Ilustración de Gloria Fernández
En San Alfonso, en el Cajón del Maipo, había un puente colgante que cruzaba el río desde el pueblo hasta un bosquecillo de árboles nativos. El puente colgante ya no está. El bosquecillo aún crece entre el río y la montaña. Llegaban turistas que cruzaban el puente caminando. Bajo los árboles los niños jugaban, en los claros los mayores preparaban los asados y el río colocaba la música de fondo, saltando las piedras entre remolinos. Ricardo vivía en San Alfonso. Su padre, don Manuel Silva, trabajaba en el Agua Potable y su casa miraba al río, el puente colgante y el bosquecillo del frente. Muchas veces cruzaba el río a buscar leña en los faldeos de la montaña, lugar que se convirtió en mágico para él. Una mañana Ricardo cruzó a buscar una oveja que se había perdido. La encontró en medio del bosque, la amarró con una soga y se dirigió a una vertiente donde se entretuvo observando a los sapitos, grillos, conejos y pájaros que la visitaban. Mientras miraba una bandada de tordos, sintió la presencia de alguien y se volvió. Dos niñitos de piel blanca, ojos azules y pelo rubio, vestidos con albas túnicas, lo llamaban sonriéndole. No emitían ningún sonido, pero telepáticamente le invitaban a jugar. Dejando bien segura a la oveja corrió tras ellos hasta unas rocas rodeadas de maitenes. Ahí los esperaban otros seis niñitos. De sus cinturones, de una tela azul brillante, pendía una cartuchera alargada, donde guardaban varios objetos desconocidos para Ricardo y una pequeña linterna.
Se entretienen con distintos juegos, algunos más rudos que otros. A veces se empujan y caen, pero siempre sin hacerse daño. Lo que más le gusta a Ricardo son las linternas. Con una luz verde apuntan a un pájaro y este se queda inmóvil, como hipnotizado, como si estuviera embalsamado. Entonces se acercan, lo toman con cuidado y posteriormente lo ponen en el mismo sitio. Activan nuevamente la linterna, ahora con una luz azul, y el pájaro recobra sus movimientos y vuela. También lo hacen con sapos, conejos e insectos, pero sin matar ni herir, sólo para observar a los pequeños seres y después despertarlos con la luz azul.
Mientras, el padre de Ricardo está muy preocupado. Van a ser las cuatro de la tarde y el niño no vuelve con la oveja. Cruza el puente y entrando al bosque la encuentra amarrada a un quillay. Entre silbidos y gritos llama a su hijo, hasta que éste aparece corriendo, mojado de sudor y con la cara roja de tanto ejercicio. Ha estado jugando cerca de cuatro horas y el tiempo ha pasado volando. Sus amigos le convidaron un jugo muy rico que le quitó el hambre y el cansancio.
-Ricardo, ¿dónde has estado, que no sabes la hora que es? Son las cuatro de la tarde y con tu mamá estamos preocupados creyendo que te podía haber pasado algo.
-Estaba jugando con unos amigos y se me pasó el tiempo.
-¿Qué amigos, si nadie vive en este lugar?
-Son mis amigos y amigas del bosque, los Ñatis. A veces, cuando vengo a buscar leña o por un animal perdido, me invitan a jugar. Son blanquitos, pequeños y muy bonitos. Tienen unas linternas con las que alumbran a un pájaro y éste se queda quietecito. Después lo alumbran de nuevo y sale volando.
-Mira, no me vengas con cuentos, porque tengo ganas de pegarte unos correazos.
-Si es verdad, no estoy mintiendo.
Don Manuel lo queda mirando y lo ve todo sudado, entierrado y con algunos arañazos de ramas. ¿Cómo va estar jugando solo? Algo raro hay aquí -se dice.
-A ver, preséntame a tus amigos para conocerlos.
Se encaminan a las rocas rodeadas de maitenes. Don Manuel ve el suelo lleno de pequeñas huellas y entre ellas las de los zapatos de su hijo, pero, por más que los llama Ricardo, no aparecen.
-Se fueron, papá.
-¡Que extraño! Nadie vive por aquí, deben ser turistas, pero no he visto pasar gente. Deben haber venido excursionando por otro lado. Bueno, vamos para la casa.
