el de afilar cuchillos y tijeras, aunque nunca tan bien como lo hacían mi abuelo y mi padre, como correspondía a los buenos peluqueros que eran. La mesa para afilar que acompañaba al gran baúl de las herramientas tenía un eje central tipo torno, al que se ajustaban distintas piedras esmeriles de varios diámetros y finezas, por las que iban pasando las tijeras y las navajas de la peluquería de mi padre, y también los cuchillos y tijeras de nuestra casa. Se manejaba con un ancho pedal central como una máquina de coser, el que trasmitía la rotación al eje de la afiladora mediante una correa de suela casi de sección circular, que de vez en cuando se cortaba y había que reparar. Me llevé muchos retos hasta que aprendí a hacerlo yo mismo. Siempre detrás de mi abuelo o de mi padre en estas faenas, me impresionaba cuando, ya afiladas y asentadas las navajas, ellos las probaban pasándolas sobre la uña –previamente humedecida con la lengua- de sus respectivos pulgares. El filoso acero debía trancarse al deslizar la navaja para que realmente fuera aprobado su filo. También, y me imagino era para lucir sus habilidades ante mi asombro y el de mi hermana, ambos hacían otras pruebas, como la de cortar un pelo largo en vertical (que yo corría a sacárselo a mi nana para la prueba), o… ¡golpear su lengua con el filo de la navaja!... De desplazarse ésta medio milímetro sobre la lengua, alguno de ellos habría quedado callado para siempre.
Pero cuando mi abuelo vivía con nosotros rabiaba mucho conmigo, porque yo le sacaba sus herramientas y después quedaban botadas por ahí en el jardín, algunas, u otras sufrían algún serio daño en mis manos de aprendiz, al no saber usarlas. No era bueno, por ejemplo, usar como atornillador un fino formón de acero, o romper piedras con un martillo carpintero, o cortar ramas con un alicate de electricista.
Ya cansado de esos malos usos, pérdidas y daños a sus herramientas, un día mi abuelo le dijo a mi padre: “¡Tendré que ponerle un candado al baúl… El niño está acabando con las herramientas y ahí hay mucha plata pues, hijo! ¡No son herramientas de pacotilla...!”. Y así, al parecer, lo hizo. Hasta que un día mi padre lo abordó, con amabilidad y respeto, mientras él afilaba unos cuchillos de la casa: “Mire, papá, sobre el candado en el baúl... qué prefiere usted, que su nieto nunca aprenda a usar las herramientas y sea un inútil, o que se meta a maestrear como lo hacemos usted y yo, y aprenda, aunque se pierdan o rompan algunas de ellas... No irán a ser muchas si le enseñamos a usarlas y a cuidarlas... Yo hablaré con mi hijo para que así sea... Pero sáquele el candado al baúl… ¿le parece…?”, terminó mi padre. -»Mmmmmm...” - rezongó mi abuelo, detrás de sus grande bigotes blancos, mirando al suelo como taimado y pasándose la mano por la cabeza media calva. “¡Que sea lo que Dios quiera, hijo! Yo también hablaré con el niño... pero ayúdame a encontrar el serrucho de costilla que ya no sé dónde está... Y la hoja de la garlopa tiene la cuña quebrada... ¡Ayyy, este niño...!».
De ahí en adelante, con autorización en mano, conocí la gubia, la garlopa, el cepillo, las escuadras, el “sargento” y las otras prensas para ensamblar maderas. También el pesado tarro de cola, donde las palmetas duras y brillantes se fundían a “baño María”. Ahí estaban el serrucho carpintero, el de costilla y las sierras; los alicates eléctricos, los de punta y las pinzas; la llave pico ‘e loro, la llave inglesa, la francesa, los formones, los puntos y el nivel, el hilo a plomo y tantas otras. Nombres de poesía, cada una con su sonido y con sus mañas, con sus peligros... Aquí tengo aún las cicatrices, en mis manos y dedos, de cuando se me pasó el formón o el serrucho, o el pellizco finito y doloroso al apretarme con el alicate cuando cortaba un alambre... «¡Gajes del oficio!»… decía mi padre. Él tenía razón, llegué a ser un buen maestro, tanto, que ya grande -confiado él- me traspasó todas esas peguitas «catetes» de la casa, como arreglar la llave del lavatorio, cambiar un vidrio quebrado, instalar la luz del patio o un timbre nuevo, arreglar la enceradora o destapar el WC... «Ahora te toca a ti», me dijo un día, “¡ya está bueno que yo jubile de estar siempre haciendo estos cachos...».
Cómo se habrá reído mi abuelo Ramón ese día, allá donde esté, al saber la noticia de que, por lo menos en casa, su nieto había asumido como «Maestro Primero», en reemplazo de mi padre, al que él también enseñó esos oficios. Pero seguramente un escondido gran orgullo hubiera llenado el fondo de su corazón, porque él me enseñó cómo usar y cómo cuidar esas herramientas, que fue atesorando con gran sacrificio, una por una, y que tanto quiso. Además, por haberme abierto el libro de las mañas y los secretos del buen maestro.
Algarrobo, noviembre de 2008