Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 57 - Año IX, Invierno 2011
PERÚ Y CHILE, UN MISMO PUEBLO
UN TRABAJADOR PERUANO EN EL CAJÓN DEL MAIPO
HÉCTOR RIVERA RUBINA

Una parte de mi vida está armada con hechos ingratos y hasta dolorosos. Quiero empezar por uno de estos últimos. Mire usted qué curioso es esto: todo empezó cuando encontré plata en la casa de mi abuelo materno. Por eso estoy aquí relatando esta historia. ¿Y cómo ocurrió eso?

Yo era un provinciano que vivía en la serranía de Ancash. Mis padres eran de tan precarios recursos que se puede decir que eran muy pobres. Así fue como me mandaron a vivir con mi abuelo materno, de quien no me consta que haya sentido una alegría muy grande por recibirme. En esa época yo tenía como 10 años y como respuesta a su hospitalidad le cocinaba y trabajaba en las labores de la casa, a la vez que estudiaba en la escuela del lugar. Así pasaron dos años, y siendo ya más grande, más responsabilidades asumía.

Mi abuelo tenía un barril donde guardaba trigo, maíz y otros comestibles no perecibles. De acuerdo a mi inquietud, hurgaba entre esas semillas, cuando de pronto un día me encontré con un manojo de plata. Gran sorpresa para mí. No había visto nunca un atado de plata en mis manos, así es que no tenía idea de cuánto significaba. Sabía que tendría algún valor, pero ignoraba qué tan grande era. Se me ocurrió que eran monedas antiguas y que valían muy poco. Tampoco pensaba en apropiármelas, pero sí me interesaron para jugar, así es que decidí guardarlas en otro lugar. En el entretecho de la casa había una entrada por donde podía penetrar a un espacio secreto, y en ese lugar casi misterioso las oculté.

Unos días más tarde estaba jugando a la pelota con un primo, cuando cometí el peor error de mi vida. Le conté lo que había encontrado y dónde lo había guardado, señalándole el hoyo por donde accedía a mi lugar secreto... que en ese momento dejó de serlo. Él era un poco mayor que yo y mucho más despierto. Desde luego, conocía el dinero y sabía de qué le estaba hablando. La casa y el corredor donde viví esta experiencia estaban ubicados en el faldeo de una suave loma que conduce hacia el bajo, dentro de la propiedad de mi abuelo.

Astutamente, mi primo pateó la pelota por la pendiente y me mandó a recogerla. Con la inocencia de quien no advierte la maldad, fui prestamente, volví con la pelota y él ya no se encontraba ahí. Sin desalentarme, me puse a jugar solo, como lo había hecho tantas veces, y jamás se me ocurrió tener presente lo que le había contado a mi primo, olvidando por completo el incidente.

Habían pasado unos cinco días y mi abuelo, en su rutina, fue por sus semillas y echó de menos su plata en el barril.

Al parecer, yo era el único que tenía acceso a toda la casa, así es que no vio a quién culpar si no era a mí. Me increpó furioso, sin preguntar detalles, porque supuestamente para él era mucha plata. Para mí era un juguete. Por eso le confesé inocentemente que en verdad yo la había encontrado y la había tomado, pero la había guardado en el entretecho, así es que se la podía entregar de inmediato. Me subí a una silla y alcancé a rebuscar en el entretecho, pero… ¡no encontré nada! Fue como que la plata se hubiera convertido en humo. Ahí empezó mi sufrimiento y la parte dramática de esta historia, sintiéndome en ese momento el niño más desamparado y confundido, y con un gran pesar de culpabilidad.

Mi abuelo no entendió explicaciones y me maltrató con su correa, y no faltaron las patadas también, porque no podía contener la ira que le invadía. Hasta sangre boté por la boca a causa de los golpes recibidos. Inútil era que le dijera que el único que podía haber llegado ahí era mi primo. Era peor. Además de no creerme, más rabia le daba, y además la mamá de mi primo se sumaba al castigo y me aplastaba el cuello con un palo, diciendo que “era mejor que este niño huérfano se muriera”.