Los padres de Ricardo conversan sobre el asunto y le dicen que tenga cuidado porque algún día puede llegar alguien que le haga daño. Tiene que fijarse bien con quien juega. Esa noche Ricardo se queda mirando por la ventana y le parece ver lucecitas entre los árboles del otro lado del río. ¿Porqué se habrán ido cuando llegó el papá? Si los ve me va a creer. Ahora me miran raro, como si estuviera imaginando cosas. Pero el papá vio sus huellas, gracias a Dios. Eso lo tranquilizó. Se quedó dormido pensando en sus amigos. Tuvo un sueño muy extraño. Soñó que sus amiguitos y amiguitas entraban a su pieza y se sentaban en el suelo alrededor de su cama. Dos de ellos, Fedor y Diana, le dijeron:
-Ricardo, sabemos que estás pasando problemas por jugar con nosotros. Eres nuestro amigo y te queremos, pero te vamos a contar nuestra historia para que al menos tú estés tranquilo, y algún día el resto de tu gente te entenderá. Vivimos en una ciudad mágica que está escondida dentro de las montañas. Tenemos que estar ocultos para preservar la vida que los hombres están destruyendo. Dentro de poco nos tendremos que marchar de aquí porque ustedes pasarán unos tubos con gas que harán mucho daño a la naturaleza. Pero no te preocupes, seguiremos desde otro lugar cuidando este Cajón maravilloso. Nuestros antepasados formaron la raza humana después de la desaparición de los grandes saurios. Les dimos el dominio sobre los demás seres que la habitan. Sin embargo, ustedes son terriblemente destructivos, envidiosos, ambiciosos, desleales y crueles. Por esto tenemos que estar ocultos. De lo contrario vuestros científicos tratarían de cazarnos, investigarnos y matarnos en experimentos para saber nuestra verdadera naturaleza. Creo que jamás podrán hacerlo porque tenemos el poder para destruirlos cuando queramos, pero eso sería el fin de la Tierra. El día que nuestra raza se contamine con los defectos de los humanos, será el día en que el Gran Dios acabe con el planeta. Ahora acompáñanos.
Tomándolo de la mano, seguido de los demás niños, Fedor y Diana lo llevaron al bosque. Se detuvieron en las rocas de los maitenes y Fedor sacó de su cartuchera una especie de bastoncito de cuarzo. Tocó nueve veces la roca y esta empezó a girar dejando una abertura en que un túnel, con una escalera de piedra, se adentraba hacia el fondo de la Tierra. Sin soltar la mano de Ricardo bajaron sin esfuerzo, porque la escalera avanzaba sola. A su término, una intensa luz iluminaba un espectáculo fantástico. Una ciudad de cristal, con calles pavimentadas con adoquines perfectamente encajados e iluminada por un pequeño sol que llevaba su luz a los más recónditos rincones, mientras una música hermosísima producía una sensación de gran bienestar. Se dirigieron a una construcción muy hermosa, mayor que las otras. A su entrada Diana se detuvo y, sacando una pequeña pieza de oro, abrió la puerta. Siguieron por un corredor hasta una gran sala donde los esperaban un grupo de personas, hombres y mujeres, que observaban a Ricardo.
-Padre, Madre, es nuestro amigo Ricardo.
Fedor se dirige a un hombre de barba, alto y delgado, y a una mujer hermosísima, que presiden la Asamblea. Están en el Consejo de la Ciudad de los Césares, el mundo mágico, subterráneo, paralelo, buscado por los hombres desde siempre. Los padres de Fedor representan la energía del Sol y la vida que da la Madre Tierra.
-Ricardo, es muy grato para nosotros conocerte –hablaron telepáticamente al unísono-. Juegas con nuestros hijos y ellos te estiman, por eso quisimos mostrarte nuestra ciudad y darte la paz que siempre te acompañará mientras vivas en esta tierra. Cuando salgas de aquí habrás aprendido muchas cosas, y las sabrás utilizar cuando los tiempos te lo indiquen.
Ricardo fue saludado con gran cariño por todos. Luego recorrió la ciudad y conoció maravillas que olvidó cuando se fue.
-Somos descendientes de los hiperbóreos -le dijo Fedor-, la última esperanza de la raza humana. Tú eres un gran hombre y nos ayudarás. Los plutócratas que gobiernan el planeta nada valen. Su fin está cerca. La gente buena volverá a gobernar la Tierra. Nosotros iremos a otro lugar, pero antes que mueras volveremos a vernos.
Luego Fedor y Diana lo acompañaron nuevamente a la escala que lo llevaba a los maitenes y después hasta su casa. Al día siguiente Ricardo despertó con una sensación de bienestar. Saltó de la cama y miró por la ventana las copas de los maitenes que rodean la roca donde se reúne con sus amigos. La oveja bala en el corral. El río suena. Piensa en los Ñatis que le han entregado uno de los tesoros mas preciados: la esperanza. Ya no importa que le crean, porque algún día, en una montaña o en un bosque, tal vez junto al Río Maipo, sus amigos lo buscarán de nuevo para ayudarle a construir un mundo mejor. |