamos al fin, al pie de la cadena que separa la depresión del océano Pacífico de la del océano Atlántico. El camino, bastante bueno hasta entonces, aunque en verdad subiendo siempre, pero gradualmente, cambia entonces, convirtiéndose en un sendero en zigzag, que trepa por las faldas de la gran cadena que separa a Chile de la República de Mendoza.
Preciso es que haga en este lugar breves observaciones sobre la geología de las diferentes cadenas que forman la cordillera. Dos de estas cadenas son mucho más altas que las demás; hacia Chile la cadena del Peuquenes, que en el punto que la atraviesa el camino adquiere una altura de 13.210 pies (3.950 metros) sobre el nivel del mar, y hacia Mendoza la cadena del Portillo que llega a 14.305 pies (4.292 metros). Las capas inferiores de la cadena de Peuquenes y de otras vanas grandes cadenas al oeste, están compuestas de inmensas masas, de varios miles de pies de espesor, de pórfidos, que han corrido como lavas submarinas, alternando con fragmentos angulares y redondeados de rocas de la misma naturaleza arrojadas por cráteres submarinos. Estas masas alternantes están cubiertas, en las partes centrales, por capas inmensas también de gres rojo, de conglomerados y de esquisto arcilloso, que se confunden en su parte superior con las colosales capas de yeso que sobre él descansan. En esas capas superiores se encuentran conchas en gran número, y que pertenecen casi al mismo período que las cretas inferiores de Europa. Nada tiene de nuevo el espectáculo, pero siempre causa extrañeza grande, encontrar a muy cerca de 14.000 pies sobre el nivel del mar, conchas y restos de animales que en otros tiempos se arrastraban por el fondo de las aguas. Las capas inferiores han sido dislocadas, cocidas, cristalizadas y casi confundidas entre sí por la acción de enormes masas de un granito blanco de base de sosa y muy particular.
La otra cadena principal, es decir, la del Portillo, es de formación enteramente diversa; lo principal de ella son tremendos picos de granito rojo, cuya parte inferior, en el lado occidental, está cubierto por gres transformado por el calor en cuarzo. Sobre éste descansan capas de conglomerados que tienen muchos miles de pies de espesor, y han sido levantados por la erupción del granito rojo inclinándose hacia la cadena del Peuquenes bajo un ángulo de 450. Mucho me extrañó encontrar que este conglomerado se componía en parte de fragmentos procedentes de las rocas del Peuquenes con sus mismas conchas fósiles, y en parte de granito rojo como el del Portillo. Esto nos lleva a concluir que las dos cadenas se hallaban en partes elevadas y expuestas a las influencias de la intemperie en el momento de la formación del conglomerado; pero como las capas de éste han sido desviadas en un ángulo de 450 por el granito rojo del Portillo, y debajo se encuentra el gres transformado por el calor en cuarzo, podemos asegurar que la mayor parte de la inyección y del levantamiento de la cadena ya en parte formada del Portillo, se ha producido después del acumulo del conglomerado y mucho después del levantamiento de la del Peuquenes. De modo que el Portillo, cadena más elevada de esta parte de la cordillera, no es tan antigua como el Peuquenes, menos elevado que él.
Una capa de lava inclinada hacia la base oriental del Portillo podría servir para probar, además, que esta última cadena debe en parte su gran altura a levantamientos de fecha todavía más reciente. Si se examina su origen parece que el granito ha sido inyectado en una capa preexistente de granito blanco y de micasquisto. Puede afirmarse que en la mayor parte, si no en toda la cordillera, cada cadena se ha formado por levantamientos e inyecciones reiteradas, y que las diferentes cadenas paralelas tienen edades distintas.
Sólo así podemos explicarnos el tiempo que se ha necesitado para originar la denudación, en realidad sorprendente, de estas inmensas cadenas de montañas, tan recientes, sin embargo, comparadas con otras muchas.