Todos los días me preguntaban y todos los días me castigaban, mientras me mantenían encerrado como un rehén, hasta que yo les confesara dónde tenía el dinero. ¡Y cómo iba yo a confesar semejante cosa, si lo único que sabía era de la participación de mi primo, y si lo mencionaba a él, más se enfurecían aumentando el castigo con el palo, las palabras y la correa! Finalmente, no me quedó más que dar el nombre de un compañero de colegio. Lo confieso, muy a mi pesar, pero era la manera de parar el castigo. Me llevaron en presencia de su padre para que declarara. No me quedó más que advertir un descuido de ellos y me fugué, sin volver jamás a esos lugares.

El primo, de quien no quiero recordar su nombre, debe haber entregado la plata a su hermano mayor, quien se aventuraba ya fuera de casa y a veces le gustaba recorrer la
HÉCTOR E HIJOS, MARÍA Y JOSÉ, EN VILLA AYSÉN,
EL MANZANO.


ANCASH, CARAZ, PERÚ.


costa. Sospecho esto porque curiosamente, unos días después de que se perdiera la plata se fue a la costa con rumbo a la montaña, en circunstancias de que no tenía dinero para esa aventura. Para mí, la única explicación es que fue con el fruto de este lamentable hallazgo. Antes de que yo recurriera a culpar a mi compañero de colegio, les pedí que lo interrogaran, pero él siempre lo negó. Yo estoy seguro de que él fue, como también lo sabían sus hermanas y su hermano mayor. No estoy seguro si su mamá también lo ocultaba, pero ellos me vieron sufrir todos los días por esta situación. Andaba deambulando con hambre y frío, y a pesar de que me veían llorar, jamás reconocieron que sabían lo que había pasado. Hoy, a la distancia en el tiempo y el espacio, sólo espero que algún día -ojalá antes de que yo muera- confiesen lo que callaron, aunque el dolor ya pasó y mi abuelito no existe, pero las otras personas que me mortificaron con golpes y palabras, sin creer en mi inocencia, están vivos, y aún espero que confiesen esa amarga verdad para poder mostrar mi conciencia limpia como la siento. Descansaré de esta pesadilla cuando mi familia vea que yo estaba en lo cierto. Si no es así, sólo será Dios quien me dará su conformidad.

Una vez fugado de esa casa tuve que vivir en la calle, y el pesar que eso me produjo no se lo deseo a nadie. Me arreglaba para sobrevivir bajo las piedras en el desierto, acurrucándome como un perro. Cuando no soportaba el hambre, salía en la noche hasta la cocina de una tía, y como un león hambriento me comía todo lo que encontraba.

Cuando habían pasado unos quince días, pensé que se habían olvidado del incidente y decidí volver al colegio, procedente de la calle. Pero no fue así. Luego, en casa se enteraron de que yo había aparecido de nuevo y me detuvieron, pero me encerraron en el mismo salón donde estudiaba, así es que tenía que dormir y estudiar en el colegio. Felizmente mis compañeros me querían mucho y hasta la profesora me tendió la mano porque creían en mí. Me tenían encerrado todo el día, y en la noche la profesora me abría la puerta y me dejaba salir con el compromiso de que tenía que regresar en la mañanita. A mis compañeros les agradaba mi compañía porque yo era cantante y les alegraba la mañana en la formación. Con todo, me aburrí de esa vida y dejé el colegio, a mi profesora y mis compañeros. Me fui con un señor a pastar sus vacas. Él me daba comida y yo le cuidaba a sus animales.

