Revista Dedal de Oro N° 70
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 70 - Año XIII, Primavera 2014

LITERATURA

EDUARDO BARRIOS Y JUAN EMAR ABUELOS ESCRITORES
JUAN PABLO YÁÑEZ BARRIOS.

SI MI ABUELO MATERNO EDUARDO BARRIOS VIVIERA, EL 25 DE OCTUBRE DE 2014 HABRÍA CUMPLIDO 130 AÑOS, Y SI VIVIERA MI ABUELO PATERNO ÁLVARO YÁÑEZ (JUAN EMAR), EL 13 DE NOVIEMBRE HABRÍA CUMPLIDO 121. FUERON DOS ESCRITORES ESCORPIONES UNIDOS POR LA AMISTAD, AUNQUE LA ESCRITURA DE UNO DIFIERA TANTO DE LA DEL OTRO. PERO NO VIVEN. EL PRIMERO MURIÓ EL 13 DE SEPTIEMBRE DE 1963, CUANDO LE FALTABA POCO PARA CUMPLIR LOS 79, Y EL SEGUNDO SIETE MESES DESPUÉS, EL 8 DE ABRIL DE 1964, A LOS 71 AÑOS. DEBIDO A LAS CONSTANTES CONSULTAS SOBRE EL ÁMBITO FAMILIAR QUE RECIBO SOBRE ESTOS DOS ESCRITORES, PRESENTO NUEVAMENTE EL SIGUIENTE TEXTO, QUE YA APARECIÓ EN DEDAL DE ORO N° 46 (VER DEDAL DE ORO N°46), EN DICIEMBRE 2008. VA CORREGIDO, ACTUALIZADO Y LEVEMENTE AUMENTADO.

Eduardo Barrios, el Tata
EDUARDO BARRIOS, EL TATA



Álvaro Yáñez, el Tata Pilo
ÁLVARO YÁÑEZ, EL TATA PILO



Eduardo Barrios, Carmen Rivadeneira (la Yoya), Carmen (la Pita)
EDUARDO BARRIOS, SU ESPOSA, CARMEN RIVADENEIRA (LA YOYA)
Y SU HIJA MAYOR, CARMEN (LA PITA), QUIEN HOY VIVE EN
LA CASA DE TODA LA VIDA EN SAN JOSÉ.



Álvaro Yáñez, Juan Emar.
ÁLVARO YÁÑEZ, JUAN EMAR.



Álvaro Yáñez, su hijo Eliodoro y su nieto Juan Pablo en Quintrilpe, Vilcún.
ÁLVARO YÁÑEZ, SU HIJO ELIODORO Y SU NIETO JUAN PABLO
(QUIEN SUSCRIBE ESTAS LÍNEAS), QUIEN A LA VEZ ES NIETO DE
EDUARDO BARRIOS. LA IMAGEN ES EN QUINTRILPE, VILCÚN,
A PRINCIPIOS DE LA DÉCADA DEL 60.



Eduardo Barrios, en su casa de Bilbao 1966.
EDUARDO BARRIOS, EN SU CASA DE BILBAO 1966.

Era jueves. Esa vez, poco después de mediodía, me quedé conversando con algunos compañeros luego de un día más de clases en el Instituto Nacional. Después me fui a casa, en "trole", por Bilbao hasta la Plaza Pedro de Valdivia -que en ese entonces no estaba partida por la mitad, crimen que se cometió posteriormente para darle pasada directa a la invasión automovilística-, frente a la cual tenía su hogar Eduardo Barrios, en Francisco Bilbao 1966, casa que hoy en día está convertida en una sucursal del Banco Estado. Allí vivía yo junto a mis abuelos maternos, mi madre y hermanas. Cuando entré al jardín mi mamá salió a mi encuentro y me dijo casi llorando: "¡Payito, se murió el Tata!" Por la mañana, mientras yo estaba en clases, Eduardo Barrios había partido al "país del cual nadie regresa", según sus propias palabras. Hacía un tiempo estaba enfermo, pero no se me había pasado por la mente la posibilidad de su muerte, la que me tocó no sólo porque él había partido, sino también porque fue entonces que ella se me presentó como algo concreto. Yo quería mucho a Eduardo Barrios, era el tata que me daba plata para comprar helados e ir a la "matiné". Le encantaba bromear y contar chistes picantes. Todos los domingos se celebraban los almuerzos familiares, con al menos doce personas, entre hijos y nietos, rodeando la gran mesa cuadrada, marrón, del comedor.

Él, que tenía algo de gran señor, ocupaba una de las cabeceras, mientras que en la otra cabían dos comensales, y hasta tres si eran niños. Eso era en la casa de Bilbao, en Santiago, pero en los veranos estas reuniones familiares eran cada bendito día, en el comedor –que hoy es mi dormitorio- de la casa de vacaciones de San José de Maipo -que toda la vida ha sido la casa familiar y en la que hoy escribo estas líneas-, alrededor de la mesa redonda pintada de negro. En esta casa lo veo podando las rosas del patio por las tardes y, por las noches, jugando dominó con algunos familiares en la galería, antes de irnos a dormir.

