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TRADICIÓN ORAL.
Era
el Diablo que nos Asustó.
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El
tiempo corre rápido. Pero los recuerdos que marcan,
al venir a la memoria, se hacen reales y se reviven
con el mismo sentir del entonces...
Hace
no muchos años era común que las madres
dieran a luz muchos hijos, porque desde jovencitas comenzaban
a parir. Yo en ese tiempo era una de las hijas menores,
pero me tocaba cuidar a los más chiquititos,
mi hermana, que tenía como cuatro años,
y dos sobrinos, que en ese entonces tenían meses
no más. Había un hermano como de mi edad,
pero no me ayudaba mucho, jugar a las bolitas todo el
día era su pasión.
Mi
mami trabajaba todos los días, para ella no existía
ni fin de semana ni festivos. Se contentaba con tenernos
calientitos y bien comidos. Mis hermanos y hermanas
mayores trabajaban por ahí, por donde les caía
alguna peguita, pero nos ayudaban también. A
mí a veces se me hacía difícil
ver a tanto cabro chico, cambiar pañales, hacer
mamaderas y lavarlos, ver que no pelearan y que no lloraran.
Me
cansaba. Mi hermana, que ya caminaba, se daba vueltas
en la pieza jugando con las muñecas de trapo
todas deshilachadas que le habían regalado en
la Pascua anterior, mi hermano siempre con sus bolitas,
y mis sobrinos se entretenían con cualquier chuchería
que les pasaba. Los colocaba en el suelo con hartas
frazadas nomás, para que no les llegara la humedad.
Eran tan chiquititos ellos...
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Aquí
en San José de Maipo hace frío en el invierno,
y más en ese tiempo, donde a la nada estaba nevando.
Nosotros pasábamos encerraditos. En la mañana
nos dejaban carbón prendido en el bracero, y en el
día yo le iba poniendo más para que no se apagara
y tener la tetera caliente para preparar las papas de las
guaguas. Claro que tenía que andar con cuatro ojos
con los niñitos para que no se fueran a quemar. A esa
hora de las once yo los levantaba, bien abrigados, porque
pese al carbón y la ropita de lana, el viento se entraba
colado por las rendijas de la casa, aunque decirle casa a
una pieza es mucho, pero era allí donde vivíamos...
La casita que les cuento se encontraba en la calle del cerro,
justamente en la falda de él, de donde se debía
bajar por una escalera empinada y resbalosa en invierno por
las heladas y la nieve que se amontonaba.
Recuerdo
esa tarde como si fuera hoy. Había caído nieve
como dos días seguidos. El frío traspasaba las
paredes de madera forradas con cartón, de modo que
decidí acostar a los niños bien tapaditos, pero
los cabros de porquería no me hacían caso, se
levantaban y andaban a pata pelá, iban a buscar cualquier
cachureo que les sirviera para entretenerse. Yo tenía
la radio prendida, la cosa era meter bulla con algo. La pieza
ya estaba algo oscura, pero no quería prender la luz
todavía. Me senté a coser una chomba de mi sobrinito
cerca de la ventana, me puse el bracero cerca de las piernas
y la tetera encima, que no hervía nunca, para la once
de los niñitos, antes que llegara la mamita. Se fue
oscureciendo rápidamente, aunque el brillo de la nieve
se mantenía y las goteras del techo, que no dejaban
de caer, me distraían de la música de la nueva
ola que tocaba la radio.
En eso
sentí ladrar los perros. Debe ser mi mami que viene
por ahí, pensé yo. Miré por la ventana
y vi un bulto negro subiendo la escalera. Me dio un poco de
miedo así que me alejé, pero en eso empezaron
a golpear la puerta bien fuerte, así como si hubiesen
pescado una piedra para hacerla sonar. Todos nos asustamos,
agarré a los chiquillos y los abracé bien fuerte.
En eso el ruido empezó a sentirse en toda la casa y
en el techo también, como si alguien saltara arriba.
A esa altura ya estábamos todos llorando. El ruido
seguía y la casa se remecía. Hasta la loza que
estaba en las repisas se empezó a caer. Yo no hallaba
qué hacer, solo lloraba, hasta que en eso se abrió
la puerta. Yo no quería mirar, pero abrí los
ojos y lo que vi era una cosa peluda con cuerpo de hombre,
bien grande y negro, que después de mirarnos detenidamente
se fue. El ruido desapareció pero los perros de la
calle del cerro no pararon de aullar...
No podía
creer lo que había pasado. Los chiquillos no se querían
calmar, hasta que llegó una vecina a vernos, porque
dijo que hasta la calle se sentía la llantaera. Se
quedó con nosotros hasta que mi mami llegó.
Le contamos lo que había pasado, pero me decía
que alguien se había disfrazado para asustarnos. Nos
dio una leche y nos acostó a todos. Yo no me creí
la historia del disfraz, así que me levanté
calladita y fui a la cocina. Allí estaba mi mamá
con la vecina tomándose un mate, y escuché que
ese que habíamos visto era el diablo convertido en
mono, porque él se convierte en lo más inesperado,
y había ido a asustarnos, no sabía mi mamá
con que fin... Pero que en ese lugar siempre se aparecía,
la casa estaba cargada, ya que muchas cosas mala habían
ocurrido en este lugar...
DdO
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