como horrendas sombras. El Concejo de Sabios aconseja cortarle los hermosos cabellos, los que peinaba en unos bucles como dedales de oro. Estos, una vez cortados, fueron arrojados a los vientos para calmar la ira de los dioses. Esta ofrenda resplandeciente brilló en las colinas cayendo junto a las semillas dejadas por los gansos. La tempestad, sin embargo, seguía arreciando, y pasaron los días y la furia no amainaba. El hierbatero de palacio salió en medio de la tempestad y cosechó unas débiles plantitas que él no conocía y, en un arrojo de osadía, preparó una tizana y se la ofreció a su amada princesa para apaciguar sus altas fiebres. No pasaron más de tres días y los debilitados miembros de Estefanía rejuvenecieron como vertientes de tiempos remotos. Unos espléndidos rayos de luz se posaron en los aposentos reales, donde se encontraba la desfalleciente princesa. Retornó la vida y las mejillas enrojecieron lozanamente, mientras unos pequeños bucles, como plantitas nuevas entre la nieve, aparecieron en su dorada cabecita. Estefanía, cada vez más animosa, les sonreía a sus complacientes padres. Al mediodía de la primavera, las colinas amanecieron resplandecientes de flores amarillas mecidas por la suave brisa como olas de oro. Las costureras de palacio, en un arrojo de alegría, lanzaron sus dedales de costura a las praderas. Desde entonces se les llamó dedales de oro a estas milagrosas plantas. La Reina Madre y el Rey lanzaron un edicto en el cual se proclama el Dedal de Oro como planta oficial del Reino para bajar las fiebres, y se debía sembrar en todos los caminos reales. Desde entonces los súbditos cumplen con dicho edicto.
Don Estofer Holch, cuando emigra a América a trabajar en los ferrocarriles como ingeniero para cumplir con el mandato de su Reina, trae un puñado de dedales de oro, y cuando viaja en el ultimo vagón del tren que sube hasta San Alfonso, siembra desde la pasadera su valioso tesoro. De la primavera de su niñez, una bruma se deslizó por el Cajón del Maipo alejando las penumbras. Hasta el día de hoy un manojo de flores en las manos de los citadinos que suben a las estribaciones de la cordillera se marchita y se despetala al instante, negándose de esta manera a ser arrancados sin poder multiplicarse y así recordar la mano amiga que los arraigó en los caminos de su querido Chile, su nueva patria. De este modo se cumplió el sueño del súbdito danés.
Se cuenta que los arrieros que suben a las veraneadas, han visto al gringo acicalando a la María Guerrero, como llaman amorosamente a esta linda morena de gran estirpe. Cuando lo embrujó estaba reinada como la ganadora de los Juegos Florales de la Serena. Para callado, dicen riéndose, estaba tejiéndole sus negras trenzas allá arriba en el planchón. Ella cantaba mientras una arrulladora tonada a veces todavía se escucha a principios de la primavera, cuando revientan los primeros botones de los dedales de oro y las chiriguas suben a empollar. Será el canto de la María, tal vez, dice Don Pancho el arriero.
Esta leyenda la contó el abuelito Facundo Leylaf Ona
en el verano de 2010.
Enviada por Adán Bórquez.