EDUARDO BARRIOS EN SU CASA DE SAN JOSÉ,
CONSTRUIDA A PRINCIPIOS DE LOS AÑOS 20.
EL ESCRITOR, SU ESPOSA, CARMEN RIVADENEIRA
(LA YOYA) Y LA HIJA MENOR, ANGÉLICA,
EN LA
PLAYITA DEL RÍO MAIPO. HASTA LA DÉCADA DEL 70
LOS NIÑOS DE LA FAMILIA ACUDÍAN A JUGAR ALLÍ.
HOY ES IMPOSIBLE DISFRUTAR DEL RÍO:
TODA SU ORILLA ESTÁ CERCADA.
AMBAS FOTOS SON DE FINES DE
LA DÉCADA DEL 30. (ARCHIVO FAMILIAR.)
DÉCADA DEL 30. LAS TRES HIJAS DE EDUARDO BARRIOS Y
CARMEN RIVADENEIRA. CON BLUSAS BLANCAS:
CARMEN (PITA) Y ANGÉLICA (LA MAYOR Y LA MENOR).
CON BLUSA OSCURA, GRACIA (HIJA DEL MEDIO).
MONTAN A CABALLO EN LAGUNILLAS, QUE EN ESOS
TIEMPOS ERA PROPIEDAD DEL ESCRITOR.
VERANO 1927: LA YOYA, ESPOSA DE EDUARDO BARRIOS,
CON
SUS HIJAS GRACIA (EN BRAZOS) Y CARMEN,
EN EL GALLINERO DE CASA. ANGÉLICA AÚN NO NACÍA.
EL ESCRITOR TENÍA UN CRIADERO DE GALLINAS LEGHORN
Y RHODE ISLAND. (ARCHIVO FAMILIAR.)
En numerosas ocasiones estos últimos años he tenido oportunidad de encontrarme con personas, en particular en San José de Maipo, que recuerdan a Eduardo Barrios. Y, seguro, otros tantos habrán oído acerca de él, en particular los escolares, ya que una de sus más famosas novelas, "El niño que enloqueció de amor", ha sido durante años lectura obligada del Ministerio de Educación, y continúa hoy como lectura recomendada no solo en Chile, también en otros países. Se trata esta de una novela que sobrelleva una oscura carga de drama y melancolía que conmovió hasta las lágrimas a toda una generación de adolescentes, en la cual me incluyo.
Aunque desconozco detalles de su vida, se sabe que Eduardo Barrios fue un escritor y personaje íntimamente vinculado al Cajón. Durante años habitó en San José de Maipo donde subsiste aún la casa en que vivió y escribió parte importante de su obra —novelas, cuentos, ensayos, teatro, numerosas colaboraciones en revistas y publicaciones chilenas y extranjeras— y que hoy pertenece a su nieto Juan Pablo Yáñez Barrios, también destacado escritor nacional, además de creador, director y editor de esta publicación, "El Dedal de Oro", que usted tiene ahora en sus manos.
Eduardo Barrios vivió en este mundo entre 1884 —año de su nacimiento en Valparaíso— y 1963. Su padre, oficial del ejército chileno que murió cuando el futuro escritor tenía 5 años, hubiera deseado igual destino para su hijo, lo que lo impulsó a ingresar en la Escuela Militar, pero su espíritu libre y algo o muy aventurero le impidió adaptarse a la disciplina y obtuvo la baja antes de egresar como oficial. Cuentan que el escritor se dedicó entonces a recorrer tierras en busca de nuevas experiencias, tanto, que uno de sus biógrafos relata que entre las muchas y variadas actividades que desempeñó están las de artista circense y buscador de oro. Ignoro los detalles de estas actividades que deben ser más que sabrosos, pero, en fin, tal vez algún día aparezcan en alguna de mis lecturas. Según se dice, al volver a Santiago en 1909, se le ocurrió la idea de empezar a sentar cabeza y entró a trabajar como funcionario de la Universidad de Chile y taquígrafo en la Cámara de Diputados, oficios, como se ve, más que convencionales. Por esos años, a los 25 de edad, empezaba también a emprender la carrera literaria. El valor e importancia de su obra lo llevaron más tarde a ser designado miembro de Número de la Academia Chilena de la Lengua y también de las Academias de Letras de Brasil y Argentina, y el año 1946 obtuvo el máximo galardón a que puede aspirar un escritor nacional: el Premio Nacional de Literatura. En 1925 ingresó a la Biblioteca Nacional, donde llegó a ser nombrado Conservador de Propiedad Intelectual. Durante el gobierno de Carlos Ibáñez asumió el cargo de Ministro de Educación, y a la caída de este renunció a sus cargos públicos para comenzar otra etapa, dedicándose a la agricultura. En 1953 fue designado Director de la Biblioteca Nacional, puesto que ocupó hasta su jubilación en 1960.
Todo esto es un resumen de algunos datos biográficos de Eduardo Barrios que he podido recopilar revisando diversos libros de memorias e historia de la literatura chilena. No puedo, sin embargo, asegurar que los hechos y circunstancias de su vida hayan ocurrido tal como los he descrito; los biógrafos de personajes famosos suelen contradecirse, cuando no, simplemente, recurren a desplegar la más poderosa de las fantasías. En todo caso diría que, sean verdad o mentira, es lo que menos importa. Lo que realmente interesa, lo que en definitiva uno pretende conocer de un escritor es su obra, ella habla por él, está en lo escrito por él, lo que puso en letras, es decir, en su palabra, en su concepto del mundo y en los personajes brotados de su inspiración creadora.
