Relato
hablado, rescatado por Cecilia Sandana González.
Al
interior del Cajón del Maipo, antes de llegar al
embalse del Yeso, existe un oasis. Es un lugar lleno de
álamos y esteros que corren por sus cursos naturales.
Se sabe que éste, antiguamente, estuvo habitado por
los indios que poblaron la zona llamada Chiquillanes. Allí
se han encontrado fuertes vestigios de su asentamiento,
y también se cuentan historias de almas en pena que
transitan por el sector dejándose oír por
los vivos. Según cuentan, cuidan un tesoro que escondieron
bajo una gran piedra. |
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Susana
Vallejos S.
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La gente
de la zona conoce muchas historias de entierros, y existen osados
que se han atrevido a desenterrarlos, cumpliendo, por supuesto,
con el rito que corresponde. Así lo hicieron tres hombres
en la historia que les relataré.
Alrededor
de las hogueras se reunían a conversar. La luz eléctrica
no llegaba por esos lares, de modo que se debían juntar
en torno al fuego, siempre acompañados de un vino tinto
para pasar la noche. Y entre el diálogo, se contaban
historias de terror, sobre todo uno, Don Manuel, que era medio
tirado a brujo y que sabía de la existencia del entierro
del lado de una roca de por ahí cerca. Empezó
a decirles al Pedro y al Humberto que fueran a buscarlo al día
siguiente, porque justo caía día martes. Los viejos
no lo pescaron mucho, hasta que empezó a convencerlos
con el suculento botín que podían adquirir si
todo salía bien, puesto que los indios -decía-
guardaban mucho oro. Eran joyas y otras cositas que debían
haber, de modo que hizo que los otros dos se tentaran. Y les
dijo: Debemos llevar palas, picotas y chuzos para desenterrar
el tesoro. Debemos estar allá antes de las doce de la
noche, buenos y sanos. Ustedes dos estarán picoteando
y sacando la tierra y yo dirigiré el ritual. Llevaré
un libro de magia para correr a los espíritus que cuidan
el entierro y pediré ayuda al más allá
para sacar el botín. Pero no quiero que ustedes se asusten,
porque si lo hacen es seña de que los espíritus
cuidadores los han vencido. Durante el acto se nos aparecerán
visiones de todo tipo: animales, hombres o monstruos, pero nosotros
debemos seguir fríamente nuestro trabajo. También
escucharemos ruidos extraños, pero no debemos contestar,
de lo contrario el diablo nos puede llevar. Instalaremos tres
velas rojas que mañana bajaré a comprar a San
José, y un crucifijo que me voy a conseguir con la patrona...
Así,
quedaron todos de acuerdo para el día siguiente ir a
buscar el entierro. A eso de las nueve de la noche se juntaron
para ver si tenían todo lo necesario para el trabajo
que realizarían. Se tomaron un té y comieron algo,
pero el Pedro tenía la guata apretada, ni el té
lo resistió, estaba asustado, él desde siempre
le tuvo miedo al diablo y a todo lo que tuviera que ver con
la oscuridad, pero no quería que lo notaran los otros
dos porque se reirían y después sabría
todo el Cajón del Maipo que él era un mariquita.
Se habían conseguido una mula porque ellos no se iban
a poder al hombro tanto oro que sacarían del entierro,
y además llevaron sacos para que nadie los viera. Partieron
rumbo a la búsqueda de la riqueza, y a eso de las once
y media prendieron las tres velitas y ño Manuel empezó
a orar en una lengua extraña que los otros no conocían.
Estaban todos asustados, pero sacaban fuerzas para no decaer.
Tomaron las herramientas y se pusieron a trabajar. A lo lejos
se escuchaban graznidos de pájaros nocturnos y aullidos
de perros de algún cabrero de por ahí cerca.
Ya había
pasado un buen rato, los hombres que estaban trabajando estaban
sin camisa y sudaban por el cansancio. Llevaban un hoyo de gran
profundidad y ni rastros del entierro, mientras el otro hacía
apasionadamente una súplicas a los seres del más
allá para que les ayudara a encontrar lo que buscaban.
En eso pasaban por allí dos carabineros a caballo que
andaban detrás de unos cuatreros y vieron de lejos la
luz, y creyendo que habían encontrado a los bandidos
amarraron los caballos a un árbol, sacaron sus armas
y se fueron despacito. Estaban felices, no tendrían que
pasar toda la noche buscando a los desgraciados, y de seguro
estaban allí carneando a los animales robados... Se fueron
acercando y vieron que había un loco hablando puras huevadas
y otros dos escarbando en la tierra. Les dio risa, no sabían
de qué se trataba, de manera que decidieron hablarles:
¡Qué pasa chei, qué huevá están
haciendo! Los hombres ni los miraron y siguieron en sus cosas,
pero parece que se asustaron porque el que leía empezó
a gritar más fuerte y los otros a sacar tierra sin parar.
Los carabineros se acercaron más, les hablaban, pero
ellos no respondían, seguían al pie de la letra
lo que había dicho el Manuel, que si sentían alguna
voz o ruidos no se dieran por aludidos, de lo contrario el diablo
se los llevaría. Ya no daban más de miedo, empezaron
a rezar entre dientes y a pedirle a diosito que los ayudara,
hasta que en eso los uniformados se aburrieron y con una pala
les pegaron en las costillas, diciéndoles que para qué
se hacían los huevones, que qué se creían
y qué mierda estaban haciendo. Todos gritaron, querían
salir arrancando, pero los detuvieron. Temblaban de miedo, hasta
que uno de los policías prendió una linterna y
ahí se tranquilizaron. Al rato se estaban todos riendo.
Los tres hombres agarraron sus cositas y se devolvieron. Al
otro día muchos comentaban la tallita que les había
pasado a los buscaentierros...
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