EL ESCRITOR HERMAN HESSE
Apoyando la espalda en un añoso y venerable castaño del pueblo de San Alfonso, en el Cajón del Maipo, hace algunos años, leí por primera vez un breve artículo de Herman Hesse que se ha quedado en mi memoria para siempre:
Los árboles han sido siempre para mí los predicadores más eficaces. Los respeto cuando viven entre pueblos y familias, en bosques y florestas. Y todavía los respeto más cuando están aislados. Son los solitarios. No como ermitaños, que se han aislado a causa de alguna debilidad, sino como hombres grandes en su soledad, como Beethoven y Nietzsche. En sus copas susurra el mundo, sus raíces descansan en lo infinito; pero no se pierden en él, sino que persiguen con toda la fuerza de su existencia una sola cosa: cumplir su propia ley, que reside en ellos, desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos. Nada hay más ejemplar y más santo que un árbol hermoso y fuerte. Un árbol dice: en mí se oculta un núcleo, una chispa, un pensamiento, soy vida de la vida eterna. Es única la tentativa y la creación que ha osado en mí la Madre Eterna, única es mi forma y únicas las vetas de mi piel, único el juego más insignificante de las hojas de mi copa y la más pequeña cicatriz de mi corteza. Mi misión es dar forma y presentar lo eterno en mis marcas singulares...
Siempre me he preguntado si esa lectura habría tenido para mí la misma resonancia, casi religiosa, de haberla hecho en medio de la ciudad o en otro lugar ajeno a mi amor y a mis recuerdos. Sospecho que no. Allí las afirmaciones de este ser extraordinario que fue (y es) Herman Hesse cobraron en mi conciencia vida eterna, porque el entorno entero confirmaba cada palabra del pensador. Cada sílaba armonizaba, como una sonata, la certeza que sus palabras decían a mi corazón. En parte alguna habría cobrado tanta vida y certidumbre la escritura que, de mis ojos, viajaba a los intrincados laberintos de mi sensibilidad y de mi consciencia. Puedo recordar de memoria muchos fragmentos de esa prosa que, pese a estar escrita en otras latitudes, es de una universalidad absoluta, que este paisaje cajonino se encarga de confirmarnos detalle a detalle. Estoy seguro de la verdad sin grietas de esas iluminadas palabras, porque el entorno del Cajón decía a cada instante sí, sí, Hesse, estás diciendo una verdad absoluta y eterna.
Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharles, aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida. Un árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres, no sé nada de los miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo, hasta el fin el secreto de mi semilla, no tengo otra preocupación. Confío en que Dios está en mí. Confío en que mi tarea es sagrada. Y vivo en esa confianza.
Recuerdo que comenzó a soplar un suave raco en los follajes. Alcé la vista y me sentí en ese estado que algunos denominan "mag" o trance, el mismo que tan raras veces se nos regala a los hombres. Sigo recordando de memoria ese texto que se me ha vuelto un evangelio de la naturaleza y la vida. Y que recibí al pie de un viejo castaño del Cajón del Maipo, un espacio que desde entonces he elegido para meditar y pensar en todo aquello que de verdad importa. Les recito de memoria el resto de este texto, que se me grabó en lo más hondo del alma, en una tarde cualquiera en ese pueblo que venero, misteriosamente, como una pequeña Patria:
Cuando estamos tristes y apenas podemos soportar la vida, un árbol puede hablarnos así: ¡Estate quieto! ¡Estate quieto! ¡Contémplame! La vida no es fácil, la vida no es difícil. Estos son pensamientos infantiles. Deja que Dios hable dentro de ti y enseguida enmudecerán.
Cierro el viejo y ajado libro pensando en los últimos párrafos leídos:
Estás triste porque tu camino te aparta de la madre y de la patria. Pero cada paso y cada día te acerca más a la madre.
Y me sentí hijo de la gran madre y supe con Herman Hesse que la patria no está aquí ni allí. La patria está en tu interior, "o en ninguna parte".
Soplaba el viento tibio de las montañas arremolinando las hojas de mi libro, pero alcancé a leer este párrafo bellísimo:
Esto susurra el árbol al atardecer, cuando tenemos miedo de nuestros propios pensamientos infantiles. Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les escuchamos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea ser más que lo que es. Esto es la patria. Esto es la felicidad.
Desde ese día mi afecto y gratitud por Hesse están íntimamente ligados a mi gratitud por este valle estrecho y bellísimo del cual me siento un hijo espiritual más, ya que imagino habrá muchos. Ese instante se volvió mi Patria por la ligazón mágica y ese misterioso nexo entre el conocimiento, el paisaje y lo más profundo de mi espíritu, tan agitado entonces por falsos temores, ilusiones vanas y el ruidoso, ensordecedor, fragor del mundo "civilizado". Es primera vez que hago esta confesión, y estoy seguro que Dedal de Oro es el único lugar propicio y confiable para hacerlo. Al fondo, el río tutelar me arrullaba y sonaba como la voz de mi abuela leyéndome un cuento para hacerme dormir.