Por:
Theodoro Elssaca.
Durante
más de un año, Theodoro Elssaca nos ha sorprendido
con este relato inédito sobre su gran Travesía
Amazónica, que fuera parte de la Primera Expedición
Chileno-Española, hace justo dos décadas, en 1987.
Con esta entrega culmina el relato del legendario periplo que
viene a complementar con su reciente libro El Espejo Humeante.
Yo
era un rehén de los Sharanahua. Durante varios
días fui relegado a una construcción cónica
de la que no podía alejarme mucho y menos acercarme
al círculo mágico tutelado por el gran
tótem. Fui cuidadosamente observado, como si
se me auscultara desde el más remoto origen antes
de haber sido. En esos días no vi a mujeres cerca
porque podría ser yo una amenaza, como lo fueron
antes los cientos de otros hombres blancos que habían
destruido su ancestral mundo como hoy destruyen al propio
frágil planeta. Entonces, me aboqué a
la meditación y a la observación más
mínima de los insectos y de los tímidos
animales que a ratos aparecían. En esta actitud
del despojo y del abandono de lo externo de uno mismo,
reflexioné acerca de la posibilidad de ser el
Amazonas, de la vida, el origen. Luego comprendí
que el mundo podría existir muy bien sin el hombre.
Mi
solitaria actividad era de tanto ensimismamiento que
no advertí, hasta días después,
que de esa manera no les parecía a los aborígenes
un ser tan peligroso, y cada día hubo un grado
mayor de intercambio a través del cual pude ir
desentrañando palabras y gestos esenciales de
su dialecto. Porque, en definitiva, el saber implica
la posesión de la palabra, el logos, de manera
que la palabra se hace carne y habita con nosotros.
Esto quiere decir que cada dialecto que muere deja para
la humanidad un tremendo vacío de pensamiento
y de saber.
Los
aguerridos Sharanahuas, con los que ahora estaba, originalmente
se asentaban en la cabecera del río Tarauacá,
corazón de Brasil. En las décadas de persecución
habitaron el río Alto Embira, y también
se organizaron para atacar a los intrusos y vengar las
masacres anteriores. En estas incursiones consiguieron
utensilios y armas, desde cuchillos,
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Los
destacados poetas Theodoro Elssaca y Armando Uribe,
Premio Nacional de Literatura, después de
un recital que celebró una amistad
desde el Pantheón-Sorbonne, en París.
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machetes
y hachas hasta armas de fuego como la que portaba Nahua. Luego
entendí que pertenecían al grupo isconahua que,
al igual que el grupo mayo-pisabo, eran los más desconocidos.
Vale decir que Nahua y su linaje eran un mito viviente.
Los isconahuas
fueron perseguidos, arrinconados y exterminados casi por completo.
Como dijera el Dante Alighieri, en su Divina Comedia, cuando
visita el infierno junto al gran Virgilio: No creí
ser tantos los que la muerte arrebatara. Comprendí
más que nunca que somos nosotros mismos -hombres civilizados-
la peor epidemia que aqueja a nuestro pequeño hogar,
el terruño que hoy expoliamos y que... ¿habitamos?
Después de varios días fui invitado a participar
en su acontecer y cada vez me sentí menos vigilado,
rompiéndose con ello la niebla difusa de la desconfianza.
Estuve en los ritos de la caza, pesca y recolección.
Recordé entonces las palabras taoístas del poeta-filósofo
Li Tai-po: el mundo está lleno de pequeñas
alegrías: el arte consiste en saber distinguirlas.
Sentí que al fin había llegado a reconocerlas.
Pasaron
meses y vinieron los Ritos de Iniciación. Las mujeres-princesas-coronadas
eran deidades protegidas hasta antes de sangrar, luciendo
joyas seculares y pinturas primorosas que aumentaban su belleza
y que eran realizadas por las protectoras mayores que las
habían instruido y preparado desde su nacimiento para
ese instante. Estas jóvenes eran sagradas para su tribu,
verdaderas diosas vivientes, de acuerdo a su milenaria cultura,
vale decir que eran veneradas incluso por las castas sacerdotales
y por el Chamán que oficiaría los ritos. Las
danzas, el pulimento de las tembetás -adornos
sublabiales de hueso- y la masuta que en otras
tribus llamaban masato, brebaje que hacen en base
a yuca semi cocida, mascada y fermentada, eran parte de los
preparativos que comenzaron varias lunas crecientes antes,
hasta llegar a la perfección de la luna llena que ejerce
sobre ellos un poder mágico enorme asociado además
a los ciclos estacionales y menstruales indivisos en un solo
concepto integrativo del acontecer humano-cosmogónico,
en el que encontré profundamente el elemento poético
asociado a la vida y al viaje simbólico por la estela
espiral representada en ceramios, tejidos, caracoles vivos
o galaxias en la que cada mujer era nombrada por un astro
y finalmente despojada de alguna de sus joyas de turquesa
y de jade al momento en que la diosa Kaametza abandona sus
cuerpos para escoger ellas a su hombre, perdiendo con ello
el carácter de sacralidad. En ese rito fui escogido
por Nonó, flor de agua. Sus ojos brillantes me atravesaron
como espadas y sentí su piel olor a hierbas y aromáticos
aceites vegetales. La acompañé en su noche y
en su canto, al que se sumaban las vidas ocultas bajo las
frondas emboscadas de los gigantes árboles-personas
llamados Samauma. Juntos hicimos un camino distinto
y su figura era para mí lo más evocativo de
la salvaje naturaleza. Un amanecer me acompañó
hasta un afluente. Antes de despedirnos nos fotografiamos
desnudos. Nunca más la vi. Esa imagen aún la
conservo, como si fuese un talismán o recuerdo de otra
existencia. Estábamos felices y, sin embargo, y sin
saber bien, entré en aquella piragua que me alejaría
para siempre de ella. La frágil embarcación
me acercaría a un poblado indígena ya en las
afueras de Pucallpa, de ahí el Ucayali y semanas después
Manaos, donde el río mar, como también
le llaman, alcanza más de diez kilómetros de
ancho. El trópico en su ebullición de vida y
muerte excitaba mis sentidos. Navegué en dirección
al Atlántico, cruzando los territorios o, más
bien, las aguas de los Kayuixana, Maribo, Mayoruna, Tukuna,
Huitoto y Yurí.
Regresé
a nuestra decadente civilización, donde ha retumbado
en mi cabeza la palabra crisis, la que hoy ha permeado todos
los ámbitos de la limitada existencia, declarándose
por ello la propia vida humana en peligro de extinción
o, más bien, de autoextinción. Escuché
a Giannini refiriéndose a la encrucijada de la
cultura humana y descubrí entre mis papeles una
antigua carta de Tomás Lefever donde me habla de ...
la progresiva paralización de las funciones más
sutiles de la corteza cerebral adaptada en forma cada vez
más alarmante a las necesidades brutales y deformantes
de la razón. Estar en las colapsadas ciudades
me pareció un insulto grave al don fabuloso de la posibilidad
creativa y espiritual que me anima a seguir siendo.
Han pasado
exactamente 20 años y me preparo para retornar a ese
paraíso perdido que es el Amazonas, pareciéndome,
con la mirada distante, que esos nativos serían una
reserva humana para un futuro autosustentable. Me preparo
psicológica, física y espiritualmente, y también
en la obtención de recursos, para el eterno retorno
al chakra del corazón de América, impulsado
a una travesía que dadas las actuales circunstancias
de la vida humana en la tierra, tiene ahora el más
entrañable sentido.
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