Unas líneas atrás recordaba su novela "El niño que enloqueció de amor". El título lo dice todo, es la historia de un niño enamorado de una mujer mayor hasta su propia destrucción. Alguien, uno de nuestros más afamados críticos, describió este libro como "un poema sentimental, vecino a lo patológico". Estoy sinceramente de acuerdo en que hay algo o mucho de cierto en el uso del término "patológico"; define con fidelidad el potente sentimiento amoroso que acosó y entrampó con fuerza demoledora la vida de ese niño. Por otra parte, la novela está escrita en un estilo demasiado suave, algo empalagoso, que a la luz de la literatura de hoy la convierte en un texto para adolescentes. No la he releído estos últimos años, no sé cómo sería hoy mi reencuentro con ella, lo que sí sé es que la leí siendo precisamente un adolescente y mi recuerdo, con certeza, es el de que de manera solapada y clandestina más de alguna lágrima me rodó por la mejilla, pero, seguro, legítima y sincera.
Sin embargo, para todo escritor, para todo artista debería decir, nada es tan fácil como podría parecer. Si bien más de algún comentarista de la época definió el estilo de Barrios como "bella prosa", y otro sentenció que "escribe admirablemente, con suavidad, transparencia, nobleza y sus términos son puros", Alone, el más connotado de nuestros críticos según se dice, escribió refiriéndose a él en El Mercurio de Santiago: "Pero su inventiva y su vigor no suben a la misma altura. Carece de nervio. Sus personajes, bien estudiados, bien puestos, no dejan huella durable: algo les falta, animación, espontaneidad; están bien, no demasiado bien".
¿Excesivo rigor crítico? No lo sé. Solo puedo decir que Alone —seudónimo literario, como se recordará, de Hernán Díaz Arrieta— disponía ciertamente de, como acostumbramos a decir, un ojo clínico. En mi recuerdo está también la publicación de la novela de Barrios "Gran señor y rajadiablos", relato de un latifundista a la antigua que entra en taimado y porfiado conflicto con la modernidad, y que al momento de ser editada por primera vez obtuvo uno de los mayores éxitos de librería y de crítica que se recuerda en la historia de la literatura chilena. Por esos años —al parecer se leía más que ahora— fue ampliamente comentada en reuniones sociales y familiares. Me produjo una fuerte impresión. Por esos años, claro, yo admiraba más que ahora las obras de creación nacional. No obstante esa impresión, y como para coincidir con Alone, no recuerdo ahora su argumento y solo muy vagamente a sus personajes.
En mis lecturas y relecturas he encontrado también otras interesantes opiniones sobre Eduardo Barrios y su obra. Tengo a la vista ahora, por citar un caso, un vivo y entretenido libro de otro Premio Nacional de Literatura, el escritor Luis Durand, que fue su contemporáneo y donde, con el título de "Gente de mi tiempo", recuerda a personajes de las letras chilenas de la época que le tocó en vida, hablo de 1900 en adelante. Lo conoció, aunque superficialmente, sin llegar a trabar con él una relación de amistad. En una de sus páginas Durand escribe: "En el correo donde yo trabajaba conocí a Eduardo Barrios. Me desempeñaba yo en una oficina ubicada en la Alameda muy cerca de Plaza Italia. Y allí, en ese rinconcito donde trabajamos duro y parejo a lo largo de muchos años, conocí a Eduardo Barrios, que recién acababa de dejar su cargo de ministro de Estado del gobierno de don Carlos Ibáñez, en la cartera de Educación. Una tarde conversamos con Barrios. No recuerdo si nos encontramos en la calle o fuimos caminando desde el correo hasta una pastelería de la Alameda en donde tomamos once. Me habló en un tono en que se dejaba traslucir cierta desazón por haber dejado el cargo de ministro y no haber hecho lo que a él le hubiera gustado realizar. Se acentuó su tono de queja cuando agregó:
"Yo en realidad lamento no haber ayudado a mis compañeros como me hubiera gustado. Lo malo es que a un escritor no se le ofrece todos los días, en este país, la oportunidad de ser ministro".
Luego agrega Durand:
"Barrios me da la impresión de ser uno de esos hombres que nunca deja entrever hasta el fondo su pensamiento. No le gusta comprometerse y cuida mucho su tranquilidad. Acaso tiene razón. Es un hombre de suerte. Se ha sacado dos veces suculentos premios en la Lotería. Y con los dineros de su desahucio como director de la Biblioteca Nacional, compró un fundo de cerros en el Cajón del Maipo, que aún conserva. Es, sin duda, artista y no obstante tiene la cabeza firme para manejar sus finanzas. Su libro "Gran señor y rajadiablos" fue un best-seller, como dicen los gringos, porque se vendieron varias ediciones y fue además editado en el extranjero. El tema y el ambiente de este libro los sacó del conocimiento de la vida de los grandes hacendados del valle central chileno, mientras fue administrador de un gran fundo en las cercanías de Melipilla".
No deja de ser curioso esto del eco que esta clase de opiniones proyecta con el paso del tiempo. Lo que acabo de narrar debió ocurrir alrededor de 1928 o 30. Parece escrito ayer. Como si ambos, Barrios y Durand, estuviesen vivos y sus palabras sonaran en nuestros oídos. Es el enigma, el misterio de la literatura, del arte. Y en realidad si uno lee a Eduardo Barrios, o a cualquier otro, lo siente, sabe que está vivo, ahí, al alcance de nuestro oído, de nuestros sentimientos. Tanto que al leer, escuchamos con la vista el sonido de sus palabras.
Y bueno. Eduardo Barrios es uno de nosotros, los de aquí. Habrá que volver sobre él si tratamos de conocernos más.