labios decían algo que no pude escuchar. Detuve el coche un poco más adelante y bajé para preguntarle qué pasaba. Era una viejita que, sin cambiarle nada, podía haber servido para la serial televisiva de “Miss Marple”, basada en las novelas de Agatha Christie. Pequeña, lentes grandes, muy blanca de piel, y vestía una especie de gabardina marrón, gruesa y larga. Llevaba puesto un sombrero del mismo color metido hasta las orejas.
“Help me”, dijo, apuntando con su dedo nudoso una espléndida boñiga de caballo, fresca y todavía humeante. Luego pidió que le ayudara a transferir la boñiga al balde, aclarando que por eso estaba allí esperando auxilio, porque ella ya no tenía fuerza para ese trabajito. Le dije que con el mayor gusto lo haría, y mientras realizaba la fácil tarea pensé que la razón por la cual no se movió del sitio en el camino cuando pasé conduciendo, era porque no quería que un vehículo aplastara el preciado montículo. Una vez que la boñiga fue cuidadosamente transferida, le pregunté si la tenía que llevar muy lejos y ella me contestó que hasta su casa, que estaba justo al frente, a la vera del camino. Evidentemente, desde la ventana de esa casita primorosa ella había visto al caballo depositar ese óbolo y nuestra viejita no estaba dispuesta a que le arrebataran el tesoro. Estaba encantada con este gentil extranjero, y mientras nos dirigíamos a su casa -yo cargando pala y cubo- ella expresaba su más profundo agradecimiento y explicaba que era un estupendo abono para el jardín. En verdad, el jardincito de su casa se veía muy hermoso.
-¡Oh!, este abono no lo quiero para mí -explicó, aclarando así que no había trazas de egoísmo en su pedido-. Es un regalo para una vecina y amiga muy querida. La semana pasada cuando fui de visita le llevé otro balde como éste, lleno de abono, y ella quedó muy contenta.
Bueno, dejé todo en una pequeña jardinera que tenía en un rincón del jardín y nos despedimos. En el coche, mi familia esperaba, perpleja, y pidió una explicación de lo que había visto tan solo a medias. Conté todo mientras conducía y la risa duró algo así como una milla inglesa.
La moraleja de esta historia es, posiblemente, que el valor de las cosas es un asunto de tiempo y lugar, evidentemente, pero un componente muy fuerte es histórico y cultural: cuando las viejecitas del Kent rural y vernáculo quieren congraciarse con alguna vecina, le llevan de regalo un balde con mierda de caballo. Sólo después de entregado el obsequio pueden sentarse a tomar el té. La amiga quedará agradecida de por vida.
Cambridge, enero 2009.