Por:
Alfonso Astorga Barriga.
Remontando
los valles del Cajón del Maipo, en remotos y desconocidos
parajes emergen fuentes de aguas termales que fluyen hirvientes
entre caprichosos arabescos calcáreos. Forman pozas de
humeante olor azufrado que invitan, cual hembra, a su pleno
disfrute. Así era Baños Morales a comienzo del
siglo pasado; solitario entre montañas. Al fondo el Volcán
San José con sus fumarolas entre nieves eternas. Al frente
el cerro Catedral y sus coloreadas placas de roca vertical remontando
el estero, el glaciar El Morado con sus hielos eternos y su
laguna. Bajo los pies de los cerros más cercanos emergen
vertientes de agua dulce helada, helada como el hielo mismo
creando alfombras de hierva de un verde profundo. A nuestro
lado, el río Volcán que despeñándose
entre rocas entrega su sinfonía cuyo eco se pierde en
las quebradas lejanas.
Nací
en San José de Maipo. Desde niño mis padres
me llevaban a Baños Morales ante un prematuro reumatismo.
Ya muchacho, en San Alfonso, ensillaba mi caballo tordillo,
llamaba a mi perro Maratón y antes del amanecer
ya rumbeábamos camino a los baños. Había
que salvar temprano el implacable sol del árido
tramo más allá del Volcán.
Fue a
la vuelta de un baño matinal cuando encontré,
con gran sorpresa, otras dos carpas algo distante de la
mía. Un adulto y una niña pequeña ordenaban
o rebuscaban entre los bultos traídos mientras, a
lo lejos, entre los pastizales de las vertientes, su empleado
amarraba los caballos casi junto a mi tordillo. |
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Eduardo
Barrios, Premio Nacional de Literatura en 1946.
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Ya en la
tarde nos encontramos en las pozas de aguas turbias, calientes,
salobres, burbujeantes; traía en sus brazos a su pequeña
hija. Era de mediana edad, más bien joven, e irrumpió
de inmediato con un sonoro y familiar buenas tardes
que despertó mis simpatías desdibujando fronteras.
Dentro de
un baño termal nadie es ajeno, brota espontáneo
el diálogo que envuelve enfermedades, lugares, anécdotas,
parentescos y recetas para todos los males. No hay clases sociales.
Son sólo cabezas que emergen con sus rostros complacidos,
sonrientes. De dónde viene, me pregunta. Soy de San Alfonso,
allí mis padres tienen algunas tierras donde pasamos
nuestras vacaciones; ingresé este año a la universidad,
le dije a modo de completar la información. ¿Y
usted?, alcancé a decir, pues la pequeña pasó
entre nosotros salpicando por doquier con su bullanguera y cristalina
sonrisa. Tengo mi casa en San José me dice
y también algunas tierras que, entre sueños y
visiones, recorro en mi alazán. Son tierras, son montañas
que quiero entrañablemente. Disfruto allí de rincones
predilectos, así como de miradores en lo más alto,
desde donde se extiende la visión hasta lo profundo del
valle. En el pentagrama del tranco a tranco de mi caballo, cual
melodía musical, van surgiendo personajes que nacen,
adquieren vida propia, disfrutan, ríen, sufren. Son expresiones
diferentes. Algunas sobreviven, otras se pierden en el paisaje.
A veces las escribo me dice, tal vez como complementando
mi pregunta.
Su charla
convirtió los baños en visiones de lugares, de
personajes, de actitudes que, de pronto, escapaban al historial
de la vida cotidiana; entonces quedaba yo perplejo, en silencio,
muy entretenido esperando los avatares de sus personajes. Disfruté
su charla los pocos días que esta vez, me había
advertido, estaría en los baños. Por las tardes
lo vi sentado al lado de su carpa leyendo o tal vez escribiendo,
mientras su pequeña jugueteaba con las mariposas plateadas
sobre la alfombra verde de los manantiales.
Aquella
mañana no estaban esas dos carpas cuando salí
de la mía. Habían partido al amanecer. Mi baño
fue solitario, su charla quedó confundida en la sinfonía
de la naturaleza. Sólo me acompañaron sus personajes.
Nunca pensé entonces, aún muy joven, que aquella
persona tan grata que encontrara en Baños Morales sería
después el galardoneado escritor Eduardo Barrios, autor
entre otros de El Niño que Enloqueció de Amor,
Gran Señor y Rajadiablos, Los Hombres del Hombre, etc.
etc, y que sería dos veces ministro de Educación.
No imaginé tampoco que aquella niña que chapoteaba
en la pozas de Baños Morales y jugaba con las mariposas
plateadas en el verdor de las vertientes sería nuestra
querida Pita Barrios, hija del escritor, y que el Director de
esta revista sería su nieto Juan Pablo Yánez Barrios.
También escritor. Su novela Norte me lo dijo.
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