Revista Dedal de Oro N° 60
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 60 - Año X, Otoño 2012
LINTERNA-TURA
¿Te acuerdas cuando querías para ti toda la felicidad del mundo?
Tulio Espinosa García
Un relato del libro de cuentos (inédito) "Viuda sola en el mundo regala tigre"

Llegué esta mañana, Elvirita, en el expreso nocturno. Creo alguna vez haberte dicho que no puedo dormir en los trenes así que me bajé con los ojos pegoteados de sueño. Para más remate me despisté, no conocía la estación nueva y creí haber descendido en un lugar equivocado, sobre todo que ya no está el viejo jefe de estación, el de uniforme color marengo que daba la partida a los trenes con un pito. ¿Te acuerdas cómo nos estremecíamos al ver entrar a las locomotoras a toda velocidad en la estación con ese terrorífico estrépito de fierros, envueltas en nubes de humo blanco como naves de otro mundo? Casi puedo verlas, nos tapábamos los oídos con las manos para no escuchar el chirrido de las ruedas patinando al frenar en los rieles. Y luego, al salir a la calle, pude darme cuenta de que ya no estaba la hilera de casas chatas con techo de tejas, en su lugar habían construido modernos edificios de dos, de tres, hasta de cuatro pisos, con ventanales, con balcones, con puertas de cristal.

Hablando con franqueza no había pensado venir a verte. Fue al rehacer algo nostálgico, lo confieso, el camino que casi todas las tardes hacía para ir al estadio municipal que llegué hasta aquí. Pero tengo que irme luego, perdona, aunque quisiera no podría quedarme. Desde mi llegada no he hecho sino vagar por los lugares de nuestra niñez. En un escaño de la plaza me senté para ver salir a las muchachas de la confitería tomándose un helado. Pero ya no hay confitería. Ahora hay un inmenso supermercado y no me quedó más remedio que matar el tiempo mirando entrar y salir a las familias cargadas con las bolsas de sus compras cotidianas. Tampoco las tiendas son las mismas. Ni los zapatos ni los abrigos. Ni siquiera los paraguas parecen iguales.

El asunto es que vine y, después de todo, me alegra la oportunidad de hacerte estas confidencias. Pero ya te dije, no puedo quedarme mucho rato, luego se hará de noche y siento un vago temor de la oscuridad que se avecina. Sí, Elvirita, en realidad fue sin pensar, sin quererlo casi, que vine a visitarte. ¿De verdad quieres saber por qué estoy aquí? Tal vez te parezca raro, pero no tuve al volver una intención precisa. Espero que no te rías, fue un simple impulso, una pulsión repentina, francamente inesperada. Vine sólo... sólo porque ella se fue. Sí, tal como oyes. Un día, una mañana, repentinamente se marchó. En la superficie todo parecía igual. El sol detrás del jacarandá filtrando la luz como un encaje. El silbido de la tetera para el café. La rutina de buscar la llave en el bolsillo para abrir la puerta de calle. Pero ella ya no estaba y esa sola diferencia era suficiente para que los gestos cotidianos perdieran todo significado. Se había producido de pronto un silencio tan grande que podía oír, indistinto en la soledad, el ruido del fósforo al encender un cigarrillo. Creo que al principio estuve un poco idiotizado. Como ese niño indigente que vimos una mañana en la estación ¿te acuerdas?, que al bajar de un tren en marcha cayó en la vía y una rueda le amputó limpiamente una pierna. Mientras la sangre comenzaba a derramarse sobre los durmientes miraba a su alrededor sin sentir dolor, sin comprender todavía que algo terrible le acababa de suceder. No pudimos seguir mirando porque tu mamá, horrorizada, nos alejó a empujones. ¿Te acuerdas de la expresión en la mirada de ese niño? Yo sí. La tengo muy presente. Pero la había olvidado hasta ese momento en que comprendí el verdadero significado de no poder aceptar lo que a uno le sucede. Más tarde todo vuelve a la normalidad, pero la pierna ya no está y hay que aprender de nuevo a caminar con una sola.