Ese jueves 13 de septiembre de 1963 fue la última vez que vi a Eduardo Barrios. Recuerdo nítidamente cuando por las escaleras bajaron su cuerpo envuelto en una sábana para acomodarlo en su ataúd, en el primer piso. Lo velaron en la Biblioteca Nacional –de la que había sido su director- y su entierro fue en el Cementerio General. Terminado todo este proceso, mi relación con la muerte había cambiado, y debo decir que, a pesar de mi tristeza, no era mala: El tata seguía presente. Tal vez deba agregar –aunque suene a homenaje añejo- que en esta casa todavía noto su presencia, sobre todo en las noches, antes de dormirme.

Nexos

Eduardo Barrios, en segundas nupcias, se casó con Carmen Rivadeneira. Sucedió que otro escritor, que firmaba como Juan Emar –seudónimo de Álvaro Yáñez, mi abuelo paterno-, también en segundas nupcias, se casó con Gabriela Rivadeneira, hermana de la anterior, de manera que ellos pasaron a ser concuñados. Aunque ya se conocían desde antes, los dos escritores estrecharon sus relaciones a partir de entonces. Cuando Juan Emar y Gabriela volvieron de París después de una larga estadía, el primer tiempo alojaron en casa de Eduardo Barrios y su esposa Carmen –la Gordita-, en General del Canto 182. Luego, los recién llegados comprarían casa en la misma calle y pasarían a ser vecinos. Por ese entonces Eduardo Barrios era colaborador directo del gobierno de Carlos Ibáñez, cuya administración había expropiado el diario La Nación y había enviado al exilio a Eliodoro Yáñez, padre de Juan Emar. Estos sucesos políticos, sin embargo, jamás se convirtieron en roces entre los concuñados.

A la muerte de la madre de Juan Emar, este hereda parte del fundo Lo Herrera. Dado que el hacer negocios no se daba muy bien en la relación que Juan Emar mantenía con el mundo, recurre a Eduardo Barrios, quien propone parcelar, vender y comprar un nuevo fundo. Juan Emar procede según las indicaciones de su amigo y le propone, además, que le administre sus tierras. Eduardo Barrios, que vivía por ese entonces de su actividad literaria y colaborando para El Mercurio y Las Últimas Noticias, acepta la propuesta de su concuñado. Se va a vivir a La Marquesa -la nueva propiedad de Juan Emar-, en Leyda, entre Melipilla y San Antonio. Administra ese fundo y además atiende sus propias tierras en el Cajón del Maipo, Lagunillas. Fueron tiempos en que las relaciones de Eduardo Barrios y Juan Emar se estrecharon. Más tarde, el destino les da aún un nuevo vínculo: se convierten en consuegros cuando la hija mayor de Eduardo Barrios –Carmen- y el hijo mayor de Juan Emar –Eliodoro- contraen matrimonio. De ahí vengo yo, que escribo estas líneas.

La opinión de Juan Emar sobre la literatura de Eduardo Barrios -quien llegaría a ser Premio Nacional de Literatura- nadie parece conocerla, pero sí sabemos lo que pensaba este último de la literatura del primero, quien se convertiría en autor de culto después de su muerte. Dado que la crítica oficial de esos tiempos ignoró las publicaciones de Juan Emar, sobresale el hecho de que Eduardo Barrios, ya conocido y respetado como escritor, haya dedicado al menos dos críticas a ellas. Allí queda establecida su clara posición con respecto a los escritos de Juan Emar. Alguien que escribe sobre la realidad y lo anecdótico –aunque con un penetrante sentido psicológico- se pronuncia favorablemente sobre una literatura hecha sobre lo experimental y lo interno. No cabe duda: Eduardo Barrios captó de inmediato los méritos de su amigo y concuñado. Lejos de ocultarlo -como lo hicieron otros-, se atrevió a destacarlo públicamente.

Muertes

El 13 de septiembre de 1963, en Viña del Mar, Juan Emar le escribió a su hija Carmen:

"(...)Moroña: ¿Por qué le hablo en este tono? Moroña: Porque estoy algo enfermo. No es cosa grave ni nada parecido pero es algo sumamente molesto y que me obliga a hacer todo despacito, como si fuera un viejaño eterno. Tengo muy hinchada la parte del cuello debajo de la oreja derecha. Y termina diciendo: mi cuello y mi hombro me piden que me meta a la cama. Estando en cama me siento mucho mejor. ¡Ya le escribiré largo, largo!".