Por último, las conchas que se encuentran en la cadena del Peuquenes o cadena más antigua, prueban, como antes he indicado, que ha sido levantada a la altitud de 14.000 pies (4.200 metros) después de un período secundario que en Europa consideramos como poco antiguo. Pero, por otra parte, puesto que esas conchas han vivido en un mar moderadamente profundo, podría probarse que la superficie que hoy ocupa la cordillera ha tenido que descender varios miles de pies en Chile septentrional, 6.000 pies al menos para permitir formarse a este espesor de capas submarinas encima de las capas sobre que las conchas vivían. Con sólo repetir las razones que he dado antes, podría probar que, en un período mucho más reciente, desde la época de las conchas terciarias de la Patagonia, ha debido haber en esta región un descenso de varios cientos de pies, y después un levantamiento subsiguiente. En resumen, en todas partes halla el geólogo pruebas de que nada es, ni aun el viento, tan mudable como el nivel de la corteza terrestre.
Sólo añadiré una observación geológica. Aunque la cadena del Portillo esté aquí más alta que la del Peuquenes, las aguas de los valles intermedios se abren paso al través. El mismo hecho se ha observado, aunque en mayor escala, en la cadena oriental, mucho más elevada, de la cordillera de Bolivia que atraviesan también los ríos. En otras partes del mundo se ven hechos análogos. Puede explicarse el hecho fácilmente si se supone la elevación gradual y subsiguiente de la cadena del Portillo: en efecto, primero ha debido formarse una cadena de islotes; después, y mientras que se iban levantando, han debido tallar entre ellos las mareas canales cada vez más anchos y profundos.
Todavía hoy en los canales más apartados en la costa de la Tierra del Fuego, las corrientes transversales que unen los canales longitudinales son violentísimos, tanto, que en uno de esos canales transversales un barco pequeño de vela cogido de lado por la corriente ha dado varias vueltas sobre sí mismo.
Hacia el mediodía comenzamos la fatigosa ascensión del Peuquenes; por primera vez experimentamos alguna dificultad para respirar. Las mulas se detienen cada 50 metros, y cuando han tomado unos instantes de reposo, los pobres animales, llenos de buena voluntad, prosiguen su marcha sin necesidad de obligarlos. Los chilenos llaman puna a la ansiedad que produce la rarefacción del aire, y explican el fenómeno de la manera más ridícula. Según unos, todas las aguas del país producen el puna; otros creen que donde hay nieve es donde hay puna, y así ocurre en realidad. La única sensación que he experimentado, ha sido ligera pesadez en las regiones temporales y en el pecho; y en suma, puede compararse esta sensación a la que se experimenta al salir de una habitación muy caldeada y respirar de pronto el aire libre durante una helada fuerte.
Hasta creo que la imaginación entra también por algo, puesto que si tengo yo la fortuna de encontrar fósiles en el paso elevado, en el acto me hubiese olvidado del puna. Es cierto, sin embargo, que se hace difícil la marcha y laboriosa la respiración. Me han dicho que en Potosí (a unos 13.000 pies, 3.900 metros sobre el nivel del mar) no se acostumbran por completo los extranjeros a la atmósfera, ni al cabo de un año. Todos los habitantes recomiendan la cebolla como remedio contra el puna. En Europa se emplea con frecuencia esta legumbre en las afecciones del pecho, puede, pues, que produzca algún resultado. En cuanto a mí, repito, que ha bastado la vista de algunas conchas fósiles para curarme en el acto.
Casi a la mitad de la altura encontramos en el camino una cuadrilla de muleros que llevaban setenta mulas cargadas. Es muy entretenido oír los gritos salvajes de los conductores y contemplar la larga fila de los animales que parecen muy pequeños por no haber más término de comparación que las inmensas montañas peladas por donde caminan. Cerca del vértice el viento es, como de ordinario, frío e impetuoso.
Atravesamos algunos campos extensos de nieves perpetuas que pronto van a encontrarse cubiertos por nuevas capas. Llegados a la cumbre, miramos alrededor y se nos presenta el más soberbio espectáculo. La atmósfera límpida, el cielo azul intenso, los valles profundos, los picos desnudos con sus formas extrañas, las ruinas amontonadas durante tantos siglos, las rocas de brillantes colores que contrastan con la blancura de la nieve, todo lo que me rodea forma un panorama indescriptible. Ni plantas, ni pájaros, fuera de algunos cóndores que se ciernen sobre los picos más altos, distraen mi atención de las masas inanimadas. Me siento feliz de estar solo; experimento lo que se siente cuando se presencia una tempestad tremenda o cuando se oye un coro de El Mesías ejecutado por una gran orquesta.
