Ella suspiró.
-¡Ay, hace tiempo que no leo! El trabajo, mis palomas…
-Le propongo un trato: el próximo lunes le traeré el cuento, si me promete leerlo. La mejor hora para leer es antes de dormirse.
-De acuerdo, aunque yo duermo como un lirón. Me llamo Amanda.
No olvidé mi compromiso. El lunes siguiente, a eso de las seis de la tarde, me dirigí a aquel escaño. No había nadie, excepto un enjambre de palomas que revoloteaban presas de agitación. Esperé una hora. Cuando el sol ya comenzaba a teñirse de púrpura, regresé a casa y llamé por teléfono a casa de los Santibáñez. Contestó una voz de mujer, como en sordina.
-¿Quién pregunta por ella?
Me sentí algo confundido.
-Bueno, nos juntamos en el parque los lunes, día de las palomas.
Lo que oí me anonadó:
-Lo siento mucho, ella falleció el sábado. La sepultamos ayer. Era como de la familia.
Ignoro si hay un Cielo para las aves. Si hay, doña Amanda debe estar platicando con el Príncipe Feliz y tirando migajas de pan a las palomas.
El lunes siguiente, después de haber recorrido mis clientes de las mentadas pólizas, me fui a sentar en el mismo escaño a repartir migas de pan a "mis" palomas, pero noté algo extraño. Una de ellas, parada en el respaldo, parecía no tener hambre. Llevaba una cinta negra pegada en su patita.