Mientras Juan Emar se metía en la cama, ignorando que esa hinchazón era un cáncer, Eduardo Barrios, en su cama, se retiraba de este mundo, lo que Juan Emar también ignoraba. Pero dos días después le escribió a Lucho Vargas:

"(...) he estado y todavía estoy algo enfermo. "Algo" es un modo de decir. Tengo hinchado bajo el oído derecho y esto me ha producido un permanente dolor en el hombro y en el brazo derecho. Cualquier movimiento brusco me duele mucho. (...) Otra cosa que me ha afectado enormemente es la muerte de Eduardo Barrios. Puedes creerme que lo he llorado como un niño. ¡Se van y se van nuestros amigos! A Eduardo siempre lo quise mucho y hasta el último momento conservamos una muy buena amistad. Él fue administrador de La Marquesa. Todo lo suyo es un recuerdo muy grato para mí. ¡Pobre Eduardo! Mejor sería decir: "¡Pobre "yo"!".

Ese mismo 15 de septiembre le escribió a su hermana Gabriela:

"(...)Tengo un dolor bajo la oreja derecha que me toma el hombro y el brazo impidiéndome hacer cualquier movimiento brusco. (...) ha venido la muerte de Eduardo Barrios. Fue él un gran amigo mío y siempre mantuvimos una muy buena amistad. (...) Puedes creerme, mi querida Gabria, que lo he llorado como un niño. Estoy sentado en un banco cualquiera y, súbitamente, me encuentro con los ojos llenos de lágrimas. ¡Pobre Eduardo! Me habría gustado verlo, pero... pero mi oído, mi hombro y mi brazo no me lo han permitido. Desde aquí le he enviado todo, ¡todo!, mi cariño y lo he acompañado hasta el cementerio. Te repito y siempre repetiré: ¡pobre Eduardo! Pero ahora quiero hacerte un pequeño paréntesis; es éste: ¿por qué decir así y no decir "pobre yo"? Él ha seguido su existir, de esto estoy completamente seguro, y somos nosotros los que cada vez vamos quedando más solos".

Estas últimas líneas constituyen una de las pocas evidencias de que Juan Emar creía en un "más allá". Un día después le escribe a su hija Clara:

"(...) estoy hecho un harapo, tanto física como moralmente. Pero vamos por parte: Físicamente: me ha salido una hinchazón debajo del oído derecho y se ha prolongado por el hombro y el brazo derechos. Cualquier, el más pequeño movimiento, me cuesta una enormidad hacerlo. Parezco un verdadero inválido. (...) Moralmente: La muerte del pobre Eduardo Barrios. Lo he sentido como no pueden ustedes imaginarse. Yo, siempre que iba a Santiago, pasaba a verlo y teníamos muy lindos momentos de charla. Él, Edo (como yo le digo), me trae recuerdos de La Marquesa y de los tan grandes paseos a caballo que hacíamos juntos. En fin (...), espero que ustedes hayan llegado hasta su casa y hayan abrazado a la tía Gorda. Si tienen ocasión de hablar con ella una vez más, díganle que lo he llorado, y aún lloro, como un niño ante su recuerdo tan querido".

A su hermana Flora le escribió el 18 de ese septiembre:

"(...) ...la muerte de Eduardo Barrios me ha afectado mucho, profundamente. Pasadas estas fiestas tengo cita en el hospital de Viña y ahí se verá qué es lo que tengo. Ahora sólo deseo morir pronto, pero recuerdo una frase del padre de Lucho Vargas: -¡Es tan difícil morir...! (...)Sólo quiero descansar y... seguir mi viaje. ¡Es terrible pero es así! ¡Adiós, Flora! No olvides mi casilla: 212. Recibe un fuerte abrazo de tu hermano desamparado y triste que sólo desea irse, irse, irse. ¡Adiós!".

En estas líneas encontramos la segunda evidencia de la fe de Juan Emar en la vida más allá de la muerte.

Menos de siete meses después, el 8 de abril de 1964, murió. Pareciera que la muerte de Eduardo Barrios fuera la chispa que encendió en Juan Emar la comprensión de su propia muerte. No es en vano cuando en la vida se da una larga y leal amistad, que tal vez alcanza, vaya uno a saber, hasta más allá de la muerte.

A menudo me preguntan sobre la relación que yo mantenía con mis abuelos escritores. Mi Tata a secas, el que me besaba y regaloneaba, era Eduardo Barrios. Junto a él viví gran parte de mi niñez y adolescencia, hasta que partió, nunca del todo. Álvaro Yáñez, el abuelo paterno, era el Tata Pilo, así con apodo. Pero, más que nada, era Juan Emar, un ser inalcanzable que yo miraba pasear por los bucólicos senderos sureños y cuya mayor muestra de afecto era el saludo lejano, a pesar de que nuestra cercanía física era tal, que la puerta de su dormitorio, en ese sur al que fui a continuar mi pubertad después de la muerte de mi abuelo materno, quedaba exactamente frente a la puerta del mío. Sin embargo, el recuerdo no hace distinciones: ellos son mis abuelos.

 
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