En varios campos nevados encuentro el Protococcus nivalis, o nieve roja que tan bien nos han dado a conocer los relatos de los viajeros árticos. Las huellas de nuestras mulas se vuelven rojo pálido como si tuviesen los cascos impregnados de sangre, lo que me llama la atención, haciéndome suponer al principio que procediese tal rubicundez del polvo de las montañas próximas compuestas de pórfido rojo; porque el efecto amplificante de los cristales de la nieve, hacía que estos grupos de plantas microscópicas apareciesen como otras tantas partículas groseras. No tiene la nieve el tinte rojo más que en los puntos en que se ha fundido muy pronto o donde ha sido accidentalmente comprimida. Una poca de esta nieve frotada sobre un papel, comunica a éste un ligero tinte rosa mezclado con rojo de ladrillo; quito enseguida lo que hay sobre el papel y encuentro grupos de esferitas con cubiertas incoloras, y que cada una tiene una milésima de pulgada de diámetro.
Como ya he dicho, el viento en la cima del Peuquenes es por lo común fuerte y muy frío; se dice que sin variación sopla del oeste o del Pacífico. Como la mayor parte de las observaciones se han hecho en verano, debe considerarse este viento como una corriente inversa superior. El pico de Tenerife que tiene menor elevación y que se halla situado a los 280 de latitud, también está colocado en una corriente inversa superior. A primera vista parece raro que los vientos alisios, a lo largo de las partes septentrionales de Chile y en la costa del Perú, soplen casi siempre del sur; pero cuando se reflexiona que corriendo la cordillera de norte a sur intercepta como gigantesco muro toda la corriente atmosférica inferior, se comprende que aquellos vientos se dirijan hacia el norte, siguiendo la línea de las montañas, atraídos como lo están hacia las regiones ecuatoriales, y que pierdan por eso una parte del movimiento oriental que les comunica la rotación de la tierra. En Mendoza; en la vertiente oriental de los Andes, son muy largas las calmas y muchas veces se ven formarse tempestades que no descargan. Sin esfuerzo se comprende que en este mundo viene a estar el viento como si dijésemos estancado e irregular, porque lo detiene la cadena de montañas.
Después de haber atravesado el Peuquenes, bajamos a una región montañosa situada entre las dos cadenas principales y nos disponemos a pasar allí la noche. Hemos entrado en la República de Mendoza. Nos hallamos a 11.000 pies de altura, por lo que es en extremo pobre la vegetación. Empleamos como combustible la raíz de una planta raquítica, y no logramos más que un fuego miserable: el viento es sumamente frío.
Extenuado por las fatigas del día hago mi cama lo más pronto posible y me duermo.
Despierto a media noche y noto que el cielo se ha cubierto por completo de nubes; despierto al arriero para saber si tendremos que temer que nos sorprenda el mal tiempo, y me dice que no hay peligro de nevada, porque éstas se anuncian siempre con truenos y relámpagos. De cualquier modo, el peligro es muy grande y muy difícil de sustraerse a él, cuando sorprende al viajero el mal tiempo en esta región situada en las dos cadenas principales. El único refugio es una caverna que hay allí. Mr. Caldcleugh, que ha atravesado la montaña en la misma época, estuvo encerrado algún tiempo en esta caverna a causa de una tempestad de nieve. En este punto no han hecho como en el Upsalla casuchas o habitaciones de refugio; por lo cual es más frecuentado el Portillo en otoño. Bueno es observar que en la cordillera no llueve nunca: en verano está siempre el cielo limpio; en invierno no hay más tempestades que las de nieve.
Como consecuencia de la altura a que nos encontramos es mucho menor la presión de la atmósfera y cae el agua a temperatura mucho más baja: viene a suceder lo contrario que acontece en la marmita de Papin. Por esta razón, aunque dejamos las patatas muchas horas en el agua hirviendo, salen tan duras como cuando las echamos.
