Por:
Juan Pablo Yañez Barrios.
A
fin de año suele suceder que uno se sienta inclinado
a la reflexión. Alguien me dijo que en esta época,
con esto de nacimientos sagrados y años que cambian,
siempre se le venían preguntas difíciles
a la cabeza, como que recién había pensado
que nadie sabe, en realidad, cómo se creó
el mundo, y, por tanto, cómo surgieron los seres
vivos, entre ellos nosotros los humanos. Se quedó
mirándome y agregó que si alguien lo supiera,
lo más probable es que se callara la boca para
no correr el riesgo de que lo creyeran loco. Después
se pegó unas divagaciones sobre ciencia, que, según
él, aventuraba que todo comenzó con una
atroz explosión llamada Big Bang, y luego habló
de Dios, y de la Sabia Naturaleza, y del Tao, y de la
Conciencia Cósmica. Remató: "En todo
caso, Dios implica una noción de inteligencia:
el hecho de crear el mundo no es un acto razón,
un
motivo, para
los
sucesos de la vida". |
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gratuito.
Tiene que haber una |
Y claro,
me dije yo: si el universo fuera obra del azar, habría
que pensar que toda la creación es obra de una seguidilla
de casualidades. Tal seguidilla, sin embargo, podría
tener solo un carácter milagroso, pues, por un simple
cálculo de probabilidades, tanto milagro seguido no podría
ser casual. Como yo no creo en ese milagro -el milagro de que
se hayan producido millones y millones de coincidencias para
venir a parar en el mundo en que vivimos-, entonces necesariamente
creo que detrás de la Creación debe haber una
inteligencia. Así, resulta que por no creer en ese milagro,
la evidencia de la existencia de Dios se me hace clara. Parece
paradójico. Pero, además, en el caso que alguien
crea en la existencia de la seguidilla de innumerables casualidades,
entonces también queda demostrada la existencia de Dios,
pues los milagros puede realizarlos sólo su inteligencia.
Surge una pregunta: ¿por
qué se afana, esa Inteligencia, en crear? ¿Para
qué la vida, con los pesares y sufrimientos de los
seres vivientes: enfermedades, pasiones, egoísmos?
¿Qué justifica una vida así? Tiene que
haber una causa, si no estaríamos nuevamente frente
a lo gratuito, lo casual. Los misterios son muchos. O quizás
sea sólo uno, el más grande: saber qué
es la inteligencia, qué es Dios. Lo presentimos, pero
no lo podemos tocar. Lo más razonable es pensar que,
como somos seres inteligentes, somos parte de él. En
buenas cuentas, entonces sí lo podríamos tocar.
El I Ching, un libro chino de sabiduría
proveniente de tiempos casi míticos (3300 A.C.) y que,
entre otros apartados, contiene 64 signos oraculares, dice
en su signo número 52, llamado La Montaña o
El Aquietamiento: ...una vez que el ser humano ha logrado
aquietarse en su interior, puede dirigirse hacia el mundo
externo. Ya no verá en él la lucha y el torbellino
de los seres individuales, y será dueño de la
verdadera quietud necesaria para comprender las grandes leyes
del acontecer universal y el modo de actuar como corresponde...
Eso significa calmarse, aplacar el orgullo,
amansar la arrogancia, achicar la altivez, aquietarse en esencia,
lo cual es conseguir la conquista más difícil
para el ser humano: la de la modestia y la humildad. Este
parece ser el camino hacia la comprensión del más
grande de los misterios. Cada cual decide cuándo empezar.

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