FOTO : WWW.FOTOCOMMUNITY.ES
Por eso llegué hasta aquí, Elvirita. Y es por eso que debo irme. Y acaso también por eso mismo, después de vagar sin rumbo, mirar todo como si todo fuera nuevo, tratar de reconstruir espacios, olores, el sol en el cenit y las atiborradas vidrieras de los bazares, sin pensarlo y honestamente sin quererlo, mis pasos me trajeron hasta este abandonado cementerio. Caminé sin norte entre las tumbas olvidadas. Hierbajos por aquí y por allá. Leí fechas, nombres, frases que manos anónimas grabaron hace tanto tiempo que quienes las tallaron enlutaron a su vez hace años la memoria de otras personas. Y así me encontré de pronto, a boca de jarro, con tu tumba. Un florero de lata desluce a tus pies un ramo de siemprevivas, siempre secas, siempre frescas, que alguien depositó en tu recuerdo uno de estos días.

Dejé de verte mucho antes de que murieras, consumida en la soledad de esa soltería que ninguno de nosotros hubiera podido entonces siquiera imaginar. Y que me contó fugazmente hace años en una estación un lejano pariente tuyo, entre la llegada y la partida de un tren, una tarde en que la lluvia parecía derramar el cielo sobre el mundo.

Perdona si tu imagen se me destiñe en la memoria. Aunque puedo recordarte con toda claridad emergiendo de la corriente con tu bikini blanco una tarde de verano. Gotas de agua te corrían por la espalda y los hombros, era un día caluroso pero tiritabas de tanto estar metida en el río. Tu piel tostada podía apenas contener toda la felicidad del mundo y eso justamente dijiste, que querías guardarla para siempre. Creo que estaba un poco enamorado de ti, como todos estábamos un poco enamorados de ti. Nos apretábamos alrededor tuyo riendo de nada, de cualquier futileza, cualquier palabra, cualquier gesto. Comimos manzanas silvestres recién tomadas de un árbol cercano y bebimos cerveza con la seguridad de los adultos.

Más tarde, en una demostración de fuerza, los más grandes empujamos al río un enorme tronco seco para que la corriente lo arrastrara, despidiéndolo con gritos, vítores y adioses, como se despide a un transatlántico. Y detrás nos zambullimos para ver quién lo alcanza y monta sobre él como Tarzán en el lomo de un cocodrilo feroz. El río corre, Elvirita. Ancho, verde, profundo. Torrentoso. Ese caudal en el que hubiera sido tan fácil perderse para siempre.

Por esos recuerdos volví. Por esa nostalgia. No buscándola, sé que no voy a volver a encontrarla sino en procura de otra cosa que, para serte franco, tampoco sé dónde pueda estar. Y es esa la misma razón por la cual no puedo quedarme. Ahora comprendo que tampoco se encuentra en el remoto territorio de la infancia. Ese era otro mundo. Un mundo que podía contener toda la felicidad de la Tierra y donde no había lugar para la nostalgia, la soledad ni el olvido. Pero se nos fue, Elvirita. Lo sabes mejor que yo. Se nos fue sin que pudiéramos atraparlo.

Tulio Espinosa G. tiene estudios de derecho y comercio internacional. En el campo literario ha trabajado en El Mercurio y en la revista literaria Andrés Bello y es poseedor de diferentes premios en ese campo: Concurso Nacional de Cuentos del diario El Mercurio, Concurso de Norton Ediciones y Ministerio de Educación, Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral de la Municipalidad de Santiago, Premio ALERCE de la Sociedad de Escritores de Chile y Premio Academia de la Academia Chilena de la Lengua. Tiene publicada su novela Vino la muerte y le dijo. Ha sido jurado de concursos literarios y evaluador de proyectos literarios del Consejo del Libro y la Lectura, ha trabajado en guiones para cine y televisión y es profesor en la Universidad Adolfo Ibáñez. Actualmente dirige talleres literarios y acaba de terminar la novela La oscuridad que nos lleva.

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