Revista Dedal de Oro N° 70
Versión electrónica de la Revista Dedal de Oro. Nº 70 - Año XIII, Primavera 2014

SÁMARA: SEMILLA AL VIENTO

DE VIAJES Y AVIONES
CARLOS MORENO LARA
Avión de papel con un tripulante.


Avión de papel.


Avión de papel.

En mi primer vuelo yo viajé a un simposio en Buenos Aires. Constituíamos un grupo de tres pasajeros, con mi flamante esposa, Valentina, y Alicia, que era una compañera de trabajo en la universidad. La verdad es que éramos cuatro, porque nuestro hijo Mauricio viajaba de polizonte intrauterino. Valentina ya había volado anteriormente y Alicia lo había hecho muchas veces. Yo era el novato. Bueno, también lo era Mauricio, pero ni se enteraba. Era un viaje LAN Chile, que en aquella época cruzaba los Andes en aviones DC6B, cuadrimotores a hélice. El día era hermoso, brillaba un sol de primavera y la cordillera nevada lucía espectacular. Los pasajeros no eran muchos y el personal de vuelo no tardó en acomodarnos. Despegamos desde el aeropuerto de Cerrillos y tras veinte minutos, o algo más, nos anunciaron que el avión estaba cruzando la frontera por el paso "Volcán Maipo". Para beneficio de los lectores más jóvenes, aclaro que aquellos aviones tenían un techo de vuelo más bajo que la altura de las cumbres más altas, de manera que se cruzaba entre los montes. Las cimas se veían muy cerca de las alas del avión. Todo muy lindo, hasta que recibimos un mensaje del piloto:

"Señores pasajeros, les informo que estamos regresando a Santiago por razones técnicas".

Hubo desasosiego entre los pasajeros, y Alicia, pálida, con cara de miedo, me dijo que el avión había estado por muy largo tiempo en el aire y por lo tanto no alcanzaríamos a volver. En otras palabras, esa viajera ya experimentada le decía al novato que el avión se iba a caer. Evidentemente, aquello no ocurrió; aterrizamos de vuelta en Cerrillos con la promesa de reembarcar tan pronto como se efectuara "un cambio de platinos" a uno de los motores. Una hora después nos embarcaron en otro DC6B diferente. Evidentemente no era un problema de platinos. Una pasajera viejecilla, al subir, le preguntó a la azafata que quién era el piloto. Con Valentina no pudimos reprimir la risa al escuchar la respuesta: "Jorge Verdugo, señora". Aquel piloto, aparentemente, había estado volando por décadas y su reputación era legendaria. La mentira surtió efecto, porque la viejecilla sonrió aliviada. La respuesta de la azafata me trajo a la memoria aquella vez que nuestro padre viajó a Antofagasta, cuando yo tenía cinco años, para tomar exámenes de bachillerato en dicha ciudad. Y nuestra madre nos llevó al aeropuerto para recibirle de regreso. Tras los besos y abrazos, vinieron los comentarios sobre el vuelo; dijo mi padre que, según información transmitida a los pasajeros, el piloto había sido… Jorge Verdugo.

A ese primer viaje aéreo siguieron muchos otros, pero sin grandes inconvenientes, hasta que un vuelo desde Chicago a Nueva York fue descalabrado, parcialmente, por un tornado que causó serios destrozos poco antes de nuestro despegue. El vuelo en sí no fue difícil, pero el servicio fue un desastre. No tenían ni café. En otro vuelo, de Aerolíneas Peruanas y en ruta hacia Sao Paulo desde Santiago, tuvieron que suspender el servicio de licores y bebidas porque la turbulencia atmosférica sacudía mucho el avión. Todos los pasajeros debían permanecer en sus asientos, para lo cual yo debía volver al mío, porque en aquel momento estaba en un retrete. Al abrir la puerta vi a una azafata que me miró desde su asiento y me dijo que no transitara por el pasillo porque era peligroso. Yo miré alrededor y no vi un solo asiento libre. Ella se dio cuenta de que me pedía algo que yo no podía cumplir. Sonrió y me invitó a compartir la poltrona que ocupaba, y usando también el mismo cinturón de seguridad. Así viajamos juntos por un rato, aquella encantadora y servicial muchacha y yo. Desde entonces, no me ha tocado la fortuna de un servicio tan personalizado como aquel.

