Comenzaba yo mis estudios universitarios en Santiago, y mi profesor de Física era Nicanor Parra. ¡Sí!, el poeta chileno de tan merecida fama era también físico. Es posible que todavía lo sea, pero lo dudo. Aunque nonagenario, poeta sigue siendo, a no dudarlo.
En una de sus clases discurría en torno al problema de cómo calcular distancias astronómicas usando como ejemplo las distancias que nos separan de la Luna y el Sol. Los primeros intentos, dijo Parra, se remontan a la Grecia Clásica, cuando Aristarco de Samos, en el siglo III a. de C., concibió una forma de estimar la distancia relativa entre la Tierra, el Sol y la Luna. Nicanor quería que nosotros, los alumnos, llegáramos, cogitando, al método geométrico usado por Aristarco. La hora era avanzada, cerca de las 20:00 y progresábamos poco, de manera que el tema, inconcluso, fue dejado para la semana siguiente. Entre la Facultad y el sitio en que yo cogía el transporte a casa mediaban tres cuadras largas (para usar la expresión chilena) que se hacían a pie por una sombreada y hermosa avenida. Aquella noche, por azar, hice el trayecto en compañía del profesor Parra, que afablemente se puso a conversar sobre el tema que había quedado inconcluso. Hace tres días -me dijo- la luna estaba en fase perfecta para repetir las mediciones de Aristarco. Por entre los árboles nos miraba la luna y nosotros la mirábamos a ella. Era una luna en menguante.
Imaginemos un triángulo cuyos vértices están formados por el Sol, la Tierra y la Luna. Cuando se ve una perfecta media luna, es porque el ángulo de la Luna (L) es de 90º.
El ángulo T, cuyo vértice es la Tierra, se puede medir cuando la Luna y el Sol se ven simultáneamente. Así tenemos todos los datos angulares y la razón entre las distancias se puede obtener mediante una simple operación trigonométrica. Aristarco lo hizo y llegó a la conclusión de que el Sol estaba a una distancia 19 veces mayor que la distancia a la Luna. Ciertamente, esto no es correcto y una cifra de 390 estaría más cercana a la que han entregado las mediciones modernas. El error no está en el planteamiento ni en los cálculos geométricos. El problema estuvo en la precisión con que se podía, en aquellos tiempos, medir el ángulo T, al que Aristarco dio el valor de 87º, cuando una medición precisa daría 89º50'. Algunos días después me enteré de que mientras nosotros mirábamos la luna y discurríamos sobre el asunto, una compañera de curso, desde la otra vereda, nos observaba pensado que éramos un par de lunáticos.
Esta no fue la única contribución astronómica de Aristarco. Tuvo otras, y muy importantes, pero éste no es un parrafito que escribo para difundir el trabajo de tan ilustre astrónomo y matemático, sino para relatar un pequeño evento que, en el recuerdo, me ha acompañado más de medio siglo. Por eso, hasta hoy, cada vez que veo la media Luna en el cielo -y pido el perdón de Aristarco– me acuerdo del maestro Parra.
Cambridge, febrero 2009