Sonó una campana que me liberó. Pero aquella niña me persiguió. -¿Quieres almorzar conmigo? –dijo ella. Y yo, en mi malestar, asentí con la cabeza, siendo que prefería huir hasta él. Empecé a caer por toda una construcción de madera y fierros, muy moderna. Escaleras anchas y miradas ansiosas. Me sentía observada, apuntada y perseguida. De alguna manera caí hasta llegar a él, que estaba riendo con sus amigos, esos que conocí en otro mundo. Me senté a su lado, él se levantó, me sentía una intrusa patética, sus amigos me miraban con pena y burla a la vez, empezaron las frases extrañas y cada vez yo me hundía en una tristeza que me ahogaba. La niña que no conocía aparecía a ratos mientras yo seguía escuchando comentarios, más mis pensamientos. Él se apartó avergonzado: ellos lo habían delatado.
Entonces, recordé cuando era niña y quería estar sola. Me sentaba junto a unos arbustos, en el patio de mi colegio, apoyada en una muralla de ladrillos. Ahí podía llorar, pensar y reír tranquila, sin gente que me observara.
Cuando me alejé y comencé a caminar, él se levantó para seguirme. ¿Sentía que me debía una explicación? La fuerza de mi sentimiento traicionado lo alejaba. Ya no quería verlo, por lo menos no en el momento. Sentí abrir los ojos, golpeé el libro que estaba en mi mesa verde, junto a mi cama... me olvidé. Volví inconsciente a hundirme. Vi otra vez aquel rincón añorado y me senté a llorar... ¡qué dolor sentía! Todos en ese lugar se rieron de mí, por él.
Llevaba una falda celeste. El aire era tibio. El cielo verde se volvió café. Cuando apoyé mi cabeza en mis manos pude notar que lloraba sin llorar... mis lágrimas estaban secas. Necesitaba desahogar aquella pena, la desilusión, traición mía (que soñaba estas cosas), pero no había rastro del llanto que sentía en mi garganta. Toqué mis ojos... y nada. Me arranqué la vista, pero lo vi venir... ¿qué quería de mí? Y entonces estaba segura: debía despertar.