He dejado para el final un par de incidentes que, sin tener yo culpa alguna, podrían haber terminado en desastre. Habiendo yo asistido a un Congreso Internacional en Washington DC, debía embarcarme de vuelta a Chile, y una amiga que en aquellos tiempos trabajaba por allá, se ofreció gentilmente para llevarme al aeropuerto. Era un hermoso domingo y mi amiga me pidió que esperara con la maleta lista, mientras ella ponía gasolina al coche, lo que no tardaría más de diez minutos. En realidad tardó casi una hora en pasar a buscarme, contándome que tuvo problemas con un neumático o algo por el estilo. La explicación no la recuerdo con claridad, pero yo ya creía que había perdido el vuelo a Miami, y en consecuencia, el vuelo a Santiago. Ya en carretera, mi amiga le sacó todo lo posible a su añoso VW escarabajo. Llegamos al terminal del aeropuerto justo a la hora de salida de mi vuelo. Abrazo, beso y despedida, mientras entregaba mi maleta a un enorme y sonriente cargador negro que, con voz cansina me decía que tendría suerte si podía embarcar en dicho vuelo, pero que valía la pena intentarlo. Él no parecía tener gran prisa y, dado mi nerviosismo, me exasperaba su parsimonia. Pero el hombre sabía lo que hacía y me dijo que lo acompañara al ascensor de carga, o de lo contrario estaba perdido. Tardamos tan solo medio minuto en llegar a la puerta de embarque. El avión aún estaba allí, pero todos los pasajeros ya estaban embarcados, mientras un par de miembros del personal ultimaban detalles antes de cerrar. El cargador les llamó la atención sobre el pasajero retrasado y preguntó si aún estaba abierto el compartimento de equipaje. Lo estaba, efectivamente, y mi salvador me sonreía mientras yo dejaba en su enorme mano todas las monedas que tenía en mi bolsillo. Mientras el personal de tierra completaba rápidamente los trámites, pidieron a una azafata que me pusiera en primera clase; para agilizar todo, imagino, porque realmente no merecía un premio por el atraso. Del resto del viaje hasta Santiago, poco o nada recuerdo.

Acabada una reunión que habíamos tenido en Colorado, regresaba yo a Londres desde Dallas, en un enorme Jumbo Jet de una aerolínea norteamericana. Ni recuerdo cuál. Para viajes largos como aquel, suelo registrar con bastante tiempo, porque detesto quedar ocupando un asiento de los del centro. Me gusta ocupar una poltrona junto al pasillo. Así era la situación en esa ocasión, y yo estaba muy satisfecho porque el avión estaba repleto, aunque el asiento junto al mío estaba desocupado. Pocos minutos antes del despegue apareció una azafata acompañada de una pareja de bastante edad, que me solicitaban intercambiar asiento porque querían viajar juntos. Yo pregunté si el asiento que me ofrecían era de pasillo, como el mío. Como la respuesta que tuve fue que se trataba de un sitio en el centro, tuve que decirles que no porque yo quería viajar junto al pasillo. De manera que la señora se sentó a mi lado y el marido fue a ocupar la otra poltrona, un par de filas más adelante. Si tanto es el deseo de viajar juntos, pensé, por qué no intentan el intercambio inverso y así viajan juntos. Había una razón poderosa, de la cual me enteré más tarde. Tuve con aquella pasajera un diálogo educado y cordial, centrado en las vacaciones que ella y su esposo, ambos británicos, acababan de tener en México. Era evidente que no lo habían pasado muy bien en Cancún. Según ella, habían sido unas vacaciones poco satisfactorias en varios sentidos. La conversación continuó mientras ambos consumíamos nuestro almuerzo, que ella ponderó como mucho mejor que los que había consumido durante sus vacaciones. Súbitamente, cuando me disponía a comer el postre, mi acompañante lanzó un gemido ahogado y me pidió que la dejara salir. Me puse de pie a toda prisa, sujetando tanto mi bandeja de almuerzo como la suya. La mujer tenía una gastroenteritis aguda y trotaba por el pasillo dejando sobre la alfombra un rastro inconfundible de su dolencia. Era la venganza de Moctezuma. También sus huellas eran visibles en el asiento que había ocupado la señora. Tras muchos acomodos, cambios y contraórdenes, todo demasiado largo y aburrido para relatar, tuve una conversación con la jefa del personal de cabina. Le manifesté que estaba muy dispuesto a colaborar para resolver problema, si bien yo era una desafortunada víctima en todo aquel lío. Ella sonrió, agenció para mí una butaca bastante alejada de todo el jaleo previo y me preguntó si me gustaba el vino. Respondí que sí, prefiriendo el tinto. Desapareció por un par de minutos, pero no volvió con una copa sino con una botella de Saint Emilion, de las reservas que llevaban para los pasajeros de primera clase. Al volver al laboratorio londinense, uno de mis colegas comentó: "Carlos, de todas las historias de horror en vuelos internacionales que me han contado, la tuya es la peor; o podía haber sido". Creo que todavía es así.

No dudo que muchos lectores tienen historias mejores, pero estas son las mías.

Medina Sidonia, Mayo 2014.

El autor, Carlos Moreno Lara, nació en Santiago de Chile en 1939.
Es Doctor en Bioquímica de la Universidad de Chile, Facultad
de Química y Farmacia. Vive en el Reino Unido desde 1973 y
regularmente visita Medina Sidonia, en Andalucía, España.

 
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