En El Guayacán, durante los años 50, los zorros se veían por las laderas y con ellos los niños tendían a jugar; les tiraban piedras grandes con hondas para que se escaparan por entre los riscos.
Vivía por aquel entonces un hombre solterón, en un rancho que ya se caía. Tenía él su cama de payasa, muy usadas en ese tiempo: no era más que un saco lleno de hojas de choclo. Al medio tenía un fogón donde calentaba la tetera y las sopas, todo lleno de hollín. Pero era agradable visitarlo. A unos sobrinos de él les encantaba ir a verlo, porque les contaba historias del Diablo, de la Lola y de varios seres que merodeaban las calles. Un día llegaron de visita, venían con mucha energía, la que era canalizada junto al fuego antes de salir. El hombrón sacaba tabaco del bolsillo de la chaqueta y con papel de arroz fabricaba un cigarrillo mientras hervía la tetera para servirles un té a los cabros chicos.
Después de contar unos chistes partían al cerro. Unos corrían, otros saltaban, y con una honda le apuntaban a lo que creían poder matar. El sendero estaba lleno de arbustos y el tío sabía dónde se podía encontrar el entretenimiento. Les pidió que guardaran silencio para que no se espantaran los zorros. Escondidos entre las ramas molestarían a uno que apareció, pero sin hacer caso, dispararon piedras para perseguirlo y jugar con él. Sin embargo, no contaron con que durante la época del celo estas bestias se ponen peligrosas y, en vez de ellos corretear al animal, llegaron muchos zorros que mostrando sus blancos colmillos les persiguieron entre las matas como perros rabiosos. Los cabros chicos lloraban y el viejo, que apenas se podía las patas, les gritó que subieran a los árboles, si no se los podían comer los bichos esos. Todos, como pudieron, treparon a las copas de los árboles. Les corría la sangre por las canillas y los más chicos no paraban de llorar. Así pasaron las horas y el sol se escondió. Los animales siguieron allí hasta que oscureció. Con hambre, miedo y frío, tuvieron que pasar la noche, y apenas aclaró comenzaron a bajar, y corriendo salieron de ese bosque nativo. Nadie les creía lo ocurrido, pero nunca más molestaron a los animales.
Hoy en día los zorros se dejan ver cerca de los caminos en busca de comida. Lo lamentable es que terminan devorándose la basura que los inconscientes dejan en nuestros paisajes.