Revista Dedal de Oro N° 64
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 64 - Año XI, Otoño 2013

LEYENDA

LAS 7 PETACAS DE ORO
VIVIANA CRUZ BERTRAND, Profesora de Educación General Básica, residente en el Cajón del Maipo
SAN GABRIEL, RÍOS YESO Y MAIPO
FOTO: JPYB, SAN GABRIEL, RÍOS YESO Y MAIPO

Siendo muy pequeña, comencé a poner bastante atención a las historias que nos contaba mi madre, quien era poseedora de un exquisito léxico y una capacidad de relato incomparable. Esta energía atrapante y el misterio que ella le agregaba a cada frase, grabó nítidamente en mi memoria la historia de las "Siete petacas de oro" de la familia Reveco.

Cuenta mi madre que sus antepasados maternos llegaron desde España en la época de la Colonia y que luego de pasar por las más diversas vicisitudes, enfrentados a cuanta batalla y desastre ocurridos con motivo de la Independencia, muchos avecindados en Santiago y sus alrededores decidieron marcharse o huir hacia Argentina. Algunos lo hicieron por la zona de Los Andes que hoy conocemos como Paso de Los Libertadores, y muchos otros buscaron su escapatoria adentrándose por los polvorientos y pedregosos caminos del Cajón del Maipo, siguiendo tal vez intuitiva y paradojalmente, la escurridiza huella de Manuel Rodríguez.

Abelardo Reveco era un hombre de una gran simpatía, alto, rubio, pecoso y de tez tan blanca, que podía advertirse claramente el entramado venoso de su rostro. Tendría alrededor de cuarenta años y poseía una fortuna importante en doblones de oro español, la cual tomó aún más valor en tiempos de lides, crisis y escasez. Había llegado a Chile con el convencimiento de que su afán y talento comercial le rindieran frutos espléndidos, pues este nuevo reino había alcanzado una fama insospechada en Europa y el resto de las colonias americanas, dada la fertilidad de sus tierras, la bonanza del clima, la potencial explotación minera y la gallardía de sus gentes, entre otros muchos factores.

Reveco logró de cierta forma concretar sus expectativas, no exentas de sacrificio y sudor, pero que en definitiva le acarrearon dividendos bastante cuantiosos. Ello le permitió mantener holgadamente a su esposa, de origen criollo, y a sus cuatro hijos nacidos en Chile, de los cuales tres fueron varones y la menor, mujer. Por otra parte, sus negocios y actividades le habían permitido generar trabajo para muchos criollos y chilenos, contribuyendo así a paliar en cierta medida la crisis e inestabilidad propia del proceso de transición hacia la anhelada Independencia de Chile.

Corría el otoño del año 1818 en Santiago, a pocos días de haberse proclamado públicamente la Independencia, a través de la lectura del Acta en la Plaza de Armas, cuando nuevamente cundió el pánico en la ciudad. Se hacían vox populi, exageraciones tales como que O'higgins había muerto y que el realista Mariano Osorio estaba en camino para atacar la capital.

Reveco dio vueltas en círculo en su cuarto y, preso del temor, llamó muy preocupado a su esposa. Ya lo había decidido, partiría hacia Mendoza. Herminia, su mujer, lloró amargamente toda la noche; ella y sus hijos deberían permanecer por algún tiempo en el territorio por motivos de seguridad.

Ese veintiuno de marzo, casi al alba, mandó el español a alistar tres mulas para cargar sus pertenencias más esenciales y siete de las ocho petacas, repletas de doblones de oro macizo, que guardaba celosamente en un escondite que había construido al interior de un grueso murallón de adobe en su casa.

Listo ya para partir, se despidió de su esposa e hijos portando aquel magnífico tesoro, y enfiló por rumbo pedregoso hacia las montañas que encajonan a la otrora Villa San José de Maipo, lugar de residencia de los mineros que explotaban la mina de plata San Pedro Nolasco.

Bellos y majestuosos parajes retuvo en la retina Reveco. Fueron horas de un plácido viaje, acompañado por el murmullo del río y el eco de la montaña. Cuando se sintió cansado y sus mulas sedientas, arrimó a orillas del río, más o menos a la altura de San Gabriel, en donde pudo descansar y también ser advertido por otros viajeros en su misma situación, de que estaban siendo seguidos muy de cerca por bandidos que querían robar sus pertenencias. Rápidamente, escogió el lugar más seguro e inverosímil y, ya caída la noche, cavó y enterró en él las siete petacas de cuero repletas de los más brillantes doblones de oro macizo que jamás nadie haya visto. Luego, un poco más tranquilo, encendió una vela, sacó pluma, tinta y papel de su morral y procedió a trazar un mapa. Cuando lo terminó, volvió a marcar con una cruz, una y otra vez, el lugar del entierro y agregó a pie de página: "Sólo podrán desenterrar y disfrutar de este tesoro aquellos que tengan el apellido Reveco. Deben venir tres, de los cuales se quedará uno para cuidar de este lugar". Luego, enrolló cuidadosamente el papel, lo ató con un trozo de tela y lo entregó a un arriero que pernoctaba con él, quien cumplió con la misión de entregarlo personalmente a su esposa.

Herminia guardó el mapa por muchos años, esperando el regreso de Abelardo, quien nunca volvería, pues murió de frío, cruzando la Cordillera de los Andes. Ella también murió a causa de vejez, y sus hijos nunca se animaron a recuperar el tesoro dejado por su padre.

Es así como esta historia y el mapa, como testimonio real, han pasado de generación en generación; y a pesar de que ha habido más de alguna expedición familiar, el tesoro jamás se ha podido encontrar. Mientras tanto, las siete petacas de oro permanecen enterradas en las tierras del Cajón del Maipo y en espera de que algún Reveco se anime a recuperarlas.

 
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