Hace algunos meses, para variar, estaba gozando mi ocio perpetuo, cuando cayó en mis manos un libro del estrambótico H.P. Lovecraft: «The night ocean» (La noche del océano, 1935 - 1936). Me lo leí de una sentada y, por cierto, que quedé grandemente impresionado con el cuento que da el título a la publicación. «Algo de aquella oscuridad, de aquella inquietud del mar, se había introducido en mi corazón, y yo vivía sumido en una angustia irracional, agrandada por mi desconocimiento de su origen, por la extraña inmotivada cualidad de su vampírica existencia.» ¡Qué modo de preparar el terreno para asustar a nuestros espíritus! Y luego, la tenebrosa revelación del mar: «… y entonces con un chapoteo sordo, aterrador, un ser marino emergió más allá de la serpiente de las olas…» El solo hecho de imaginarse aquello ponía los pelos de punta y escalofríos en la espalda. Para un individuo que se encuentra sin más compañía que la noche, debe ser mucho.
Y luego, ver la aparición de un ser horripilante: «… con un chapoteo sordo, aterrador, un ser marino emergió más allá de la serpiente de las olas. Su forma semejaba a la de un perro, o también podría haber sido la de un hombre o la de algo más extraño...» Comenzó entonces a nacerme una inquietud que me impulsaba a querer vivir la misma experiencia que el personaje del cuento de Lovecraft. Aunque tenía claro que, técnicamente, eso era imposible, pero me conformaba con imaginar la experiencia in situ. Así fue como me instalé en la cabaña de mi tía para diletar un par de días y jugar con mi mente.
La primera noche no sucedió nada, pues prontamente me consumió el sueño en medio de los arrullos de océano y el olor a arena y mar. De allí que, a la mañana siguiente, sintiéndome un poco culpable conmigo mismo, me dirigí hasta la playa y elegí el lugar donde me apostaría observando el mar, cual cazador que tiende una celada.
Los botes ya no estaban, los pescadores habían salido de madrugada, cuando todavía era de noche y en la caleta apenas se veían vejetes, mujeres y críos jugando con los perritos marineros que custodiaban sus hogares. El pequeño restorán se encontraba sin clientela. Una mujer gorda me atendió. Pedí mi plato favorito, merluza frita con ensaladas y vino blanco. Deshice el camino de vuelta a la cabaña y aguardé hasta el anochecer leyendo a Ambrose Bierce. Ya con la luna alta y la noche configurada, fui al lugar elegido en la parte ancha de la playa y me senté a unos veinte metros del reventón de olas. ¡Desilusión! Nada ocurrió. Únicamente un vientecillo costero, helado y brumoso, que me envió rápidamente a casa, al té y al lecho.
La tercera y última noche de mi estadía fue más cálida y lo único particular que ocurrió fue que aproximadamente a la media noche pasó un negro desnudo corriendo por frente mío.
Temprano por la mañana empaqué mis cosas y me dispuse a partir de vuelta a la ciudad. El solcito tempranero comenzaba a disipar la nubarasca matinal, y cuando iniciaba mi caminata hacia la caleta para abordar la furgoneta destartalada que me dejaría en el cruce donde habría de tomar el bus interprovincial, di una última mirada hacia el mar que había frustrado mis expectativas de pavor. Y entonces pude ver aquello.
Detrás de las olas, a unos cincuenta metros más o menos, emergió el torso de un ser muy grande. A la distancia aprecié una cabeza del porte de una roca cuyo cabello era similar a los cochayuyos. Levantó un brazo y avanzó unos metros hacia la playa. En ese momento sentí un desasosiego que me hizo apretar el paso en medio de las dunas. ¡Vi algo, vi algo, ¿qué será eso?! Repentinamente, la enorme figura desapareció entre las aguas y no volvió a aparecer. Permanecí algunos minutos esperando algún nuevo acontecimiento, pero nada ocurrió.
Llegué hasta la partida de la furgoneta muy emocionado y casi con deseos de volver a la cabaña. Pero no, tenía que retomar a mis asuntos y aquello había sido suficiente. Aún recuerdo ese incidente y es la primera vez que se lo cuento a mis nietos... y también, que no pinté marina alguna.
(2006)