¿Quién era yo en ese entonces? Un niño atrapado de inviernos, inviernos con acequias, casas de adobe, tiempo de matanzas de chanchos, de probar la sazón de la longaniza. Entonces el tío invitaba al niño, el único entre los adultos probando la sazón culinaria. Es un brasero, la semi oscuridad, lumbre de fogones. Había naturalidad, ingenua naturalidad en la llaneza de ese trato, en la grandeza, en la sabiduría de convocar a un niño a un mundo de coordenadas que sólo mucho después apenas rozaría en su comprensión.
El niño siguió sus propios derroteros, asumió las leyes de su tiempo, su época, y ya adolescente ignoró la muerte del tío. No hubo espacio para ir a beber en su funeral el cáliz de la fraternidad, la llaneza devuelta para el que se iba.
¿Después?
Después el agua corrió por más de veinte años, hasta que dio la vuelta completa y el niño, con ojos de adulto, hace ahora su propio funeral tardío, un poco vergonzante. Extiendo la mano, espero tu llamada, estamos en invierno y hay que probar las longanizas en el brasero, debes preguntarme sobre su sazón.
Ahora –porque el tiempo construye dramáticamente nuestras huellas– bebamos, bebamos de esos vinos terráqueos, agrestes, secos, que te cubrieron en la risa y el dolor. Es toda tu fraternidad la que convoca.
Parafraseando al poeta, siempre supe que en ti había mucho de puma fuerte, pero ibas herido y sin lamentos tragando tu propia muerte.