Recopilado
por Julio Arancibia O.
Ella
y quienes la acompañan van por las calles del pueblo,
hacia la iglesia. La felicidad abunda en los corazones de
todos los que la siguen, mientras la novia piensa que el
novio la espera ansioso junto al altar. ¡Me voy a
casar! ¡Me voy a casar! Su corazón rebosa de
alegría. Sin embargo, antes de llegar a la iglesia,
siente un escalofrío recorriendo toda su espalda.
Pestañeando, la vida se le pasa por los ojos como
una película, como si éste fuese el momento
de su muerte.
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Al
llegar, todos han palidecido, pero ella, emocionada y preocupada
pregunta:
-¿Dónde está él?
-Se ha ido -le responden.
-¿Cómo que se ha ido? -pregunta tratando de calmar
sus presentimientos.
-Simplemente se ha ido... Entonces ella llora su corazonada,
y mientras se cubre el rostro con las manos los cielos de San
José de Maipo se desgarran en una maquiavélica
poesía de muerte.
Un
ingrato la ha abandonado, aquel que juraba amarla hasta la muerte.
Siente que está sola, en un mundo artificial que no entiende
y que la aleja de la realidad y los recuerdos, la aleja del
pasado y le ciega el futuro; siente que está sola como
un árbol
blanco que se seca lentamente, y que las paredes de su mundo
ahora son pálidas y la asfixian, así como la asfixian
los otros seres a su lado, que le hablan de mundos personales
incomprensibles y lejanos. Se siente pálida como la luna,
se siente testigo de un dolor ajeno y propio que la lleva al
infierno. Las difusas evocaciones le llegan en forma de paisajes
llenos de melodías disonantes...
Pálida como la luna, se quedó casi muerta sentada
frente al altar, con las manos tapándose la cara. Sus
padres adoloridos, acercándose, le acariciaron los cabellos,
mientras algunos cuchicheaban. Pero ella huyó, salió
corriendo de la iglesia, dejando su vida y su felicidad, su
esperanza y su futuro, su corazón y su alma, en esos
momentos que allí ya agonizaban. Desesperados, sus pies
la llevaron días y noches, siglos y siglos, por caminos
que no guiaban a ningún destino. Todo era niebla, todo
era frío, todo era gris, todo era opaco, y terminaron
las evocaciones de su pasado destruido. En esa niebla nada ni
nadie tenía alma, así que se dejó llevar
por esos hombres de blanco a un lugar enclavado en los cerros,
a una cárcel de la mente donde en vez de sanar, los seres
sensibles más bien pierden el juicio. Se dejó
llevar, pero no permitió que le quitaran su traje de
novia, esa obra de arte de la sastrería, en la que los
encajes eran nubes y ángeles. Tampoco quiso huir de aquel
sanatorio, porque su rumbo de regreso no tendría ni dirección
ni sentido y porque ya no se acordaba ni siquiera de quién
era. Sólo presentía que debía esperar a
un hombre que le había jurado felicidad, un hombre al
que ella le había dado todo, absolutamente todo.
No
obstante, los tiempos pasan con lentitud y se llevan las amargas
flores que no merecen vivir. En el hospital sanatorio se dice
que el efecto de los años fue matando lentamente a la
novia, como la gente comenzó a llamarla. Solía
quedarse largas horas, de pie, quieta, mansa, frente al camino
que daba a aquel recinto de salud, esperando que su prometido
regresara a buscarla para conducirla a la iglesia y casarse.
Así pasó el tiempo, el tiempo que todo lo cambia,
hasta que una tarde oscura de invierno sus pasos no se sintieron
más por el camino de tierra. No se la vio más
rondar con su traje de novia roído por las horas, los
días, los años... Su figura pasó casi al
olvido, de su cuerpo nunca más se supo, pero, sin embargo,
su llanto siguió escuchándose como el eco de un
alma rota y adolorida.
Y
ese tiempo que jamás se detiene siguió su curso,
y esta historia de la mujer de blanco que se aparece por el
sanatorio se fue haciendo leyenda, fue hoyando las mentes de
los funcionarios más antiguos del recinto, fue ganando
terreno en los corazones compasivos y fue expandiéndose
de boca en boca. Siempre ha habido y siempre habrá testigos
que juren haberla visto y escuchado por los alrededores de la
casa de salud. Y esos testigos dicen que sus llantos no son
como los de la Llorona, que paralizan el alma, sino que son
tan tristes que contagian amargura y que pueden hacer enloquecer
de tristeza. Los que la han visto aseguran que se trata de una
mujer delgadísima, y que su rostro se ve como el de una
anciana de facciones cadavéricas. Su aparición
produce una tristeza inmensa, una tristeza tan grande, que llega
a causar consternación.
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