La olla ha estado toda la noche al fuego; por la mañana procuramos que hierva de nuevo, pero las patatas no se cuecen. Oyendo discutir la causa de este fenómeno a mis dos acompañantes, me entero de que habían encontrado una explicación, en realidad, muy sencilla: «Esta pícara marmita, decían (era una marmita nueva), no quiere cocer las patatas».
22 de marzo. Después de almorzar, sin patatas, atravesamos el valle dirigiéndonos al pie del Portillo. Durante el verano traen a este sitio a pastar algunos ganados, pero está ya tan avanzada la estación, que no queda un solo animal; los mismos guanacos se han ido ya, comprendiendo que si se dejan sorprender por una nevada ya no podían salir. Admiro al pasar una masa de montañas llamada Tupungato, que está completamente cubierta de nieve y en el centro tiene una mancha azul, un ventisquero sin duda, pero muy raro en estos lugares. Entonces comenzamos otra larga y penosa ascensión como la del Peuquenes. Inmensos picos de granito rosa se elevan alrededor nuestro; los valles están cubiertos de nieves perpetuas. Durante el deshielo, habían tomado esas masas congeladas, en varios puntos, la forma de columnas muy elevadas y tan próximas las unas a las otras que apenas cabían las mulas a pasar entre ellas. En una de estas columnas de hielo descansa como en un pedestal un caballo helado, con las patas en el aire. Creo que este animal ha debido caer en un hoyo cabeza abajo, estando lleno de nieve el hoyo, y luego durante el deshielo han desaparecido las partes que lo rodeaban.
En el momento de llegar al vértice del Portillo nos rodea un verdadero chaparrón de nieve, incidente que siento mucho, porque me impide disfrutar de la vista del país, prolongándose todo el día. El paso ha recibido el nombre de Portillo por ser tina grieta, a manera de puerta, tallada en la parte más alta de la cadena, y por lo cual pasa el camino. Cuando el aire está limpio pueden verse desde este punto las inmensas llanuras que sin interrupción se extienden hasta el Atlántico. Bajamos hasta el límite superior de la vegetación y encontramos allí un abrigo para la noche debajo de algunos bloques inmensos de roca. En aquel sitio encontramos varios viajeros que nos agobian a preguntas sobre el estado del camino en los pasos superiores.
Al cerrar la noche se disipan de improviso las nubes, produciendo un efecto mágico. Resplandecen las grandes montañas a la luz de la luna y parecen desplomarse alrededor nuestro como si nos hallásemos en una profunda grieta; este mismo espectáculo me sorprende más por la mañana. Tan pronto como desaparecen las nubes comienza a helar de un modo terrible, pero como no hace viento pasamos la noche bastante bien.
A esta altura, la luna y las estrellas brillan con un resplandor extraordinario, gracias a la admirable transparencia del aire. Dos viajeros se han extendido mucho acerca de lo difícil que es juzgar de la altura y distancias en un país de elevadas montañas, a causa de la falta de puntos de comparación; pero yo creo que la verdadera causa de esa dificultad se halla en la transparencia de la atmósfera, que es tal, que se confunden unos con otros los objetos situados a distancias muy diferentes, y también por la fatiga corporal que causa la ascensión, el hábito se impone en estos casos a la evidencia que manifiestan los sentidos. La extremada transparencia del aire da al paisaje un carácter particular: todos los objetos parece que se encuentran en el mismo plano como en un dibujo o un panorama. Creo que esa transparencia procede de la gran sequedad de la atmósfera. Repetidas pruebas tengo de ello en las molestias que me causa el martillo de geólogo, cuyo mango se encoge extraordinariamente, en la dureza que adquieren los alimentos, como el pan y el azúcar, en la facilidad con que puedo conservar pieles y carne de animales, que se hubiesen destruido durante nuestro viaje.
A la misma causa atribuyo la extraordinaria facilidad con que la electricidad se desarrolla en estos parajes. Mi camiseta de franela, frotada en la oscuridad brilla como si estuviese barnizada de fósforo; los pelos de los perros se erizan y crujen; hasta las telas y correas de nuestro equipaje echan chispas cuando las tocamos.