Lo que les voy a contar ocurrió en el otoño del año 58. Vivíamos en el camino que va hacia el Toyo, justo donde se une el río Maipo con el Colorado. Mi hermano menor, aún muy chico, se alegraba cuando yo llegaba a la casa, pues, como yo criaba burros y mulas, mi vida transcurría en el cerro, fuera del hogar.
Una vez, por aquel entonces, llegué en la tarde a mi casa. Mi hermano estaba solo porque mi taita se encontraba laborando en la quema del carbón de espino. Entre tachos de té y el calor del brasero, me contó que siempre veía a un duende que lo llamaba y le indicaba un lugar que estaba detrás del rancho, en medio de unas matas de coyihuay. Mi hermano había escuchado de boca de unos viejos que existían los entierros, que eran tesoros escondidos por indígenas o españoles, y que ahora estaban resguardados por Don Sata. A la hora de la oración, hacia el crepúsculo, decidimos ir a ver el lugar. Al llegar urgüé en las matas y, al no ver nada, le pegué un manotazo a mi hermano y le dije que estaba puro hueveando. Entre risas volvimos al rancho, tomé mis pilchas y salí al cerro a ver mis animales.
Regresé días después. Al ladrar los perros, mi hermano salió corriendo a mi encuentro para mostrarme lo que el duende le había dado: extendiéndome sus manitas me mostró un puñado de monedas de oro y plata, de un tamaño y brillantez que yo nunca había visto, y me dijo:
-¡Encontré el entierro, lo tengo escondido debajo de la payasa!
Al ver esto me impresioné y le dije que lo siguiera guardando debajo de la cama y que no se lo mostrara a nadie, ya que según cuentan por ahí, sí alguien más ve el tesoro, éste desaparece.
Ya al atardecer partí a ver las mulas a la veguita.
A mi regreso mi taita me contó, muy asustado, que mi hermano chico quiso mostrarle las monedas, pero al sacarlas de su pequeño bolsillo, éstas sólo eran un montón de latas. "Entonces –siguió diciéndome mi taita-, rápidamente corrimos a mirar el cántaro bajo la cama, pero al momento de acercarnos, el cántaro se fue; escuchamos el ruido metálico de las monedas cuando el tesoro se iba..." Pasó el tiempo, y de esto nunca más se supo...
El relato anterior, que me contó un arriero del Cajón del Maipo, coincide con lo que dice la tradición: cuando se le da un entierro a una persona, es ella misma quien debe rescatarlo, pero siempre dejando en el lugar una pequeña parte del tesoro en agradecimiento al duende cuidador. Además, éste botín no podrá ser usado ni mostrado a nadie durante un año; de lo contrario desaparecerá, como lo sucedido en este relato. Los entierros son entregados a una persona en especial, y es ella quien los debe rescatar; sí alguien sabe de alguno e intenta apropiárselo, jamás lo hallará... Ellos son cuidados... y se cambian de lugar... Si un entrometido saca esta ofrenda, la ruina lo acompañará por el resto de su vida. DdO |