Añoraba la idea de regresar donde mi mamá, pero era muy lejos, tal vez unos cien kilómetros, que habría tenido que ir caminando porque hacia esa zona no van vehículos de transporte de ninguna clase. Pero creo que Dios se apiadó de mí, pues puso en mi camino a una persona que al verme sufrir tanto, se ofreció para llevarme a mi tierra natal, donde yo quería llegar. Este señor se llamaba Don Mipolo. Me llevó hasta un lugar llamado Huary y de ahí me faltaba mucho aún para llegar a casa de mi mamá, pero me sentía a salvo ahí, porque no me dejó en la calle, sino que en casa de una familiar suya. La señora me quería mucho y me convirtió en un hijo más para ella. Yo correspondí a su afecto poniendo todo mi empeño en pastear sus animales. Me hizo estudiar junto a su hijo. Así estuve como un año.

Por otra parte, mi madre, al saber que me había desaparecido, me estaba buscando por todas partes. Me imagino cómo estaría la pobre de desesperada por la pérdida de su hijo. En su afán por encontrarme, hasta en la radio puso un aviso pidiendo información sobre mi paradero. De alguna manera, de repente me encontró en esta casa y me tuve que ir con ella. La señora que me había acogido quedó muy triste porque prácticamente me estaba criando, y yo le dije que algún día regresaría. Pero, por esas cosas de la vida, nunca más volví, porque las circunstancias me pusieron en otros caminos.

Así fui creciendo junto a mis padres, pero por poco tiempo, pues me tentó la costa, adonde me fui a trabajar. Ahí me acostumbré a ganar platita, y a los 15 años de edad ya me sentía un hombre. Tenía mis planes. Mi sueño era ser militar, aunque también me gustaba ser chofer, porque me gustaban mucho los autos y soñaba con poder manejar uno algún día. Y lo logré. Empecé a trabajar como cobrador de las micros y en los combis. El chofer se comprometió a enseñarme a manejar, pero como remuneración me cobraba todo mi sueldo. Lo acepté y trabajé solo para lograr ser chofer, hasta que al fin lo logré. Como quería ser militar, también cumplí mis deseos. A los 18 años me presenté como voluntario al Ejército del Perú. En ese tiempo ya vivía en Huaral, pero me llevaron a servir a la Patria en Ayacucho, en la Zona Roja, donde imperaba el terrorismo, y donde muchos de mis compañeros perdieron la vida. Gracias a Dios, yo puedo estar vivo y escribiendo estas memorias. En el ejército llegué a ascender hasta Sargento Segundo, pero a los 20 años decidí abandonarlo y buscar otro trabajo fuera de él.

A los 22 años encontré a la mujer que sería mi pareja y mi compañera, con la que empezaría a formar mi propia familia. Así fue como llegó nuestro primer hijo, llamado José. Más tarde, tres años después, llegó María, con la que la familia ya tendría su propia fisonomía. A estas alturas quise trabajar como taxista en Chancay, pero esa actividad no me daba abasto para las necesidades de mi familia. En eso, encontré la oportunidad de salir al extranjero y llegué a Chile cuando tenía 28 años, ese año de 2004. Gracias a Dios, tuve la oportunidad de encontrar trabajo muy rápidamente. Me había venido solo y cuando me sentí más estabilizado pude traer a mi familia. Tuve varios trabajos diferentes y también viví en distintas casas.

Hoy, al terminar la historia de esta parte de mi vida, me doy cuenta de que fue muy triste y sufrida, pero que supe salir adelante frente a cualquier contingencia y que, con todo, recibí el apoyo de mis padres en un momento crítico, y el de mucha gente que me conoció, por lo que les agradezco a todos por lo que me ayudaron y me hicieron crecer, entre alegrías y sufrimientos. No puedo olvidar a los que me tendieron la mano cuando más lo necesitaba, y a los que me dieron la espalda, tampoco, porque de alguna manera me enseñaron a conocer al ser humano con sus debilidades y fortalezas.

Hoy me encuentro trabajando en Santiago de Chile como jardinero en una parcela llamada Villa Aysén, en el Cajón del Maipo.

Agradezco a Dios y a mi familia, que son mi esposa Elsa y mis dos hijos, José y María, porque ellos son el estímulo para esforzarme cada día más para salir adelante.

Héctor Rivera Rubina, Diciembre de 2010.

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