Recopilado
por Julio Arancibia O.
Un
día, cuando era niño, tuve una experiencia,
y luego escuché una historia que no demoré
en olvidar. Ese día tuvo una noche oscura. Yo vivía
en El Melocotón. Los perros aullaban. Un peón,
mi hermano y yo, salimos de la parcela a buscar unas vacas
para guardarlas en el establo. De repente el peón
nos hizo callar y nos dimos cuenta de que los quiltros ya
no aullaban. Se escuchó entonces el canto de un gallo.
El tono de ese canto era como el de una viola y un violín
desafinados sonando al mismo tiempo. Al escucharlo, corrimos
hacia la casa y esperamos a que cesara el canto. Luego,
el hombre nos contó la historia de este gallo maldito.
Mucho antes, por el año 1800, vivía en los
cerros de lo que después llegó a ser El Melocotón,
una mujer que practicaba la magia negra. |
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En
esa región había tres fundos, cuyos dueños
eran españoles y residían allí junto a
sus trabajadores. La vida transcurría sin contratiempos,
hasta que llegó un año en que la cosecha estuvo
mala y no hubo ganancias.
Pasaron
al menos tres años de penurias, hasta que un día
llegó al lugar un desconocido que, dadas sus características,
fue bautizado por la gente como el inquisidor. Se
trataba de un joven estudiante de teología, algo chiflado,
quien, al escuchar la historia de la mujer de los cerros de
boca de muchos de los residentes del lugar, historia en que
se la describía como la causante de tantos males y la
provocadora de tantas muertes, se enfureció y exclamó:
¡En nombre de la santa iglesia y de la inquisición,
acabaré con ese engendro de Satanás! El joven
no hablaba en vano, y, guiado por su fe y su fanatismo, cumpliría
su promesa.
Un
día la mujer de los cerros bajó hacia el poblado
para robar animales y llevarlos a su cueva. Cuando terminó
su cometido, cargaba entre sus manos un hermoso gallo, con el
que pretendía hacer ritos de magia y, probablemente,
después comérselo. No obstante, debido a la intervención
del estudiante, eso no llegó a pasar. La mujer, cuando
regresaba a los cerros, se encontró con el joven aspirante
a sacerdote, quien, como buen inquisidor, la mató rociándola
con brea y prendiéndole fuego.
-
¡Nunca más podrás seguir maldiciendo, bruja!
le gritó mientras ésta ardía.
- ¡Pero sí ese gallo! exclamó ella
moribunda, y alcanzó a añadir: ¡Quien
lo escuche cantar morirá, y también el que lo
mire!
La
historia cuenta que, al tiempo, el joven estudiante se fue rumbo
al seminario y que murió antes de alcanzar su destino.
Del gallo se dice que es inmortal y que siempre anuncia con
su canto, por las noches, las desgracias y los malos acontecimientos,
como un oráculo de la muerte. También cuentan
que hay personas de Melocotón que han escuchado su canto
a medianoche, y que al poco tiempo han muerto, víctimas
de alguna inesperada enfermedad o impensado accidente. El canto
del gallo no deja indiferente a nadie que lo oiga, y puede hacer
temblar hasta al más valiente de los hombres. Yo mismo
pude comprobar su efecto aterrador aquel día en que lo
oí y recordé la historia recién descrita.
Tiempo
después, siendo ya más mayor pero aún muchacho,
fui con unos amigos a acampar en un cerro del Melocotón,
lugar del que yo me había mudado ya hacía un tiempo.
Era un martes. A medianoche nos despertó el horrendo
canto del gallo, una sinfonía desafinada y destempladora.
Era como el grito de una bruja, eran violines, muerte, dolor
de oídos, miedo y locura...
Sentí
miedo, pero también sentí que la noche me envolvía
con su manto protector. Lloré de miedo, pero las estrellas
me consolaron con su color de plata. Pensé con miedo,
pensé en aquel valle nocturno, pensé dónde
poner mis huesos a descansar, mas el canto del violín
hecho pedazos desafinó mi pensamiento. El gallo había
cantado y pensé que yo podía morir en las montañas,
luchando por descubrir de dónde provenía aquel
sonido sepulcral de aquel desconsolado e inmortal animal, condenado
a cantar el fantástico preludio de la muerte. Esa fue
mi experiencia con el gallo, y aún estoy vivo...
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