Hasta mediados del siglo XX, aún era posible observar en nuestros campos prácticas propias del Chile Colonial. Los campesinos vivían en casas que no les pertenecían, atados a la tierra bajo el yugo del patrón dueño del fundo, que les vigilaba y recordaba a cada instante que era él quien mandaba, mientras los inquilinos, sombrero en mano, sólo podían agachar la cabeza y decir amén. Pero no había más alternativa. Gracias a esto tenían techo, comida y alguna tierra para cultivar. El Cajón del Maipo con su ruralidad no escapó de aquello, y en alguno de sus rincones ocurrió la historia que sigue.
En un fundo vivían varias familias que representaban la fuerza de producción agrícola-ganadera que allí se desarrollaba. Habitaban en los límites de la propiedad, ubicándose en puntos estratégicos para cuidar que nadie ingresara a robar las frutas o el ganado. Sin embargo, había una pareja de ancianos que se encontraba más abandonada y alejada del grupo. Ellos habían nacido en el fundo y sus ojos no conocían más allá de aquel lugar. Para ambos, Chile no pasaba de San José de Maipo y Puente Alto. Sus padres fueron inquilinos como ellos, llegaron con las ojotas puestas y una mano por delante y otra por detrás. El patroncito les dio trabajo estacional, y allí se quedaron...
La pareja de ancianos contrajo matrimonio siendo muy niños. Luego la mujer dio a luz dos varones, los que ya grandecitos partieron a recorrer el mundo, ése que veían en los periódicos que el patrón tiraba a la basura. Querían conocer el mar y las ciudades y no seguir anclados en las montañas como sus antepasados. Así, un día salieron sin rumbo y nunca más regresaron. La doña los recordaba con lágrimas que descendían por las grietas de su rostro, pero su corazón le indicaba con certeza que ellos estaban bien. El padre también los recordaba, pero a su manera, sin sollozos. Su mente siempre lo trasladaba junto a ellos.
Ya estaban viejos, sus caras curtidas como corteza de árbol, sus huesos desprovistos de la movilidad de antaño, sus espaldas curvadas por el peso y los dedos de sus manos envueltos como enredaderas por el frío. No podían actuar ni desplazarse con rapidez, de manera que pasaban solos. El patrón no los ocupaba, aunque para las fiestas buscaba a la doña para que hiciera empanadas y tortillas, porque su sabor era inigualable.
Cerca de la Navidad todo el mundo andaba impaciente en el fundo, porque se acercaban las fiestas y con ellas los regalos, los vinos y los bailes que los patrones preparaban para los inquilinos y sus familias. Pero los ancianos se mantenían alejados, siempre en su rancho haciendo lo que el cuerpo les permitía. Sin embargo, a ella la mandaron a buscar para la cocina. Se sacó el delantal, se lavó las manos y partió en la carreta hasta la casa patronal. Una vez allá, la anciana les fue indicando a las demás mujeres los ingredientes para las tortas y las empanadas. El pan y las tortillas, eso sí, las hacía con sus propias manos, como podía. Tomó asiento y puso cinco kilos de harina sobre un mesón, agregó harta grasa para que quedaran sabrosas, le pasaron la salmuera tibiecita y con sus manos amasó. Cuando la masa estuvo preparada, hizo las tortillas bien grandes -a algunas les puso chicharrones- y le pidió a un niñito que le encendiera fuego en medio de un patio. Serían de rescoldo, por supuesto. Se quedó hasta bien tarde en la casa de los patrones. Cuando todos se habían recogido, ella, comedida, seguía en su labor. Estaba cansada, se arrodilló y de entre las brazas sacó las tortillas calentitas y doraditas. Expelían un aroma que llegó a todos los ranchos del sector. Las guardó en la cocina y se fue caminando, cogida de un bastón por entre los almendros, bien arropada, para que no fuera a tomar un aire. Su paso era lento y pensativo, pero, ya llegando a su casa, recordó que no había removido la ceniza después de sacar las tortillas. Le dieron ganas de llorar, porque ahora... qué podía hacer, si sus fuerzas no le daban para regresar, y si le decía a su viejo, capaz que le cascara. Miró para el cielo y pidió con todo el fervor que nada malo fuera a pasar, que el Diablo se quedara en las entrañas de la tierra, que no fuera a sentir el olor de las tortillas y que Don Jecho la ayudara. Se lavó la cara y se acostó al lado de su hombre.
Pero lo malo ya no se podía detener. El Diablo, vestido de huaso, apareció en el fundo. Los perros aullaron, las gallinas aletearon, los gallos cantaron y un sonido de la tierra hizo despertar a los humanos. El Maligno, con su brillante risa que encandila todo, se paró en la ceniza y bailó cueca al compás de sus palmas. Nadie se atrevió a salir de su cama. Las mujeres rezaban y los hombres se tapaban los oídos. Todos sabían que era él. Bailó mucho rato, y luego salió a buscar a una virgen para que lo acompañase. Allí estaba cerca la hija del patrón, en su dormitorio, con catorce años de edad. El Diablo se sacudió, se arregló el sombrero y entró a la casa. Sólo las espuelas de oro le sonaban. Tomó a la niña en brazos, la sacó al patio y bailó con ella. La niña se enamoró de él. El patrón presentía que algo malo pasaba, y sin decir palabra tomó la escopeta y salió. Al ver a su niña en los brazos de aquel hombre fornido, la rabia y el miedo se apoderaron de él, y disparó hacia el cielo. El Demonio, caballero, dejó a la niña ensimismada en el suelo, se levantó el sombrero y desapareció, dejando las huellas de sus enormes botas. Todos los habitantes del fundo se levantaron con el disparo, y el patrón, llorando junto a su hija, que aún no despertaba, lanzaba gritos de angustia, mientras los hombres oraban.
Al día siguiente todos sabían lo que había sucedido. La niña ya estaba bien, pensaba que había sido un sueño, pero el hombrón jamás le perdonaría a la anciana que no hubiera revuelto la ceniza para que el Diablo no viniera. Así, ensilló su caballo y se fue al rancho de los ancianos. Ellos ya entendían lo que había sucedido, porque las palmas de la cueca que bailó el diablo, dicen que se escuchó hasta en la cuenca del río Maipo. Se detuvo delante de ellos y a gritos los echó de sus tierras. La pareja tomó unas pilchas, más un perro que los siguió, y avanzaron por los caminos hasta Año Nuevo, cuando fueron encontrados en el estero San José, abrazados y sin vida. |