Relato hablado, rescatado por Cecilia Sandana González,
quien lo entrega tal cual lo escuchó.
Éramos
chicos cuando pasó... Vivíamos en la casa
de la señora Rosa, la abuelita Rosa le decíamos
cariñosamente. Su rancho estaba, y está
aún, muy cerca del cementerio, y desde allí
se divisa todo el pueblo. Por las noches sus ventanas
iluminan el cerro, porque por estos lados es muy oscuro.
Recuerdo que era verano. Yo era una de las mayores y mi
deber era cuidar a mis hermanitos, aunque la abuelita
Rosa siempre estaba atenta a nosotros. El lugar era espacioso,
cercado de pircas y ramas de espino; la cruzaban acequias
que generosamente regaban los nogales y parrones. El parrón
más grande sombreaba la casona de barro en la que
vivíamos; una mesa grande para almorzar y capear
el calor adornaba este paisaje veraniego; y fue aquí
donde sucedió el caso que les relataré.
Ña
Rosa siempre recibía de visita a la Manuela, familiar
de su esposo, parece. Se quedaban conversando tardes enteras
tomándose una chichita de producción casera,
pal calor decían; así se pasaba el
día, mientras nosotros jugábamos metiéndonos
a las acequias con las patas en el barro y subiéndonos
a los grandes nogales, entretanto el Román, mi
hermano más desordenado, mataba pajaritos con la
honda.
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A la Vero, mi hermanita de diez años, cuando la Manuela
se iba, le gustaba acompañarla hasta el callejón
de la población Victoria, para luego devolverse jugando
con un palito en el agua de la acequia, y a tientas recorrer
ese oscuro camino, que por un costado presentaba añosos
nogales y por el otro la acequia y la pirca...
Una
vez, a eso de las nueve de la noche, cuando la oscuridad cubría
San José, la Manuela decidió irse. La Vero salió
a acompañarla, según su gusto. Entretanto el Román
y yo decidimos salir a su encuentro y asustarla para que
nunca más saliera tan tarde, no ve que le puede pasar
algo. Para esto tomamos el gran abrigo negro del abuelito
Manuel y salimos a escondernos. Nos subimos a las piedras entre
los matorrales para salir a su encuentro. Al aparecer la Vero
frente a nosotros, sin hacer ruido alguno, lanzamos sobre ella
el pesado abrigo. Nunca pensamos que se iba asustar tanto: salió
corriendo horrorizada, llorando y dando chillidos espantosos;
nosotros corrimos tras ella y le hablábamos, pero parecía
no oír... La abuela Rosa, al escuchar los gritos desesperados,
salió a ver qué pasaba, y la Vero se lanzó
a sus brazos aún temblando. En ese momento llegamos nosotros.
La abuelita Rosa nos mandó unos buenos retos; a la niña
le dio agua con azúcar, pero ni así paraba de
llorar, y no nos creía que habíamos sido nosotros
los que la habíamos asustado.
Ya
con la oscuridad encima nos entramos a la casa a tomar tesito.
Sólo estaba encendida la luz del comedor, para afuera
no se veía nada. De un momento a otro el Román
y yo empezamos a escuchar un fuerte llanto que venía
del lado del barranco, en donde había un sendero para
acortar camino. Paramos bien la oreja y creímos oír
el llanto de mi mamá. Se lo dijimos a ña
Rosa, pero ni ella ni mis otros hermanos escuchaban nada, sólo
oían aullar a los perros... Nosotros dos insistimos que
era mi mamita linda y decidimos ir a mirar, pero la abuelita
dijo que no y encendió la ampolleta que daba hacia el
bajo, pero no vio absolutamente nada. Entonces con voz entrecortada
nos dijo:
-No quiero que ustedes salgan, pues es la Lola que los está
buscando para llevárselos por haber asustado a la Vero...Yo
me puse a llorar porque quería ir a ver, pero ella nos
encerró en la pieza del fondo y puso el pestillo, y enseguida
mandó a otro de mis hermanos, el Rubén, a que
bajara al pueblo a ver si estaba mi mamita aún en el
trabajo, mientras ella rezaba a la virgen María. El Rubén
bajó corriendo y veinte minutos después, al volver,
nos contó que mi mamá estaba trabajando todavía...
La Lola seguía llorando y los perros aullaban al compás
de ella, porque dicen que estos animales ven y escuchan más
que nosotros... El llanto se fue acallando lentamente. Al regresar
mi mamá sin complicaciones, la abuela Rosa le contó
detalladamente lo que había sucedido. Entonces ella nos
contó que la Lola es el mismísimo diablo que atrae
con su llanto a la gente, pero que solo la pueden escuchar aquellos
que ella quiere acarrear al infierno. Y se los lleva en cuerpo
y alma, pero esto sólo le sucede a la gente mala, a la
que hace daño, como nosotros que asustamos a nuestra
hermanita... Y siguió diciendo que cuando se le escucha
se debe rezar, nunca ir a verla porque eso significa irse con
ella. En estos casos se debe orar lo siguiente:
Santa Ana parió a María
Santa Isabel a San Juan
con estas cuatro palabras
los perros han de callar.
Y la Lola volverá al infierno...
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