Recopilado
por Julio Arancibia O.
Hace
mucho, muchísimo tiempo, en las tierras que hoy
se conocen como el sector de El Ingenio, unos niños
que exploraban la zona junto a sus padres se perdieron
cerca del camino de tierra que iba hacia San Gabriel.
Eran trece niños, hombres y mujeres, primos o hermanos
entre sí. Mientras recorrían el lugar encontraron
un tesoro, y se quedaron como paralizados frente a él,
admirándolo.
Este
tesoro pertenecía a un duende maligno, quien, al
darse cuenta, desde el lugar oculto en que se encontraba
se les acercó y dio un alarido de muerte:
-¿Qué hacen ustedes frente a mis riquezas?
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Los
niños se quedaron pálidos de horror al contemplar
a aquel duende maligno, feo y chueco. El duende llamó
a otros compañeros suyos y éstos, al ver a los
niños, dieron grandes gritos también.
-Deben morir -exclamó el duende dueño del tesoro.
-No, déjalos -respondieron algunos otros duendes de mejor
corazón.
-¿Por qué? -gritó enfurecido el poseedor
de aquella gran riqueza.
Y entonces un duende se acercó a él y le respondió
al oído:
-Los encantaremos para que sean nuestros servidores.
Los
niños seguían allí, sin moverse, petrificados
frente a tanto duende, hasta que uno de esos seres pequeños
y extraños se acercó y les dio a beber un líquido
de excelente sabor. Era tan dulce y suave, que los trece niños
no pudieron vencer el placer de tomárselo, y mientras
lo hacían comenzaron a sentirse extremadamente bien.
Así es la tentación: irresistible, pero suele
conducir a la desgracia. Los duendes, poco a poco, los rodearon
en círculo y exclamaron al unísono:
-¡Repitan las siguientes palabras!
Los trece alegres niños miraron con ojos brillantes a
los ojos llameantes de los duendes, mientras estos pronunciaban:
-To-do-te-so-ro-que-no-es-te-so-ro-no-es-hu-ma-no-y-no-le-per-te-ne-ce.
Los
niños, casi hipnotizados, repitieron aquella frase, una
vez, dos veces, tres veces, lentamente, más lentamente,
muy lentamente, y poquito a poco comenzaron a sentirse como
animales y a correr por los cerros, gritando y profiriendo extraños
ruidos inhumanos. Pero esto era sólo el primer paso del
encantamiento hecho por los duendes, pues cualquiera que hubiese
estado allí de testigo hubiese visto que desde su condición
de animales, los chicuelos empezaron a transfigurarse en aves
de rapiña, negras como el carbón, más grandes
que un cóndor, para quedarse definitivamente convertidos
en tales.
Estas
enormes aves comenzaron a causar mucho daño y atrocidades
en la región. Cuentan que, mandados por los duendes más
malos, volaban a las casas en que había guaguas y las
robaban para sus festines. Muchas barbaridades de este estilo
cometieron los pobres hechizados, y durante un largo periodo
la gente vivió atemorizada, esperando escuchar sus desentonados
cantos y ásperos trinos durante la noche, afuera de sus
casas, proferidos por trece aves feas al acecho.
Pero
un día los niños fueron liberados de su hechizo.
Sabido es que entre los seres vivientes, sean de la especie
que sea, los hay nobles e innobles. Aconteció que una
vez, un viejo duende noble, con un corazón de azúcar,
amigo por lo demás de un arriero del lugar, se compadeció
de los trece niños transformados en miserables pájaros
y los liberó del encantamiento. Era una noche fría
y llena de luz de luna. El buen duende y su amigo arriero se
escondieron detrás de unos árboles para esperar
que aterrizaran las aves negras, y cuando esto sucedió
les tiraron trozos de carne mojada con un liquido que les adormecería.
Las trece aves de rapiña, ávidas, comieron la
carne y de inmediato comenzaron a sentirse somnolientas. Entonces
el duendecillo bueno se acercó y les hizo comer unos
granos de granada, mientras conjuraba:
-¡Almas de aves, aves de almas, niños y carne humana!
Y
los negros pájaros comenzaron a transformarse en niños,
recuperando su verdadera forma. Sin embargo, como desgraciadamente
suele suceder, no tendremos aquí un final feliz, porque
sucedió que los chicos y chicas, mientras eran pájaros,
habían perdido la memoria, y sin poder recordar quiénes
eran, fueron corriendo con desesperación por los campos,
hacia el río, a cuyas profundidades se lanzaron como
poseídos por el olvido. Allí desaparecieron, y
son muchos los que se preguntan si sus tiernas almas habrán
hoy en día alcanzado la paz que se merecen.
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